martes, 9 de noviembre de 2010

Relato. El tiempo vuela


      Lo primero que le llamó la atención fue el sombrero. De paja y con una larga cinta roja, que colgaba hasta mezclarse con el pelo, le hizo recordar tiempos pasados a la velocidad de un reflejo condicionado. Cuando él era un adolescente, las liberadas chicas extranjeras que aparecían en los reportajes sobre los grandes conciertos de paz y amor los llevaban. Incluso algunas de las jóvenes que deambulaban por las grandes capitales españolas también. Pero en su pequeña ciudad natal las cosas habían sido muy distintas, las muchachas tenían sus inmaculados trajes de domingo y los lucían paseando por el parque en grupos numerosos. Y si alguna de ellas usaba sombrero era —para su vergüenza— porque su madre se lo imponía, y el modelo se aproximaba más al de estirada pamela de hipódromo que al de informal tocado contestatario y hippie.
        Si vienes a San Francisco asegúrate de llevar flores en la cabeza, encontrarás gente estupenda y allí el verano estará lleno de amor, decía la versión original de la canción de Scott McKenzie que tarareaban aquellas chicas liberadas, pero la  traducción española que él escuchaba a cargo de Los Mustang en la emisora local, hablaba de la nostalgia de vagar por San Francisco evocando un amor perdido, tal vez porque alguien había pensado que era demasiado subversivo llevar flores en el pelo y no quería ni oír hablar de ellas, y porque siempre era más casto llorar por la pérdida de un amor que andar a la búsqueda de uno entre toda aquella gente inquieta, rebelde y promiscua.
        Así que sería quizá más apropiado decir que aquel sombrero le recordaba sueños pasados y no tiempos pasados, pero la frontera entre ambas cosas es muy tenue y fácilmente se reinterpretan unos en función de los otros —o, al menos, eso dicen los psicólogos—. En cualquier caso, a sus reales diecisiete años, él había mantenido más intimidad —aunque fuera por la vía de la masturbación— con alguna de aquellas chicas americanas o inglesas que se alzaban entre la multitud para ondear su sostén y mostrar a todo el mundo sus generosos pechos, que con su tímida compañera de instituto, por entonces novia y más tarde amante y fiel esposa. De manera que no le era fácil discernir si andaba tras una chica real de comienzos del siglo veintiuno, treinta y tantos años más joven que él, o tras un sueño que había cumplido ya esa edad sin que hubiera llegado nunca a convertirse en realidad.
         No se había fijado de dónde había salido, pero ahí estaba, caminando unos cuantos pasos por delante. Su andar ligeramente saltarín le otorgaba una naturalidad y una frescura que obligaron a sus ojos a reseguirla de arriba abajo. El pelo, ligeramente ondulado, sobresalía por debajo del sombrero y caía sobre sus hombros, golpeándolos con suavidad a cada paso. Llevaba un top negro que se acababa un poco antes de alcanzar su cintura; por el contrario, sus pantalones de cuadritos no empezaban hasta que las caderas ya se estaban ensanchando, de forma que unos diez centímetros de una piel que parecía extremadamente suave y fresca quedaban a la vista. Unas zapatillas rojas en los pies y un pequeño bolso rústico, también rojo, que colgaba de una larga cuerda, completaban su atuendo.
        Miró el reloj. Acaba de visitar a un cliente y tenía una reunión con otro media hora después en el extremo opuesto de la ciudad. Nunca cogía el coche. Si la distancia no era mucha prefería andar, si su destino quedaba lejos pero tenía una buena combinación cogía el autobús o el metro, y en última instancia iba en taxi. Era una de las costumbres de las que se sentía más orgulloso, pensaba que era algo racional y práctico, porque la gran cantidad de coches que circulaban por las calles generando ruido, contaminación, calor y estrés era uno de los mayores defectos de la vida urbana; y aquella era una de las pocas ideas de su juventud que aún se tenían en pie y que solía practicar.
        Levantó la vista; la chica seguía andando delante de él. Todavía podía seguirla unos minutos, no iba mal de tiempo y encontrar un taxi libre en aquella zona no era difícil. No le hubiera costado mucho apretar un poco el paso, llegar a su altura y así poder verle la cara, que esperaba que fuera un rostro angelical de nariz respingona y pequeñas pecas en las mejillas. Pero no quería llevarse un desengaño si en realidad era una cara vulgar, de piel manchada y nariz ganchuda, y prefirió seguir unos metros por detrás.
        ¿Y sus pechos? ¿Serían tan grandes y plenos como los de aquellas chicas extranjeras que tan ilusionadas y placenteras eyaculaciones le habían proporcionado treinta años atrás? Hoy en día ya no se veían pechos así; los de la  mayoría de las jovencitas apenas si abultaban más que esos pectorales tan trabajados por los muchachos adictos a los gimnasios. Pero también era cierto que esas chicas casi planas tenían a su vez angulosas caderas de efebos griegos, mientras que la que seguía caminando unos pasos por delante de él las tenía sobresalientes y perfectamente redondeadas, ergo sus pechos habían de tener un tamaño en consonancia.
        De repente la joven echó a correr y empezó a cruzar una ancha calle con el semáforo en amarillo. Cuando él, con unos reflejos que ya no eran lo que habían sido, se acercó al paso de peatones, la luz estaba roja y las infernales máquinas sobre ruedas que tanto despreciaba se habían adueñado del asfalto, sin dar opción a otra cosa que esperar a que acabara su reinado.
        Tuvo que detenerse.
        Impaciente, veía con impotencia cómo la muchacha seguía andando, alejándose, perdiéndose... unos segundos más y doblaría la esquina, desaparecería de su vista, puede que de su vida y de sus sueños. Si continuaba calle arriba o se metía en algún sitio público —ya fuera tienda o bar— la encontraría, pero si entraba en alguna casa particular sería imposible. Tal vez no la viera nunca más: no se imaginaba a sí mismo paseando por ese tramo de calle, cada día a la misma hora, como si fuera un adolescente enamorado, con la esperanza de que la chica volviera a pasar por allí. Puede que ella fuera a casa de algún pariente al que sólo visitara muy de tarde en tarde, a devolverle unos apuntes a una compañera con la que ya no se relacionara o un regalo a un antiguo noviete al que hubiera dejado de querer.
        Pero enseguida se dio cuenta de que la suerte estaba de su lado; la chica había desandado unos pasos, se había parado frente a un escaparate y lo contemplaba con atención. La luz seguía roja, pero ya no podía tardar mucho en cambiar. Por el rabillo del ojo vio un coche que se detenía. Sin fijarse en que era un taxi que lo había hecho para que bajara un cliente, empezó a cruzar la calle a paso vivo, con la mirada puesta en aquel escaparate salvador que ni siquiera podía distinguir de qué era.
         Y realmente la fortuna estaba de su parte, esa al menos fue la opinión de todos cuantos vieron lo que sucedió: la moto que lo embistió no era de gran cilindrada ni circulaba a mucha velocidad, y eso lo salvó de un impacto mortal. Aun así, el ruido del golpe estremeció a quienes lo oyeron, y la coreografía de cuerpos y máquina fue de las que cortan la respiración. Con todo, aquel componente del suceso al que la gente suele llamar milagro —porque desconfía de la casualidad, la suerte o el destino— fue que la furgoneta que circulaba por el carril contiguo se detuviera unos pocos centímetros antes de pasar sobre su cabeza.
        El hombre quedó tendido boca arriba en medio de la calle. Sentía un fuerte dolor en el pecho, tan agudo que le tranquilizó: aquello era alguna costilla rota y no un infarto debido al susto, pensó. También notó que le ardía un lado de la cara, seguramente porque lo había paseado un buen trecho por el rugoso asfalto. Le dolía el tobillo derecho porque había sido el lugar donde la motocicleta le había golpeado. Y sin embargo no le molestaba el brazo izquierdo, que se había roto al caer.
        Abrió los ojos —que no recordaba haber cerrado—, pero sólo vio un conjunto de caras que lo inspeccionaba desde lo alto. Se sintió como un niño pequeño rodeado de ogros amenazadores, sorprendido por lo deformados que resultaban aquellos rostros vistos desde abajo. Como no quería añadir factores de miedo ajenos a sus propios dolor y susto, cerró los ojos de nuevo y empezó a contar, para distraerse. Andaba por el 576 cuando oyó la sirena. Dejó de contar y volvió a separar sus párpados. Ya no había ningún grupo contemplándolo, sólo un guardia urbano que trataba de que los coches que venían por aquel carril se desviaran. Rogó a quien quisiera escucharle que los conductores le hicieran caso, que el guardia supiera imponer su autoridad y no acabaran los dos arrollados por otra furgoneta de conductor menos atento.
        Unos instantes después, dos hombres vestidos de blanco se le acercaron. Su cara reflejaba una ansiedad que seguramente no sentían. Buenos profesionales, se dijo, saben aparentar muy bien.
        —¿Puede hablar? —le preguntó uno de ellos.
        Él asintió con la cabeza. Le pareció una estupidez contestar a esa pregunta con un gesto y no con una palabra, pero una cosa era poder hablar y otra muy distinta tener ganas de hacerlo. Aunque tampoco ninguno de ellos pareció aprovechar la información recibida, ya que no le preguntaron nada más.
        Lo que sí hicieron los dos hombres fue agacharse, al mismo tiempo y en silencio, como bailarines bien entrenados. Cuando le cogieron, uno por los sobacos y otro por las pantorrillas, oyó que todo su cuerpo crepitaba. Levantó ligeramente la cabeza y vio que estaba envuelto en una de esas mantas que parecen hechas de papel de aluminio, como el que se utiliza para envolver bocadillos. ¿De qué sería el suyo? De cecina mal curada, sin duda. Carne avejentada pero sin el encanto de la dureza y la sal; algo fofo e insípido, pensó.
        Al inclinar la cabeza, la sangre que manaba de su ceja partida le resbaló por la nariz y le llegó hasta la boca. Su sabor era inconfundible y el terror que sangrar le producía hizo que se desmayara antes de que lo acomodaran sobre la camilla.
        Se perdió el viaje urbano con el que siempre había soñado en secreto, más allá de sus rebeldías ecologistas: dentro de un enorme coche, con un chofer conduciendo a gran velocidad y todo el mundo apartándose a su paso. También se perdió la llegada a la zona de urgencias del hospital y una noche dormida a base de sedantes, aunque eso nunca había formado parte de sus sueños.
        Cuando despertó ya entraba luz por la ventana. Todo le dolía mucho más que la tarde anterior. Reparó, sorprendido, en su brazo izquierdo enyesado y en su pierna derecha ligeramente levantada y colgada del techo. Con su mano derecha palpó la enorme gasa que le cubría parte de la cara y el aparatoso vendaje de una de sus cejas. Su mujer, que estaba sentada en un sillón —en el que seguramente había dormido, supuso—, se levantó en cuanto se dio cuenta de que él había despertado.
        —¿Cómo te encuentras, cariño? —le preguntó, mientras le ponía una mano sobre la frente, algo que nuestro hombre siempre había odiado, porque le hacía sentir como un niño desvalido a merced de la cruel sentencia de su madre: hay fiebre, no puedes salir a jugar a la calle.
        —Tengo sed —contestó, esperando que ella tuviera que ocupar sus dos manos en servirle un poco de agua en un vaso y dejara de tocarlo y convertirlo en un bebé.
        Mientras estaba bebiendo entró su hija. Para visitar a su padre se había puesto un largo vestido gris salpicado de innumerables florecillas blancas y llevaba el pelo recogido en una cola. Sabía que a su anticuado progenitor no le gustaba que anduviera por ahí "provocando y enseñándolo todo", como él decía, y había dejado en el armario su corto top negro, el pantalón de cuadritos y el precioso sombrero de paja con una cinta roja que había estrenado la tarde anterior. Seguramente encontraría un momento más apropiado para volver a lucir el conjunto.

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