jueves, 21 de agosto de 2014

El legado de Jordi Pujol

Que Jordi Pujol y su familia se hayan apropiado de (abundante) dinero de forma ilegal, si es que lo han hecho (y la propia confesión del patriarca parece indicar que sí, especialmente porque está presentada para que adivinemos qué calla y no para que escuchemos qué dice), no es, en mi opinión, lo peor que el antiguo presidente ha hecho por el país al que tanto afirma querer.

Su peor legado es otro, y lo intento explicar en el un publicado en la revista Dignidad y Responsabilidad, al que se puede acceder a través del siguiente enlace:

El legado de Jordi Pujol

sábado, 2 de agosto de 2014

Cazadores urbanos. Capítulo 1.

1





           


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El reloj del salpicadero marcaba las veintiuna cincuenta, Blanca llevaba más de dos horas metida en el todoterreno que había alquilado aquella misma tarde y ya no aguantaba más. Durante los primeros minutos había mantenido el motor en marcha y el cuerpo en tensión, preparada para arrancar con rapidez cuando llegara el momento, pero conforme el tiempo transcurría la tensión había dado paso al nerviosismo y Blanca incluso había bajado del coche un par de veces para fumarse un cigarrillo.
            Estaba impaciente. No alcanzaba a comprender cuál podía ser el motivo de que alguien trabajara hasta tan tarde, especialmente si no era más que una secretaria, por importante que fuera su jefe. Eran casi las diez de la noche y Pilar Orozco estaba en la oficina desde primera hora de la mañana. Blanca no sabía si todos sus días eran iguales, pero sospechaba que sí: cinco días a la semana, once meses al año, tal vez durante treinta años consecutivos. Incluso aunque el sueldo mereciera la pena, incluso aunque tuviera un despacho precioso en aquel elegante edificio de la zona alta de la Diagonal de Barcelona, Blanca no sabía si ella sería capaz de soportarlo; estaba acostumbrada a otro tipo de vida, muy distinto.
            Tenía treinta y nueve años, había sido modelo de pasarela hasta los treinta y cuatro y en realidad se llamaba Eulalia, un nombre que a su primer agente no le había parecido bastante atractivo para el mundo de la moda y se lo había cambiado por el de Blanca, que también a ella le había gustado y  ahora usaba siempre. No era de las que lo habían dejado pronto, conocía a muchas que a los veinticinco ya tenían que andar buscándose otra cosa, porque su cuerpo se les sublevaba y ya no servían para los desfiles. Sin embargo ella conservaba una silueta que, a primera vista, no se apartaba mucho de la que tenía veinte años atrás y como nunca había sido de las de primera fila había podido aguantar unos cuantos años sin excesivas dificultades. Luego, cuando dejó las pasarelas, logró colarse en el mundo de la publicidad, donde las cosas también le marcharon bastante bien durante un tiempo: alguno de los anuncios que había rodado se había emitido tantas veces por televisión que hubo una época en que la gente la reconocía por la calle. Blanca era aquella madre que rociaba con insecticida la habitación de los niños, sin preocuparse por sus efectos sobre ellos porque sabía que su composición no afectaba a las personas. Y también era la mujer del escotado vestido de noche negro cuya silueta envidiaban todas las demás invitadas a la fiesta, gracias a su nuevo sujetador de revolucionario diseño.
            Había sido una buena temporada: ganaba bastante a cambio de hacer un trabajo agradable, más no se podía pedir.
            Sin embargo, últimamente la suerte se había torcido y las oportunidades escaseaban. A duras penas había conseguido formar parte del tropel de mujeres que se lanzaba sobre un producto en oferta en un supermercado y del público que devoraba con fruición una conocida marca de patatas fritas en un cine; poca cosa para una mujer acostumbrada a más altos vuelos y con escasa afición al ahorro. Empezaba un nuevo milenio, el mundo no se iba a acabar, pero los buenos tiempos en los que ella podía elegir habían terminado y no le quedaba más remedio que aceptar lo que llegara.

            Y lo que llegó fue una oferta extraña. Al principio creyó que se trataba de una forma encubierta de prostitución y pensó que todavía no estaba tan desesperada como para recurrir a eso, pero luego se convenció de que tras la proposición que le habían hecho no había segundas intenciones y aceptó.
            A través de la agencia que llevaba sus cada vez más escasos asuntos, Blanca contactó con Adolfo Guzmán, un hombre a quien gustaba que le llamaran Rudy, que le propuso trabajar para él. Rudy se dedicaba a vender productos informáticos y le explicó que la necesitaba para que los suyos resultaran más atractivos que los que pudiera vender cualquier otro. Quería que ella fuera la cara humana de la técnica, un elemento más de la publicidad, todo muy decoroso. Su trabajo consistiría básicamente en dejarse ver; si quería dejarse tocar era cosa suya, él no se lo iba a exigir. Eso le dijo.
            —Pero yo no sé nada de informática —advirtió Blanca.
            —Yo tampoco, pero tengo un par de chicos que la dominan. Formaremos un buen equipo —le contestó Rudy.
            Desde entonces trabajaba para él, hacía más de seis meses.
            No le había resultado difícil. Todo lo que tenía que hacer era vestir con elegancia y cruzar las piernas de vez en cuando, nada que le resultara ajeno a una modelo. Ciertamente no estaba ayudando a la liberación de la mujer, pero Blanca no había inventado las diferencias entre sexos y necesitaba ganar un poco de dinero. En definitiva tampoco hacía algo muy distinto a desfilar, solo había cambiado las pasarelas por los despachos y en lugar de vestidos ofrecía máquinas, pero la principal referencia seguía siendo su cuerpo.
            Los clientes que visitaba eran siempre hombres, en quienes sus largas y pintadas uñas causaban un efecto inmediato cuando ella les señalaba los productos del catálogo. Casi notaba cómo se estremecían cuando ella rascaba ligeramente el papel y ellos asociaban inmediatamente acontecimientos como el perro de Paulov. Luego se repantigaba un poco en el asiento y se arreglaba la falda con falso disimulo, atrayendo así la vista de ellos hacia sus piernas, que entonces cruzaba con soltura. El aroma de la seducción envolvía la escena y enseguida todo resultaba fácil. ¿Cómo habían podido sobrevivir tanto tiempo sin el potente ordenador que aquella fantástica mujer les ofrecía?, se preguntaban los hombres, a veces incluso en voz alta.
            —Hoy en día siempre se encuentra justificación para comprar material informático nuevo. Te resultará fácil vender, porque nadie tendrá que dar excesivas explicaciones a la empresa del porqué de su compra. Todo evoluciona con tanta rapidez que lo que ofrezcas siempre será más moderno que lo que ya tenían, y los gilipollas a los que visites pensarán que si te compran algo, luego te llevarán a la cama. Ese es el juego —le había dicho Rudy.
            Y Blanca lo había jugado bastante bien. Después de que los dos técnicos de la tienda le hicieran un cursillo acelerado sobre los fundamentos de la informática, Blanca había recorrido numerosas empresas ofreciendo sus productos. Había recibido más invitaciones para después del trabajo —de las que había aceptado un par, bastante decepcionantes— que pedidos, pero el resultado en conjunto era satisfactorio. Rudy lo había reconocido:
            —El negocio marcha bien, estás haciendo un buen trabajo.

            Un día Rudy le dijo que necesitaba que hiciera algo especial y Blanca pensó que por fin había llegado la hora en que iba a proponerle que se acostara con un cliente, pero una vez más se equivocó: Rudy se mantenía fiel a su promesa, ni siquiera le había insinuado nunca que se fuera a la cama con él.
            Todo lo que quería era que se hiciera amiga de una mujer.
            —Quiero que vayáis de compras, que cenéis juntas de vez en cuando, que os contéis vuestras cosas. Y espero que alguna de las que ella te diga sea una interesante dirección de Internet, o un número de teléfono que sirva para conectarse a un ordenador... en fin, tú ya me entiendes —le dijo.
            Blanca le entendía, ya llevaba el suficiente tiempo trabajando para aquel hombre como para saber que no solo vendía impresoras sino también información. Sin embargo, Rudy nunca le había pedido que colaborara en el otro aspecto del negocio, como él lo llamaba, no sabía muy bien cómo funcionaba, solo lo que había oído en la tienda en alguna ocasión, y se asustó ante la propuesta.
            —No quiero meterme en líos —protestó.
            Pero Rudy era un hombre que sabía convencer a la gente y le tendió dos sobres que Blanca, recelosa, cogió.
            —Estate tranquila, no te propondría algo que fuera peligroso, porque yo también peligraría. En este sobre hay un informe que deberás leer con calma, pero no hace falta que lo habrás ahora. En este otro hay una pequeña bonificación para ti, por tu nuevo compromiso con la empresa. Ábrelo, mira el contenido, te lo piensas y ya me darás una respuesta —le dijo Rudy, sonriendo.
            Blanca abrió el sobre que su jefe le indicó. Contenía quinientas mil pesetas en billetes de diez mil.
            —Es mucho dinero.
            —Por ahora. Gástalo pronto, porque en enero llegará el euro y todo se va a poner muy caro, ya verás —predijo Rudy.
            Blanca no las tenía todas consigo, pero renunciar a aquella cantidad de dinero le parecía una estupidez, dadas sus circunstancias. Además pensó que Rudy tenía razón: no iba a encargarle nada que lo comprometiera, porque ella no era una experta. Cuando llegó a su casa y abrió el otro sobre vio que el informe contenía la descripción de las costumbres de Pilar Orozco, una mujer divorciada y con un hijo a punto de entrar en la adolescencia, que trabajaba co
mo secretaria del Director General de SAR, una importante compañía de seguros de automóviles. Blanca era una mujer acostumbrada a rodar por el mundo y pensó que no le resultaría difícil causar buena impresión a una secretaria sin despertar sus sospechas, porque el plan que le habían trazado y que estaba detallado en el dossier le pareció lo suficientemente original y bien hilvanado. 
             Entre otras cosas sobre la vida de Pilar Orozco, el informe decía que la mujer nunca salía de la oficina antes de las ocho. Blanca había deducido que la frase significaba que salía poco después de las ocho, pero aquella noche se estaba dando cuenta de su error; después de las ocho significaba cualquier hora después de las ocho: y aquel día pasaban cinco minutos de las diez y el coche de la secretaria seguía estando en el otro extremo del aparcamiento.