domingo, 21 de septiembre de 2014

Cazadores urbanos. Capítulo 2

2





           
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Pilar Orozco había tenido una jornada agotadora, sin un momento de descanso desde que llegara a la oficina a las nueve y cuarto de la mañana. Apagó el ordenador, cerró un momento los ojos y se masajeó el puente de la nariz. Se levantó, recogió la chaqueta y el bolso, se despidió del empleado de seguridad que custodiaba el despacho durante la noche y enfiló un largo pasillo recubierto de una moqueta demasiado gruesa para resultar cómoda. Cuando por fin entró en el ascensor que la conduciría hasta el aparcamiento subterráneo miró el reloj y se asustó al ver la hora que marcaba: las diez y media de la noche.
            Otro día más dedicado por completo al trabajo. Otro día más sin efectuar los ejercicios de estiramientos contra sus cada vez más frecuentes lumbalgias. Otro día más sin poder dedicarle ni unos minutos a Francis, su hijo.
            Francis y Pilar vivían solos desde que ella se había divorciado de Alfonso, su marido, hacía ya tres años. Pilar entonces era una simple administrativa más, pero una rápida serie de cambios en la empresa la habían llevado hasta el puesto de secretaria de un subdirector que, poco después, llegó a ser el Director General. Todos opinaron que había tenido mucha suerte, porque en unos pocos meses su salario había aumentado de forma importante y su consideración en la empresa también. Sin embargo no todo fueron ventajas. El ascenso perjudicó su posición durante el proceso de divorcio, porque Alfonso se agarró a su aumento de sueldo para justificar la ridícula pensión de manutención que su hábil abogado propuso pagar. El juez aceptó sus argumentos y fijó una cantidad prácticamente simbólica que Pilar aceptó sin rechistar, en aquel momento lo que menos quería era alargar, por una cuestión de dinero, un proceso que suponía traumático para Francis, que acababa de cumplir diez años.
            Otro inconveniente de su nuevo puesto fue que empezó a quedarse cada vez más horas en la oficina. Su anterior horario, de nueve de la mañana a cinco y media de la tarde, pasó pronto a la historia y las jornadas de doce horas  se convirtieron en algo frecuente. Y, por si fuera poco, SAR estaba preparando un proceso de fusión con SEASA, otra compañía de seguros más pequeña, lo que para ella no significaba otra cosa que más trabajo y una jornada más larga durante una buena temporada, hasta que todo el proceso, que iba a durar algo más de tres meses, llegara a su fin.
            A cambio de no tener una hora fija de marcharse a casa, por la mañana Pilar podía llegar un poco más tarde, nadie iba a atreverse a reprochárselo y eso al menos le permitía desayunar con su hijo, pero se pasaba el resto del día encerrada en aquel edificio, descuidando su alimentación y su cuerpo, y la mayoría de los días llegaba a casa tan cansada que lo único que hacía era ducharse con agua muy caliente, darle un beso a un Francis ya dormido y meterse ella también en la cama.

            Llegó al segundo sótano, salió del ascensor y se encaminó hacia su coche. Se lo había comprado hacía apenas dos meses y todavía olía a nuevo, era una berlina japonesa que había elegido siguiendo el consejo de su propio hijo —Francis ya entendía más de coches que ella misma— y tras haber consultado los baremos de siniestralidad de la empresa, donde figuraba en los últimos lugares.
            Al girar la llave de contacto, el reproductor de cedés se puso en marcha y una engolada voz empezó a hablar en inglés. Pilar apretó con furia el botón de extraer el disco: por las mañanas aprovechaba el trayecto desde su casa hasta el trabajo para refrescar aquel idioma que nunca había llegado a dominar, pero a las diez y media de la noche, después de más de trece horas de duro trabajo, lo último que deseaba era escuchar a aquel hombre que se empeñaba en que repitiera cuáles eran las prendas apropiadas para pasar un día en la playa. Apretó otro de los botones del radiocd y la función de búsqueda automática de emisoras fue recorriendo las frecuencias memorizadas, hasta que Pilar acabó quedándose con la misma de siempre: la que radiaba canciones de los años setenta y ochenta. Por lo menos aquellas canciones le traían buenos recuerdos y la entretenían durante el viaje de regreso a casa.
            Puso primera y empezó a circular por el aparcamiento. Entró en el largo pasillo principal que conducía hasta la salida. Circulaba tranquila y ligera, no eran horas de mucho movimiento. Vio las luces de un coche que se acercaba por uno de los pasillos laterales, pero no aminoró la marcha porque sabía que, aunque se aproximara por su derecha, tenía una señal de ceda el paso claramente marcada en el suelo. Además la mayoría de usuarios del aparcamiento eran habituales y sabían perfectamente cuáles eran los pasillos con preferencia.
            Se equivocó. El coche, un enorme todoterreno pardusco con defensas frontales, no se detuvo y embistió el suyo, golpeando uno de sus laterales y empujándolo hasta que estrelló el otro lateral contra una de las columnas que quedaban a su izquierda. A Pilar casi la asustó más el ruido de chatarra y cristales rotos que el zarandeo que la llevó de un lado a otro de su asiento. Cuando todo hubo terminado cerró los ojos, apoyó la nuca en el reposacabezas, respiró hondo y maldijo aquel monstruoso coche que se había abalanzado sobre ella. No por el accidente en sí —desde luego no iba a tener ningún problema con la compañía aseguradora, ella, que era la secretaria de su Director General—, sino porque sabía que aquello iba a retrasar su llegada a casa por lo menos una hora: primero la discusión con el conductor del otro vehículo —y ojalá que no fuera un gallito crecido ante la presencia de una mujer, pensó—, luego el papeleo, esperar la llegada de una grúa que remolcase su coche y después coger un taxi que la llevara. No estaría en casa antes de las doce, lo veía venir.
            Al volver a abrir los ojos se dio cuenta de que había una mujer parada frente al parabrisas. La primera impresión que tuvo de ella fue que era muy guapa y la miraba con inquietud, temiendo quizá que Pilar estuviera herida. Intentó salir del coche para demostrarle que no era así, pero el lado izquierdo había quedado empotrado en la columna y no pudo abrir la puerta del conductor. Pasó entonces por encima del cambio de marchas y trató de salir por su derecha, pero la otra puerta se había desencajado y tampoco pudo abrirla. Al ver que Pilar estaba atrapada, la mujer se acercó al coche y trató —también ella en vano— de abrir la puerta trabada.
            — ¡No pasa nada, estoy bien! —gritó Pilar, para hacerse oír desde el exterior.
            Los cristales de ambas ventanillas se habían roto y el grito salió retumbando del coche. La mujer soltó la puerta como si la hubieran reñido y sonrió; Pilar, al darse cuenta de la situación, también.
            —Suba a la primera planta y avise al guardia de seguridad, él me ayudará —le indicó Pilar, empleando ya un tono normal.
            La mujer señaló el coche y exclamó:
            — ¡Dios mío, está destrozado!
            —Tranquila. Aparenta mucho, pero es solo cuestión de chapa y cristales, seguro que el motor no está afectado —le dijo Pilar.
            — ¿En serio? —preguntó la mujer.
            Pilar asintió. La mujer respiró aliviada.
            En ese momento apareció el guardia de seguridad. Había oído el estropicio y se acercaba a averiguar lo sucedido.
            —No puede salir, las puertas están atascadas —le explicó la mujer.
            —No se preocupe señora Orozco, enseguida la saco de ahí —dijo el guardia, dirigiéndose a Pilar.
            Se acercó al coche, examinó la situación y decidió abrir la puerta de la derecha. Tiró varias veces de ella, pero no pudo. Entonces le pidió a Pilar que pasara al asiento trasero, se metió dentro del coche por la ventanilla, se recostó de través sobre los asientos delanteros y pateó con ímpetu la puerta hasta que finalmente cedió. Bajó con rapidez y le tendió la mano a Pilar para ayudarla a salir.
            — ¿Se encuentra bien? —le preguntó.
            —Perfectamente.
            — ¿Qué ha sucedido?
            —Un ligero contratiempo —contestó Pilar con una falsa sonrisa.
            —Ha sido culpa mía —confesó la mujer—. Como salía por la derecha pensé que tenía preferencia y ella se detendría, pero no ha sido así.
            —Tiene usted un ceda el paso como una casa pintado en el suelo —la recriminó el vigilante, a la vez que lo señalaba con el dedo.
            —Me he dado cuenta cuando ya era demasiado tarde —se excusó ella.
            —Afortunadamente las dos estamos bien. Eso es lo importante, los coches pueden arreglarse —intervino Pilar.
            —Me alegra oír eso, estaba asustada solo de pensar en lo que habría pasado si llego a embestir el coche de un hombre: me habría llamado de todo. A propósito, ni siquiera me he presentado, me llamo Blanca y me dedico a la publicidad —añadió, tendiéndole una mano a Pilar.
            —Encantada. Yo soy Pilar Orozco y trabajo en SAR, una compañía de seguros que tiene la sede aquí arriba.
            Mientras el guardia de seguridad pedía una grúa desde su teléfono móvil, las dos mujeres rellenaron unos formularios en los que se describía el accidente: ambas estaban de acuerdo en cómo había sucedido y Blanca aceptaba su culpabilidad. En la casilla del nombre, Blanca escribió Eulalia Pardell y le explicó a Pilar que ese era su nombre auténtico y Blanca el artístico, pero que lo usaba desde hacía tanto tiempo que ya se sentía más Blanca que Eulalia.
            Cuando terminaron, Blanca se ofreció a llevar a Pilar a su casa.
            —No te preocupes, cogeré un taxi. Vivo en la calle Rosselló, cerca del Passeig de Sant Joan, y a estas horas no le va a costar ni diez minutos —dijo Pilar.
            —Ni hablar. Es lo menos que puedo hacer después de lo que ha pasado— argumentó Blanca sin dar muchas opciones a la réplica.

            Pilar no estaba muy convencida de que viajar con aquella mujer fuera un acto de sensatez, pero estaba muy cansada y le pareció lo más cómodo. Le rogó al vigilante que se encargara de todo, subió al todoterreno de Blanca, que estaba prácticamente intacto, y que fuera lo que Dios quisiera.