miércoles, 24 de diciembre de 2008

Artículo. En la muerte de un escritor

Ha muerto un escritor. Es una frase sencilla, y sin embargo no es algo que pueda decirse de la mayoría de los que andan por ahí escribiendo, ganando premios y opinando sobre cualquier cosa. Era joven, tenía sólo 45 años, pero lo llevaba dentro, como esos grandes escritores del siglo XX, grupo al que él, sin duda, pertenecía.
Su fallecimiento ha ocurrido a finales de 2008 y su mejor novela fue la que publicó a principios de este mismo año, bien aposentada ya la nueva centuria, pero Francisco José García Hortelano (Francisco Casavella) era un escritor del siglo pasado, de mediados del siglo pasado quizá. Como Hemingway, Burroughs y tantos otros que simultanearon sus vidas reales con los personajes que ellos mismos crearon.
García Hortelano también tenía su personaje, que nació oficialmente cuando decidió recurrir al seudónimo para firmar su primera novela. El motivo aparente era bastante creíble: sus apellidos coincidían con los de otro escritor español ya famoso, Juan García Hortelano, del que era gran admirador (le centelleaban los ojos cuando, en su primera juventud, hablaba de El gran momento de Mary Tribune), pero en el fondo lo que sucedía era que Francisco García Hortelano no tenía bastante con vivir una sola vida, porque la desbordaba.
Esa primera novela que Casavella firmó se titulaba, premonitoriamente, El triunfo, algo que su autor obtuvo ya desde la multitudinaria presentación del libro en uno de los locales más de moda de la Barcelona preolímpica. A partir de entonces todo le sucedió a velocidad de vértigo: designado insigne miembro de la Generación X por la varita mágica de alguna de las hadas de la posmodernidad (algo que Francisco José García Hortelano celebraba especialmente porque, decía, con su siempre ácido sentido del humor, le había comportado un gran éxito con las mujeres), Casavella obtuvo el reconocimiento y el crédito suficientes para que le fuera permitido escribir en tribunas de culto como El País y pudo vivir dedicándose a lo que más le gustaba hacer.
Y eso que no era poco lo que le gustaba porque, como al clásico Terencio, nada humano le era ajeno, aunque suene pedante: es imposible escribir buenas historias si no se posee este don, del que García Hortelano andaba sobrado y que le permitía vivir sus variadas vidas al tiempo que devoraba música, libros, cine o televisión. Sus opiniones no eran nunca infundadas y sus conocimientos raramente eran parciales: todo lo vivía con auténtica pasión y lo absorbía.
Era de esas escasas personas que hacen cobrar vida a la ficción, que cuando hablan de una novela diríase que conoció a los personajes, que cuando ven una película viven dentro de la historia. Uno de esos privilegiados que entienden lo que un autor ha querido decir aún sin él mismo saberlo. Y así trataba también la vida real, esa que a menudo nos ofrece argumentos tan inverosímiles que quien no los vive es incapaz de creerlos: apasionado a la vez que analista, profundo a la vez que trivial, divertido a la vez que trágico. Humano. Complejo.
Aficionado al reggae, no le hacía ascos a los melodramáticos boleros, aunque prefería, sin duda, los trágicos lamentos de Héctor Lavoe; fiel seguidor del lunático Jonathan Richman, lamentaba la comercialización de un Bowie que no era de su generación pero al que conocía perfectamente; estaba junto al escenario la primera vez que Bruce Springsteen actuó en Barcelona, cuando la mayoría de sus fieles seguidores de ahora no sabían quién era; reivindicó la rumba de los gitanos de Gracia (algunos de los cuales actuaron en la presentación de El triunfo) mucho antes de que emergieran efímeramente y fue leal a Gato Pérez hasta que desapareció, como él mismo años después, encaramado al éxito.
Engullía libros con la misma fruición y desorden con los que digería películas: yo no le conocía ninguna afición por la historia cuando un día me pidió todo lo que tuviera sobre el siglo XVI español (no concebía términos medios y, visto lo que hizo años después con el XVIII, es una pena que no decidiera noverlarlo) y era capaz de descubrir la sabiduría de la obsesiva Blow up de Antonioni en la cutre Filmoteca de los ochenta cuando su generación vagabundeaba por la saga de La Guerra de las Galaxias pensando que eran películas filosóficas.
Era excesivo en muchas cosas, como en su propia escritura: su poco conocida novela Quédate (publicada después de El triunfo) es una especie de delirio inabarcable que años después ampliaría con otra sobredosis en tres tomos a la que llamó El día del Watusi. Por el camino había creado un par de parejas vampíricas: la de los dos hermanos de Un enano español se suicida en las Vegas y la de los protagonistas de Antártida: siempre esa dualidad, esa lucha entre dos, como él mismo y su personaje. Por eso le pudo dar a su última novela el título Lo que sé de los vampiros, porque sabía de qué hablaba. Esa fue su obra maestra, la que lo sentó en la sala de la fama respetada, la que lo apartó de generaciones pasajeras, lo instaló en el catálogo de novelistas de prestigio y lo acercó al gran público; todo a la vez, que no es poco y resulta bien difícil.
Quizá, por eso, el personaje Casavella estaba en ese punto en el que los buenos novelistas saben que tienen que poner fin a la historia, ese momento en el que el final es feliz no porque acabe bien sino porque deja al lector con ganas de más y lo atrapa para siempre, porque para siempre puede seguir viviendo en su cabeza. Tal vez el corazón de García Hortelano lo supiera y decidiera que así tenía que ser: lo malo es que no acabó sólo con el personaje, sino también con la persona.
Él lo ha disfrutado, quienes le tenemos en el recuerdo le echaremos de menos y quienes más le querían le llorarán, pero deberíamos alegrarnos por él, porque se ha ido en un gran momento, en su gran momento.