viernes, 21 de diciembre de 2012

Relato. El último día (por si es el fin del mundo).

Se despertó sobresaltado. Alguna desagradable pesadilla lo había estado inquietando y cuando el horrible repiqueteo del despertador empezó a sonar casi le da una taquicardia. ¡Cuántas veces le había dicho a su mujer que comprara otro reloj menos ruidoso! Al fin y al cabo no costaba tanto y seguramente él lo ganaría en salud. Pero ella no le hacía caso. ¿Cómo iba a hacérselo si aquella escandalera ni siquiera la despertaba? Ahí estaba ahora mismo, durmiendo tranquilamente con la boca entreabierta, ajena a todo.

Él, en cambio, que tendía a preocuparse hasta por las cosas más nimias, se había acostado pensando en un programa de televisión que acababa de ver y se había pasado toda la noche inquieto, soñando con aquel adolescente negro que, mirando a la cámara con desparpajo, había dicho:

—Cuando salgo de casa me pregunto si viviré otras veinticuatro horas.

El reportaje trataba sobre los jóvenes negros —afroamericanos, decían los narradores— de las grandes ciudades de Estados Unidos. Y de aquel chico entrevistado, que tendría unos quince o dieciséis años, habían afirmado que sus posibilidades de alcanzar los veinticinco eran más escasas en el suburbio donde vivía que en cualquiera de los países más pobres de África.

Era duro y desasosegante oír aquello, incluso aunque le pareciera todo muy lejano, como si se tratara de una película y no de un reportaje. Su hijo tenía sólo seis años y vivían en la Europa mediterránea, una de las zonas del planeta con mayor esperanza de vida, pero la frase del muchacho se había quedado rechinando en su interior y no le había dejado dormir con tranquilidad: "cuando salgo de casa me pregunto si viviré otras veinticuatro horas".

Él nunca se había hecho una pregunta como aquella, sus días siempre se desarrollaban contando con que habría otros después, seguramente iguales a los transcurridos, o al menos muy parecidos. La mayoría de las cosas que hacía estaban planeadas con semanas o incluso meses de antelación, en tanto que otras simplemente discurrían como si fueran aguas de un río: venían de alguna parte y desembocaban en otra, pero a él sólo le mojaban cuando pasaban por su recodo y, como no podía hacer mucho por evitarlo, se conformaba con lo que había. Si las aguas bajaban sucias se pringaba sin remedio, si venían revueltas tenía que agarrarse con fuerza para que la corriente no lo arrastrara, y si alguna vez llegaban frescas y límpidas lo correcto era dar gracias a Dios por ello, pero alterar su curso no estaba al alcance de su mano.

En el trabajo nada de lo que hacía era improvisado, las órdenes que le llegaban habían pasado ya por muchas cabezas decisorias, y a él sólo le quedaba ejecutarlas. Dormía con su mujer cada noche, pero ambos sabían perfectamente cuándo podían excitarse y complacerse —con la destreza y frialdad con la que un verdugo corta cabezas: dos viernes al mes usando preservativo y, si les apetecía —algo que cada vez sucedía menos—, con total libertad los días previos a la regla. Las vacaciones las pasaba siempre en el pueblo de sus suegros, un lugar seco y caluroso en el que nunca había visto llover ni nada que fuera atractivo. Conocía y practicaba, según la época del año, tres variedades de fin de semana —ninguna de ellas especialmente estimulante: playa, cuñados o arreglos en la casa—, pero no una cuarta. Y el tiempo libre de cada día solía tener a la televisión como principal protagonista.

Así era la vida, al menos la suya. Porque ¡cuán diferentes debían de ser los días para aquellos adolescentes!, pensó, sin saber a ciencia cierta si los envidiaba o compadecía por ello.

Hacía ya un buen rato que había sonado el despertador, pero todavía estaba en la cama, dándole vueltas a la frase:

¿Y si fuera aquel el último día de su vida?, se dijo.

¿Y si no lo fuera?, le dijo otra vocecita dentro de su cabeza.

Porque eso era algo que nadie podía asegurarle. Nadie podía tener la certeza de estar viviendo el último día de su vida, eso era indiscutible, no tenía vuelta de hoja. Incluso aunque pretendiera suicidarse o hubiese contratado a un asesino para que lo matara; porque nadie podía garantizarle que él tendría el valor suficiente para lo primero, ni que el segundo no fuera a fallar, o desistiera, o muriera de un infarto antes de realizar su trabajo.

Quedaba una opción intermedia: vivir el que posiblemente fuera el último día de su vida. Aunque eso era una perogrullada, porque cada día podía ser el último. Cambiando el punto de vista: nadie le podía garantizar que cualquier día no acabara suicidándose, o asesinado, o muerto él mismo a causa de un infarto o de cualquier otra cosa.

A lo más que se podía aspirar pues, concluyó, era a vivir un día como si fuera el último de la vida. Pero había una diferencia fundamental entre eso y vivir realmente el último día. En el segundo caso todo valía, no habría ocasión para arrepentirse de nada de lo hecho. Pero en el primero las cosas se volvían más delicadas: no podía escupirle al jefe como si no fuera a verlo nunca más y, en cambio, acudir al trabajo al día siguiente como si nada hubiera pasado; ni presentarse en su casa con una rubia de alquiler y pedirle a su mujer que les prestara la cama por una noche, como si él no tuviera que regresar.

Además, ¿qué podría hacer en un día suponiendo que fuera realmente el último? De nada le servía sacar todo el dinero de la cartilla y meterse en un avión con destino a Río de Janeiro; para cuando pisara la playa de Ipanema, sus veinticuatro horas estarían a punto de extinguirse. Si quisiera un coche nuevo tendría tiempo de escogerlo y pagar la entrada, pero no de conducirlo, debido a los trámites de matriculación. Aunque tuviera el dinero suficiente no podría comprarse una gran mansión, ni un avión privado, ni una isla, todo con sus papeleos tan complicados; y mucho menos gozar de cualquiera de esas cosas.

Sólo podría disfrutar de lo inmediato, de lo fugaz: sexo, comida y bebida.

¿Luego se trataba de eso? ¿El hombre en su último día sólo podía aspirar a comportarse como un animal? ¿Sólo instinto? En definitiva eso es lo que somos, pensó, orgulloso por haber llegado a una conclusión filosófica que quizá nadie más en el mundo había alcanzado hasta entonces.

¿Y un posible último día, o un día como si fuese el último?

En ese caso habría que andar con mucho cuidado: se podría transgredir algún precepto, alguna ley o alguna costumbre, pero sin hacer nada que fuera irreversible. Habría que tener muy en cuenta que al día siguiente uno podía seguir vivo.

Lo primero, lo más importante, lo único que estaba claro que se podría hacer en tal caso era no ir a trabajar. No era nada irremediable si al día siguiente tuviera que volver, porque podría alegar cualquier enfermedad pasajera, y esa pequeña rebeldía era algo que deseaba a todas horas, aunque nunca se atrevía a hacer.

Un día de fiesta escogido soberanamente por él y sin que nadie más supiera que lo tenía, ni tan solo su mujer. Maravilloso: iba a tener ante sí toda una jornada para vivirla clandestinamente. Sería libre para hacer todo aquello que quisiera; con tal de que las consecuencias de lo hecho se esfumaran a las veinticuatro horas, desde luego.

Siempre había fantaseado con ligarse en unos grandes almacenes a una ama de casa rica, madura pero bien conservada, desinhibida, de buen ver y mejor oler. En su imaginación ella le llevaba a su enorme y preciosa casa vacía. Allí, sin miedo a que apareciera su marido, que se pasaba todo el día trabajando, ni sus hijos, que estudiaban en un colegio suizo, se atiborraban de sexo, bebida y comida, por este orden. Quizá hasta les acompañara en la orgía una criada joven y guapa, especialmente contratada para tales menesteres.

No necesitó levantarse y mirarse en el espejo para recordar cómo era él. Cumplidos los cuarenta y cinco, el pelo lacio y raleante, su espalda arqueada por una evidente falta de ejercicios abdominales —incluyendo los propios de las prácticas sexuales— y un par de verruguitas en la frente eran los rasgos físicos que destacaban. Le caracterizaban también una necesidad constante de aclararse la voz, por el mucho humo de tabaco negro que circulaba por su garganta, y la ropa barata y pasada de moda que vestía. No era de lo peor que había visto en su vida, le bastaba con compararse con sus siempre tan alabados cuñados, pero no pensaba que fuera el tipo de hombre que atrae a las mujeres guapas, ricas y ociosas que se pasean por los grandes almacenes a media mañana. Y vivir un día como si fuera el último no le daba derecho a cambiar la calabaza por la carroza, eso no estaba escrito en ninguna parte.

Se sintió realista y descartó la aventura amorosa. Pero aún quedaban muchas otras cosas por hacer, se animó.

Podía disfrutar de una buena comilona, de un paseo por el parque o por la playa, de un par de copas en alguna cafetería prestigiosa. De una tarde en el cine, de un corto viaje de ida y vuelta en tren, de una visita al aeropuerto. Podía comprarse una corbata cara, una camisa atrevida o unos zapatos americanos hechos a mano. Visitar un concesionario de coches de lujo y sentarse en un deportivo como si tuviera intención de comprarlo. Meterse en la capilla de un convento y escuchar los cantos de los monjes. Ir de putas. Visitar a su hermana o la tumba de su madre. Tomar una habitación en un hotel y quedarse todo el día en la cama viendo películas porno sin que nadie le molestara.

Podía escoger como posible último día de su vida un miércoles en el que su equipo de fútbol favorito jugara un partido de la Copa de Europa. ¿Por qué no la final? Con la cantidad de aviones que había, le daba tiempo a viajar a otra ciudad, incluso del extranjero, ver el partido y regresar. Pero su modesto equipo bastante hacía con no descender a segunda división, y eso de la Copa de Europa era un sueño que no alcanzaría ni viviendo decenas de miles de días, fueran últimos o no.

Pero no había que desesperar, quedaban muchas más cosas: nunca había ido a los toros, ni a la ópera, ni a las carreras de galgos, ni al hipódromo.

¿Dónde estaba el hipódromo más cercano?

¿Cuándo había sido la última vez que había ido al teatro?

¿Podía llevar a su mujer consigo o tenía que hacer las cosas solo?

¿Qué haría si lloviera? ¿Dejarlo para otro día?

No le apetecía practicar deporte, ¿para qué iba a reventarse el último día de su vida si tampoco iba a ver los resultados en forma de silueta estilizada?

Lo mejor, sin duda, sería descansar. Sentarse en una terraza tranquila y soleada a leer el periódico mientras desayunaba cosas prohibidas para una persona algo hipertensa y con exceso de colesterol: una ensaimada rellena de crema y un café con leche endulzado con el contenido de dos sobres de azúcar. Aceitunas rellenas, patatas bravas, berberechos y cerveza en el aperitivo. Para comer: entremés de morcilla frita, una paella de marisco regada con un buen vino y unas lionesas de postre. Café, copa y puro. Un whisky a media tarde y unos pescaditos fritos con una botella de fino a la hora de la cena. ¿Y luego? Una mala noche si finalmente el día no era el último.

Descartado también.

Todo aquello en lo que había estado pensando o era inalcanzable, o podía hacerlo cualquier otro día —y de hecho ya lo hacía de vez en cuando—, o no le gustaba. ¿Por qué no había ido nunca a los toros ni a la ópera? Porque no le gustaban. Odiaba las carreras de caballos hasta cuando daban un breve reportaje por televisión. Paseaba por la playa algún domingo. Comía paella más a menudo de lo que debía, y su médico se horrorizaría si supiera que se fumaba un purito cada día después de desayunar, plantado en la calle, frente a la puerta de su oficina, con cara de culpable por estar perdiendo el tiempo a causa de su vicio. El whisky le producía, invariablemente, una acidez de estómago espantosa. No usaba corbata y le avergonzaban las camisas chillonas. Había llevado a su hijo al aeropuerto a ver los aviones hacía menos de un mes, y a montar en un tren de cercanías la semana pasada. Mientras que lo de la aventura con la rica y desinhibida mujer de bandera lo podía seguir soñando fuera el último día de su vida, el penúltimo o cualquier otro: ese sueño le acompañaría siempre y nunca se haría realidad.

Miró el reloj, eran casi las ocho.

—¡Joder! voy a llegar tarde otra vez —dijo en voz alta.

—Te he dicho infinidad de veces que compres otro despertador, éste casi nunca lo oímos —contestó su mujer, con voz soñolienta.

Él reprimió las ganas de tirarle el maldito reloj a la cabeza: no quería perder más tiempo aún y quedarse sin su puesto de trabajo, sin su mujer y sin su despertador. Aquel no iba a ser el último día de su vida y no podía permitirse acciones de las que después tuviera que arrepentirse.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Cuando el dedo señala la luna... Wert, Mas y el ilusionismo


Cuando uno no quiere que la gente mire hacia un lado, no hay nada mejor que ponerle algo atractivo en el otro. Lo saben bien los ilusionistas, y también los políticos. Quienes no lo sabemos tanto somos el público en general, de lo contrario no existirían ni los unos ni los otros, y quedarnos sin ilusionistas sería una pena.

Ahora, en Cataluña, tenemos varias actuaciones ilusionistas de nuestros políticos que gozan de mucha aceptación, todas ellas ponen el catalán y la independencia en el lado haca el cual quieren que miremos, mientras que por el otro lado hacen progresar las medidas que nos retrotraen al siglo XIX.

El ministro Wert elabora un anteproyecto de ley para desmontar el sistema educativo público y nuestros políticos catalanes nos hacen mirar hacia la merma del catalán en las escuelas mientras intentan que todas las otras medidas pasen sin hacer ruido:

  • La reaparición de la asignatura de religión como asignatura evaluable, con su inherente componente acientífico y fomentador del miedo y la docilidad.
  • La pareja eliminación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, sustituida por una oscura asignatura de Valores Culturales o Éticos (según la etapa).
  • La relajación de los criterios para subvencionar escuelas privadas concertadas, incluyendo la segregación por sexos, con lo que ya no será un obstáculo para que los colegios del Opus Dei puedan obtener subvenciones mientras fomentan la discriminación de la mujer
  • La llamada libertad de elección de centro, que no es sino otra manera de favorecer los intereses de las escuelas privadas concertadas.
  • La otra segregación, la conseguida a través de reválidas e itinerarios cada vez más tempranos y encasilladores
  • el paso antidemocratizador en la gestión de los colegios públicos, con la relegación de las funciones del consejo escolar y la potenciación del director, nombrado por la administración
  • La definición de la educación como el motor que promueve la competitividad de la economía , como si nada más importara en la formación de las personas


Todo ello tiene como fin el hundimiento del sistema público de educación, de forma que quienes no tengan dinero para pagarse un colegio privado acaben con un nivel educativo de mucho menor nivel y no puedan aspirar a buenos trabajos, que quedarán reservados para quienes parten con la ventaja económica: es el fin de la igualdad de oportunidades.


Pero los políticos catalanes quieren centrar la atención en si hay más o menos horas de catalán o en si ellos pueden decidir un mayor o menor porcentaje de materias. Es su truco de ilusionista, porque el objetivo de Convergència i Unió es el mismo que el del Partido Popular, pero en catalán y manteniendo ellos el poder, porque entre ellos no hay diferencias ideológicas, sino pura lucha por el poder político.
Mientras tanto, el poder económico respira tranquilo, porque sabe que con estos juegos artificiales, con estas maniobras ilusionistas, ellos van ganando terreno mientras que los cada vez más empobrecidos ciudadanos salimos a la calle a gritar que preferimos que nos roben en catalán.