jueves, 7 de enero de 2010

Escudos en las aulas

Érase una vez un colegio en cuyas aulas se habían colgado escudos del Fútbol Club Deportivo porque el director era socio y gran seguidor de ese equipo. Hacía muchos años que los escudos pendían de aquellas paredes, tantos que ya se habían descolorido y parecían formar parte del mobiliario, también desgastado; muchos alumnos ni siquiera reparaban en ellos, quizá porque les resultaban muy familiares, ya que la mayoría de sus padres eran seguidores del mismo equipo y los veían a menudo en sus propias casas; y también porque los tiempos estaban cambiando: la televisión cada vez tenía más canales con los que entretener, los centros comerciales se habían convertido en centros de ocio y el fútbol, contra todo pronóstico, había dejado de interesar.
Los escudos de las aulas languidecían, pues, entre la indiferencia de los alumnos, a quienes el fútbol les parecía un entretenimiento del pasado, y la desmemoria de los padres, que ya no recordaban que estuvieran allí. Hasta que un día llegó un nuevo alumno, procedente de otra ciudad, ataviado con una camiseta del Fútbol Club Deportividad. Y se armó un buen revuelo, porque los otros alumnos explicaron en sus casas lo que había sucedido, en tanto que los profesores se lo contaron al director que, aunque bastante más viejo y achacoso, seguía siendo aquel que había instalado el escudo del Fútbol Club Deportivo en las aulas.
A partir de entonces, algunos alumnos empezaron a acudir al colegio enfundados en las camisetas de sus equipos favoritos y, también contra todo pronóstico, resultó que había una gran variedad, porque además de los del Deportivo y del Deportividad se veían también, entre otros, los colores del DxT, Deportes, Sportif y Sports. El director, por su parte, harto de que quienes él consideraba unos arribistas pretendieran usurpar el lugar que legítimamente le correspondía a su club, el de toda la vida, el que sin duda le era propio al pueblo en el que jugaba, mandó restaurar los escudos de las aulas, que en unos pocos días recuperaron su antiguo esplendor.
Al ver de nuevo tan brillantes los escudos del Deportivo en las aulas, los seguidores de los otros equipos reclamaron que se colgaran también los suyos, pues sintieron que se vulneraba su derecho a tenerlos: ¿por qué sólo uno y no todos?, decían. Hubo discusiones, manifestaciones y toda clase de opiniones en los medios de comunicación, pero no se llegaba a ningún acuerdo.
Se trató entonces en el pleno del ayuntamiento, donde el presidente del Fútbol Club Deportivo, que también era concejal, argumentó lo mucho que el pueblo debía al club, puesto que los partidos contra los equipos forasteros cohesionaban a los vecinos, juntos contra el enemigo. Las victorias eran motivo de celebración y orgullo para el pueblo, todos unidos. Y no dejó de recordarle al alcalde aquellas elecciones ganadas justo después del ascenso del equipo a la categoría superior, ni su condición de socio honorario, que le permitía ver los partidos gratis y desde la tribuna. ¿Le podían ofrecer lo mismo los demás equipos, que no tenían su sede allí y eran minoritarios?
El alcalde, a su vez, le espetó al presidente que cada año salía un buen dinero de las arcas municipales para subvencionar al Club, sin el cual no podría sobrevivir, porque sus gastos y fichajes no se cubrían con lo poco que recaudaban, puesto que su flojas últimas temporadas no animaban a los espectadores a acudir al campo.
Se enemistaron vecinos que habían sido amigos toda la vida, porque descubrieron que sus simpatías deportivas no eran las mismas. Se arrojaron piedras a las ventanas de algunas casas de equipos poco conocidos, porque se les acusaba de querer llevarse a los mejores jugadores del Deportivo. Hasta hubo varias agresiones, que sólo por casualidad no causaron ningún muerto, tan violentas fueron.
El alcalde y el presidente del club, desbordados y sin poder tampoco ellos ponerse de acuerdo, apelaron al gobernador, que dijo que sí, que no y que todo lo contrario, lo que dio argumentos a todos los bandos y no contentó a nadie.
Hasta que finalmente, un día, los alumnos del colegio decidieron que había que acabar con aquello: llevaron los escudos de las aulas hasta la plaza mayor, arrojaron encima las camisetas de sus equipos y prendieron fuego a todo aquello que estaba sacando de quicio a los mayores, ante la atónita mirada del pleno municipal, reunido por enésima vez para discutir y no alcanzar acuerdos. Luego los alumnos regresaron al colegio, de cuyas paredes nunca más colgó ningún escudo y al que nunca más nadie acudió con una camiseta de un equipo de fútbol. Y allí fueron felices y aprendieron matrices.
Y colorín colorado, este cuento podría haber acabado.

lunes, 4 de enero de 2010

Artículo. Siempre a medias

Una vez le pidieron al historiador Ramón Carande que definiera España en dos palabras. "Demasiados retrocesos", fue su magnífica respuesta, difícilmente superable ni escribiendo una historia de España en varios tomos.
Y es que tal vez sea esa la causa de muchos de los males que nos aquejan: andamos siempre replanteándonos si somos o una nación o varias, si Catalunya debe dividirse en provincias o vegueríes, si queremos una monarquía o una república... en fin, un montón de cosas que a un francés o a un estadounidenses le producirían risa o pánico plantearse. Y, claro, comos gastamos nuestras energías en materias borrosas que debieran haber quedado establecidas hace dos siglos y haber permanecido inmutables desde entonces, no nos quedan fuerzas para ocuparnos de otros asuntos menos baladís y más concretos como, pongamos por caso, una ley educativa única, perdurable, efectiva y alejada de vaivenes políticos y nacionalistas.
Bueno, pues a todo ello hay que sumarle ahora ese titubeo constante y esas ganas de agradar a todos (con lo que consigue no agradar a nadie) de nuestro actual gobierno, que lo deja todo a medias y da pie a todos los opositores a ponerse gallitos y enfrentársele con suma facilidad.
Y de entre todas estas decisiones que no son ni una cosa ni la otra ni la contraria, destaca la ley antitabaco.
Si cuando se promulgó la primera ley se hubiera prohibido fumar en todos los recintos cerrados, haría tiempo que ya nadie hablaría de ello, como no se habla ya de que no se pueda fumar en los aviones o en los hospitales, por ejemplo (donde, hay que recordar, antes también se podía fumar). Pero, claro, había que contentar a todo el mundo y al parecer no había forma mejor que dejar que fueran los propietarios de los bares quienes decidieran qué se hacía en sus locales, convirtiéndolos así en legisladores por delegación. Impresionante ejemplo que debería figurar en los mejores manuales de teoría política.
Y, a remolque de sus quejas, cualquier gobiernito autonómico opositor se crece y se siente con fuerzas suficientes para enfrentarse al gobierno, apelando ya sea a la sacrosanta libertad del fumador o a la no menos sacrosanta voluntad de negocio de los propietarios de bares, aunque dejando de lado la libertad de los no fumadores y la de los empleados de los bares, por ejemplo.
No recuerdo quién decía que el nacionalismo se cura viajando. Y no es lo único que se cura, añado. Seguramente toda esta gente que apela al apocalipsis barístico si se prohibe fumar en su interior no habrá estado en, digamos, New York o Londres. Allí no se puede fumar en ningún recinto cerrado y los bares y restaurantes están tan llenos como siempre.
Claro que allí no les dieron opción a ponerse gallitos: se promulgó la ley y a cumplirla. Porque, por un lado, es una ley sanitaria, que protege a todo el mundo (fumadores o no) de espacios rebosantes de humo y peste; pero por la otra no es una ley que prohíba a nadie entrar a tomarse un café o una copa en ninguna parte. De esto último ya se ocupa la Generalitat de Catalunya, siempre atenta a cuidar de sus retoños, a los que prohibe las happy hours y otras ofertas alcohólicas, no fueran a hacernos daño... pero esa es otra historia.