sábado, 24 de mayo de 2008

Relato. Benchmarking

Carlos trabajaba como informático en una agencia de viajes. Se encargaba de que todos los ordenadores de la oficina funcionaran como es debido, de actualizar las versiones de sus programas y de mantener la web de la agencia, un medio que cada vez tenía más protagonismo y que estaba empezando a crear un cierto malestar entre sus compañeros, temerosos de que Internet acabara con sus empleos. Además, desde hacía poco, le habían encomendado también la tarea de navegar por la red para buscar productos de la competencia y copiarlos si a sus jefes les parecían buenos. Ellos lo llamaban hacer benchmarking y lo consideraban algo novedoso e importante para la buena marcha del negocio y Carlos se lo pasaba bien buscando destinos cuanto más desconocidos y arriesgados mejor y adaptándolos después para colgarlos en la página de su empresa.
La agencia estaba situada en un buen barrio y, con la creciente moda de viajar al extranjero por vacaciones, había ido prosperando, lo que había permitido a sus dueños trasladarla, desde el minúsculo e irregular local en el que estaba, a uno mucho más amplio, en una calle mejor y con unos cuantos metros más de fachada a la calle. Con el cambio, Carlos había pasado de tener su mesa en un altillo ciego y aislado (el lugar del informático, lo llamaban todos) a ocupar un sitio junto a un amplio ventanal, con cristales de arriba abajo, de los que permiten ver desde el interior pero que desde el exterior casi parecen espejos. Algo que había sido muy comentado por sus compañeros y considerado un premio y una buena colocación hacia un ascenso.
El horario de Carlos era distinto al del resto de los empleados de la agencia. Él tenía que llegar a las ocho, conectar los ordenadores y revisar que todo estuviera a punto para que, cuando llegaran sus compañeros, a eso de las nueve, pudieran empezar a trabajar de inmediato, sin demoras. Si no había versiones que actualizar ni problemas que arreglar, este trabajo no le llevaba más que un cuarto de hora, puesto que sólo había diez ordenadores en la oficina, de modo que solía disponer de cerca de cuarenta y cinco minutos de tranquilidad hasta que aquello se llenaba de empleados, teléfonos sonando, tontas urgencias técnicas que atender y clientes gritones que se emocionaban como niños ante la perspectiva de tumbarse en una playa con palmeras y una piña colada en la mano. Por eso, sus jefes, sabedores de que su cantidad de trabajo era irregular e inversamente proporcional a la existencia de problemas informáticos, le habían encargado el benchmarking, que era su principal ocupación durante esos minutos ociosos.
Cuando el director y la subdirectora llegaban, algo más tarde que los demás, puesto que también eran siempre los últimos en salir, Carlos tenía la obligación de entregarles tres paquetes de viajes de la competencia que ellos no tuvieran en su catálogo. Si les parecían interesantes, él cumplía sus objetivos y obtenía un sobresueldo mensual. Era un buen trato, pues si algún día encontraba más de tres, podía acumularlos para días posteriores, y eso resultaba habitual, porque estaban en primavera y todas las agencias se dedicaban a programar nuevos destinos e inventar nuevas actividades para el verano. Sus webs echaban chispas de tantas novedades como aparecían: en un rato bien aprovechado, Carlos podía obtener las direcciones de una decena de viajes que su agencia no tenía.
El traslado al nuevo local se hizo durante un fin de semana, para no perder ningún día de actividad, y el lunes Carlos madrugó un poco más, para llegar temprano a la agencia y comprobar que todos los ordenadores estuvieran bien instalados y funcionaran a la perfección. La empresa de mudanzas había hecho un buen trabajo y, a las ocho de la mañana, ya lo tenia todo a punto y pocas ganas de buscar destinos exóticos que ofrecer a sus jefes, porque tenía un sobrante de lo que había encontrado la semana anterior: islas paradisíacas, desiertos inhóspitos, animales en peligro de extinción o países en guerra; la variedad era enorme y Carlos se sorprendía de que hubiera gente para la que visitar uno de esos sitios significara cumplir un sueño. Él, que se contentaba con pasar unos cuantos días en su pueblo natal que, eso sí, tenía playa y la suficiente cantidad de turistas como para pasarlo bien durante el verano.
Así pues, una vez lo tuvo todo revisado, dejó sobre la mesa de la subdirectora tres folletos que prometían experiencias apasionantes y únicas en Laos y Vietnam, sacó un café de la máquina y se sentó en su flamante nuevo puesto de trabajo con vistas a la calle. Todo un lujo, pues nunca antes había disfrutado de ese privilegio ni, sobre todo, de la extraña sensación que le producía ver sin apenas ser visto. Al rato de estar allí sentado, sorbiendo poco a poco un café, que siempre salía demasiado caliente y tenia que beber muy despacito, estaba ya embelesado contemplando lo que hacían los que pasaban por la calle, quienes, pensando que nadie les veía, se contemplaban en el espejo con naturalidad, dando los últimos retoques a su aspecto, ya fuera recién salidos de casa o a punto de llegar a sus lugares de trabajo.
Pasó un hombre joven, de unos treinta años, con el pelo repeinado y un nudo de corbata flojo y, en opinión de Carlos, demasiado grueso, a quien, sin embargo, su propio aspecto debió de gustarle, ya que sonrió con suficiencia y continuó su camino bien estirado. Pasaron dos chicas adolescentes, que se miraron juntas, se tocaron el pelo mutuamente, rieron, dijeron algo que Carlos no oyó, y siguieron andando sin dejar de reír. Pasó un hombre mayor (demasiado mayor para seguir trabajando, pensó Carlos), con un traje gris y un maletín rígido anticuados, que ni siquiera se miró al espejo que la agencia ofrecía gratis porque, supuso, conocía bien su aspecto, que no había cambiado en años, salvo en que había envejecido, y eso no era algo agradable de contemplar.
Pasó gente que no le llamó la atención, y personas a las que ignoró porque estaba mirando a otras, hasta que pasó una que eclipsó a todas las demás: una mujer de unos treinta y cinco años, diez más que él, pero cuyos estilo y figura le resultaron tan atractivos que estuvo mirándola hasta que desapareció de su vista, al doblar la esquina en la siguiente calle. Quedó tan fascinado por ella que miró enseguida su reloj, para ver la hora exacta y recordar así que a las ocho y cuarenta y dos minutos en punto tenía que estar cada día pendiente de la ventana, para no perderse el paso de aquella maravilla de la naturaleza que, al igual que el hombre mayor, no se había mirado al espejo, pero por motivos bien distintos, supuso: ella podía estar tan segura de sí misma que no necesitaba hacerlo, porque sabía que su aspecto era perfecto. Al menos eso es lo que pensó Carlos tras verla desfilar (más que andar) tan sólo a escasos dos metros de donde él estaba sentado: alta, estilizada, impresionantemente elegante con su vestido rojo y su chaqueta negra sobre la que caía una ondulada melena castaña que se movía con una cadencia tan sensual como no había visto antes.
Al día siguiente Carlos siguió mirando por la ventana con tranquilidad, porque todavía tenía benchmarking de sobra para la semana y ya había dejado sobre la mesa de la subdirectora las más excitantes aventuras en los más remotos desiertos asiáticos. Mientras se tomaba el café, no faltaron ni el joven del nudo grande, ni las adolescentes que comparaban sus peinados ni el hombre en edad de jubilación y, además, aparecieron nuevos personajes: la muchacha sudamericana que acarreaba la pesada la mochila de un niño revestido de marcas, la pareja que había pasado una de sus primeras noches junta y no paraba de darse besos y mirarse con ternura o el chico que paseaba con desgana a un perro viejo, que seguramente le habían regalado cuando era un niño y que ahora no sólo ya no le ilusionaba sino que se había convertido en una molestia que le hacía madrugar más de la cuenta.
Y, claro, volvió a aparecer ella: con su paso rápido y decidido, su cabeza alta y su pelo danzarín, vestida aquel martes con un traje de chaqueta a rayas, toda elegancia de nuevo. Otra vez desfiló sin girar la cabeza hacia la agencia ni un segundo, siempre con la mirada al frente, a por un mundo que era suyo, sin necesitar ayuda de nada ni de nadie, ni siquiera de la aprobación de Carlos, que se la hubiera dado con gusto.
El miércoles pasó algo semejante y el jueves también. Como ella era muy puntual y siempre desfilaba junto al ventanal a las mismas ocho y cuarenta y dos minutos, el viernes Carlos ya no pudo más y a las ocho y cuarenta salió a la calle, para esperarla y verla venir de frente, al natural. Allí permaneció hasta las ocho cincuenta, pero ella no pasó. Regresó, frustrado, a su puesto de trabajo y aún estuvo un buen rato mirando fijamente a través de la ventana, por si aquel día, por lo que fuera, se hubiera retrasado; pero su admirada mujer no dio señales de vida.
El lunes siguiente, a la hora esperada, ella volvió a pasar, como si el viernes nada hubiera ocurrido, como si no hubiera faltado a su cita. Atractiva y elegante igual que siempre, esta vez con un vestido blanco y una chaqueta roja, más veraniega que la semana anterior, dejó que Carlos la contemplara a aquella hora temprana, hasta que dobló la esquina y se perdió. Entonces Carlos se levantó y salió corriendo tras ella, pasó frente a su propio ventanal, sin mirarse, giró a la derecha, por donde ella lo había hecho, y estuvo a punto de chocar contra el niño revestido de marcas al que acompañaba la joven sudamericana, pero no vio ni rastro de la mujer que él quería encontrar. La muchacha sudamericana le recriminó su actitud, le dijo que ella era la responsable de que el niño llegara sano y salvo al colegio y que, si un salvaje lo atropellaba, ella se iba a quedar sin un trabajo que necesitaba para poder mandar dinero a su país, donde las cosas estaban muy mal y sus padres lo necesitaban. Abochornado, Carlos pidió perdón y regresó cabizbajo a su oficina, donde Ana, la única compañera que ya había llegado, le miró con asombro y le preguntó si se había vuelto loco.
Le sonrió forzadamente y no le contestó, pero pensó que, si bien no se había vuelto loco, tenía que reconocer que, al menos momentáneamente, lo estaba; por aquella aparición matutina que, dado que cada vez que se intentaba aproximar a ella se esfumaba, ya empezaba a parecerle tan irreal como los paraísos que prometían los folletos; folletos que, en aquel momento se dio cuenta, aquella mañana no había dejado sobre la mesa de la subdirectora.
El martes se dijo que tenía que dejar de mirar a la calle entre las ocho y cuarenta y las ocho y cuarenta y cinco, no quería verla pasar de nuevo, no creía en fantasmas y no quería quedar a merced de ellos. Optó por retrasar la hora de tomar su café y se dirigió hacia la máquina cuando el reloj marcaba el inicio del período prohibido. La máquina estaba al fondo del local, en una salita sin ventanas que había junto a los servicios, lejos de los ventanales, más o menos como él estaba antes del traslado. Allí se encontró con Ana, que volvió a preguntarle qué le había sucedido el día anterior. Carlos seguía sin saber qué contestar y optó por la mentira fácil: le dijo que había salido corriendo porque le había parecido reconocer a alguien, pero que se había equivocado. Ella le preguntó si no sería aquella mujer tan elegante del vestido blanco a la que había estado siguiendo con la mirada, embobado. Como respuesta, Carlos le mostró a su compañera un enrojecimiento hasta las orejas que desmintió su negativa verbal. Ana, mirándolo fijamente a los ojos, le dijo que no se preocupara, que todos teníamos amores imposibles, ella también, por supuesto, con George Clooney, what else? Y que había que saber distinguir entre ellos y los posibles, que a veces estaban más cerca de lo que uno imaginaba; tanto que quizá pasaban desapercibidos, por lo que había que estar atento, para no perderlos. Justo en aquel momento, aunque todavía eran las nueve menos diez, la subdirectora entró en la oficina y los vio. Inmediatamente ellos regresaron a sus puestos de trabajo, como si los hubieran pillado haciendo algo malo.
Entre unas cosas y otras, aquel martes Carlos tampoco había hecho su tarea de benchmarking y la subdirectora lo llamó a su despacho a las nueve y cinco. ¿Qué pasaba que cada día de la semana anterior había preparado puntualmente sus folletos y aquella semana no le había entregado ni uno todavía? Las excusas de Carlos no tuvieron mucho de original pero, como las utilizaba por primera vez, surgieron efecto: algún problema en los ordenadores, que le había dejado menos tiempo para buscar; y más dificultad en encontrar propuestas interesantes, porque cada vez quedaban menos que no hubieran incorporado ya a su catálogo.
La subdirectora se levantó de su sillón, se colocó tras la silla en la que estaba sentado Carlos, apoyó sus manos en los hombros de él y le preguntó si no andaría enamorado y, por lo tanto, un poco despistado. Carlos enrojeció de nuevo y dijo que no, que para nada, y la subdirectora le dijo que eso estaba bien, porque a veces los hombres se enamoran de chicas jóvenes que tienen la cabeza a pájaros y que, en cambio, ignoran a las que les llevan algunos años y pueden enseñarles unas cuantas cosas que ellos todavía ignoran. Luego le invitó a un café que él, aunque acababa de tomar uno, aceptó.
Estuvieron unos cinco minutos junto a la máquina, durante los cuales la subdirectora le contó que estaba un poco saturada de tanto trabajo, que no le quedaba tiempo para vivir y que eso no era bueno, que tal vez estaría bien organizar una salida con algunos de los compañeros, no todos, por supuesto, sólo lo que nos caigan bien, añadió, guiñándole un ojo. Entonces llegó el director y Carlos y la subdirectora se dirigieron enseguida hacia sus lugares, él otra vez como si hubiera hecho algo malo, y ella con cara seria, como si hubiera estado tratando algún asunto importante, pero el director la llamó mientras ella iba camino de su despacho y ambos entraron en el de él y cerraron la puerta.
En cuanto Carlos hubo regresado a su mesa, se le acercó Enrique, otro de sus compañeros, que tendría unos cuarenta años y llevaba más de diez trabajando en la agencia: quería saber de qué había estado hablando con la subdirectora. Carlos le dijo que de los folletos, pero Enrique se mostró extrañado de que hubieran hablado de eso mientras tomaban café, porque a ella le gustaba mantener las distancias y no solía confraternizar con los empleados, y que si no había nada más que él quisiera explicarle sobre la conversación. Carlos insistió en que sólo habían hablado de los folletos y Enrique le dijo que mejor así, que no se hiciera ilusiones, porque ella debía de ser diez años mayor que él y que, si a las mujeres no les gustan los de su misma edad, porque les parecen niños, ya podía irse imaginando él lo que pensaban sobre los que todavía lo son y creen tener alguna oportunidad invitándolas a café. Carlos no le dijo que el invitado había sido él, le contestó que no se hacía ilusiones de ningún tipo porque nada pretendía, pero que de todas formas le agradecía el consejo, viniendo de una persona mucho más vivida que él. Entonces Enrique le preguntó que, si por casualidad, la subdirectora no le había dicho tampoco nada de ascensos. Carlos volvió a negar que hubieran tratado de otras cosa que no fueran los folletos y cómo organizarlos en la web, y Enrique aprovechó para repetir el consejo, aunque esta vez aplicado al mundo laboral. Carlos se lo agradeció de nuevo y regresaron a sus mesas.
Al rato, el director, que había terminado su corta reunión con la subdirectora y había salido de su despacho a tiempo de ver cómo Enrique y Carlos terminaban la suya, se acercó también a la mesa de éste y le invitó a otro café, al que tampoco se pudo negar, viniendo la invitación de quien venía. Ante la máquina, el director le advirtió acerca de Enrique, una persona amargada por no haber podido ascender en la empresa y capaz de levantar falsos testimonios contra la dirección por el simple hecho de no formar parte de ella. Luego le dijo que sabía que él, en cambio, estaba haciendo muy bien su trabajo, tanto el de informático como el novedoso del benchmarking, que era algo delicado que no hubiera podido encargar a cualquiera. Que siguiera así, dedicándose a lo suyo, y que no prestara oídos a los cizañeros que siempre hay en una oficina y que no buscan más que estropear el buen ambiente que la dirección intenta crear. Que, continuando por el buen camino, su esfuerzo se vería, más pronto que tarde, recompensado.
Eran las diez de la mañana y Carlos se había tomado ya tres cafés, de modo que cuando Isabel, que se sentaba en la mesa de al lado, le preguntó si quería tomar uno, él contestó que no, que ya había tomado muchos y que uno más le sentaría mal. Entonces Isabel le dijo que, claro, como no era el director ni la subdirectora sino una simple compañera, él no quería saber nada de ella, porque sólo le interesaba hacerles la pelota a los jefes, a ver si caía algún premio en la próxima lotería de ascensos. Carlos insistió en que era verdad que ya había tomado tres cafés en apenas hora y media, pero que si quería la acompañaría hasta la máquina y se bebería un vaso de agua mientras ella se lo tomaba. Isabel le replicó que sólo había tomado dos, nada menos que con el director y la subdirectora, que lo había visto muy bien con sus propios ojos, pero Carlos le explicó que, a primera hora, antes de que ella llegara, ya había tomado uno con Ana, que se lo preguntara a ella si quería. Entonces Isabel se puso hecha una furia y le dijo que se anduviera con cuidado con Ana, porque, con esa pinta de mosquita muerta que tenía, embaucaba a todos los hombres que se cruzaban en su camino, y que lo mejor que podía hacer era ignorarla si no quería verse utilizado y después tirado a la cuneta. Luego le dijo que ya no le apetecía para nada el café, dio media vuelta y regresó a su mesa.
La mosquita muerta no tardó ni dos minutos en acercarse a la de Carlos, a preguntarle si tenía algo con Isabel y si habían hablado mal de ella, porque los había visto cuchicheando y mirándola y eso siempre era señal de hablar mal de aquella persona a la que se mira. Carlos le dijo que no, que sólo la había mencionado porque Isabel le había ofrecido un café y él le había dicho que ya había tomado uno con Ana, o sea, con ella. Y ella le dijo que no se fiara ni un pelo de Isabel, porque era una envidiosa capaz de sacarle los ojos a alguien si no le prestaba la atención que ella reclamaba; que en cuestión de cuatro meses había tenido cuatro novios, porque no había quien la aguantara, y que esperaba que él no fuera tan tonto de enredarse en su tela de araña venenosa; vamos, que no fuera tan estúpido de quedarse con la peor, habiendo oportunidades mucho mejores a su vista y alcance. Luego dibujó una amplia sonrisa, le propuso comer juntos y él, sin pensárselo ni un instante, aceptó.
Con tantos cafés y tanta conversación, a Carlos le entraron unas tremendas ganas de mear, de modo que se levantó y se dirigió a los servicios. Estaba orinando en el mingitorio cuando alguien se acercó por detrás, le empujó por la espalda y casi le hizo golpearse la cabeza contra la pared y mojarse los pantalones con la pérdida del equilibrio. Se giró y vio a Ricardo, otro de sus compañeros, aficionado a los gimnasios y experto en Estados Unidos y Canadá, un destino de moda por la subida del euro, que le estaba propulsando a él también a la gloria dentro de la oficina, dados los muchos clientes que conseguía. Carlos sonrió sin ganas por lo que consideró una broma de dudoso gusto y protestó por el empujón, porque podría haberse hecho daño. Pero Ricardo lo miró fijamente, le puso la mano en el hombro y le dijo que aquello no había sido nada comparado con lo que le pasaría si no dejaba de atosigar a Ana. Carlos intentó explicarle que él no había atosigado a nadie, que simplemente habían quedado para comer, a petición de ella. Entonces Ricardo le dijo que no se confundiera, que era él quien iría a comer con ella, tal como hacían siempre, y que pobre de Carlos si osaba interponerse. Y que, por su propio bien, procurara encontrar una buena y creíble excusa que contarle a Ana, le recomendó, antes de dar media vuelta y entrar en el recinto cerrado donde estaba el váter.
Cuando Carlos regresaba a su puesto de trabajo, pálido y algo tembloroso, creyó que el susto le había alterado la percepción, porque se topó de frente con ella, con la mujer elegante, con su aparición matutina, que acababa de entrar en la agencia y, sin saber hacia dónde dirigirse, se había encaminado hacia la única persona que había visto de pie. Le pareció más alta que las veces que la había visto desfilar junto a su ventana, incluso un poco desgarbada, como con cierta falta de equilibrio. Ella le preguntó que quién podía atenderla y su voz le sonó extraña, como de hombre. Carlos pensó que quizá se tratara de un transexual. Trató de sobreponerse a tantas impresiones como llevaba encima aquella mañana y le preguntó a su vez qué destino le interesaba. Ella contestó que la Manga del Mar Menor y Carlos no dudó en señalarle la mesa de Ricardo, vacía, porque él todavía no había regresado de los servicios, y le dijo que se sentará allí, que enseguida la atendería el compañero especialista en playas del Mediterráneo. Pero ella se preguntaba por qué no podía atenderle él, que estaba allí y no parecía estar ocupado. Porque él era el informático, no un comercial, alegó Carlos. A ella no le importaba, los informáticos le gustaban, tenían un punto de locura y otro de misterio que la atraían mucho.
Justo en aquel momento apareció Ricardo, que se acercó a la pareja y le dijo a Carlos que no entretuviera más a la señorita y regresara a sus quehaceres, que él se encargaría de ofrecerle lo que ella necesitaba. Carlos le explicó que era precisamente lo que le acababa de decir. Ricardo, complacido, le dedicó una amplia sonrisa a la mujer, dijo que, efectivamente, fuera lo que fuera lo que ella anduviera buscando, él se lo conseguiría; después se dirigió a Carlos y le pidió que fuera a buscarle un café a él y, a la señorita, lo que ella deseara. La repuesta de Carlos, que consistió en levantar el dedo medio de su mano izquierda, no le gustó nada a Ricardo, que lanzó su puño directamente hacia su cara, a la que habría llegado con toda su fuerza de gimnasio de no haber sido porque la mujer, rapidísima de reflejos, le desvió el brazo. Al no encontrar una superficie que frenara su impulso, Ricardo se desequilibró y fue a parar sobre la mesa de Isabel, golpeando su pantalla, que cayó sobre el pie derecho de una señora mayor que estaba contratando un Camino de Santiago a pie, con soporte logístico para la mochila y las pernoctaciones. La sangre brotó de forma inmediata y la mujer se puso a chillar de dolor.
Al oír el alboroto, el director salió con rapidez de su despacho, remetiéndose un faldón de la camisa, y tras él lo hizo la subdirectora, abrochándose los botones superiores de la suya, pues al parecer estaban teniendo otra reunión. Ana dijo que ya había llamado a una ambulancia. El director se acercó enseguida a la señora mayor, que seguía aullando. Cuando vio esparcidos por el suelo varios prospectos sobre el Camino de Santiago, la pantalla despanzurrada junto a ellos y se dio cuenta de que aquel pie sangrante y deformado tardaría meses en sanar, supo que tendrían una reclamación y que aquello les iba a costar caro. Miró a Ricardo, que al parecer se había dislocado el brazo, porque estaba sentado en el suelo, ahogando gritos de dolor, mordiéndose los labios como si quisiera comérselos. Luego dirigió su mirada hacia Isabel, buscando una explicación. Pero Isabel lloraba y no era capaz de transmitirle ninguna información que le sirviera. Miró entonces a su alrededor: todos se habían levantado, empleados y clientes, y formaban un corro que contemplaba la escena.
Nadie se dio cuenta de que Carlos y su aparición ya no estaban allí. Y a él nadie lo echó en falta hasta un par de horas más tarde, cuando todo recobró la normalidad e Isabel necesitaba una pantalla nueva para poder seguir trabajando.
No lo vieron nunca más. Ricardo admitió que se habían peleado por culpa de Ana, pero no mencionó a ninguna mujer alta que hubiera entrado en la agencia. Tampoco Isabel, que dijo que, mientras atendía a la señora del Camino de Santiago, había visto de reojo cómo discutían los dos, junto a la entrada, y que Carlos había empujado a Ricardo, y que éste había caído sobre su mesa, causando, de forma involuntaria, todo el estropicio.La señora del Camino consiguió una indemnización de dieciocho mil euros y un viaje a Nueva Zelanda, para poder hacer senderismo por el Milford Sound, durante el siguiente mes de febrero. Isabel y Ricardo salieron juntos un par de meses, hasta que él decidió que prefería dedicar todo su tiempo libre a hacer pesas en el gimnasio. El director y la subdirectora se divorciaron de sus respectivas parejas, que habían recibido sendas llamadas de un hombre que afirmó que, cumpliendo con su deber de hombre honrado y enemigo de engaños, tenía que informarles de que les estaban poniendo los cuernos. Dicha información llegó también a los máximos responsables de la empresa, que decidieron despedir a la pareja adúltera, para dar ejemplo. En su lugar nombraron directora a Ana y subdirector a Enrique, que no tardó en orquestar una campaña contra la nueva jefa, a la que acusaba de haber ascendido de forma inmerecida y no por méritos laborales precisamente. Como los demás ya lo conocían y no le hacían caso, Enrique dedicó todos sus esfuerzos a tratar de convencer al nuevo informático, un chico callado al que le encantaba mirar por la ventana, sobre todo a primera hora de la mañana, cuando los demás todavía no habían llegado y nadie lo controlaba mientras se dedicaba al benchmarking.

jueves, 8 de mayo de 2008

Artículo. Con el dinero de los demás

Ayer los periódicos publicaban la noticia de que el gigante bancario suizo UBS deberá recortar hasta 5.500 puestos de trabajo en un año tras las pérdidas de casi 11.000 millones de dólares ligadas a los préstamos "subprime".
En primer lugar llama la atención este eufemismo de utilizar recortar en lugar de despedir, que es de lo que se trata, pero, sobre todo, resalta la utilización del verbo deberá, como si despedir empleados fuera una obligación o la única solución para la supervivencia del banco.
No he leído que ningún directivo deba dimitir por haber hecho unas inversiones (o mejor dicho, especulaciones) ruinosas, que han llevado al banco a la crisis en la que se encuentra. ¿Acaso eran estos 5.500 empleados quienes decidían en qué invertía el banco para el que trabajaban? No, y seguro que todo el negocio que ellos generaron ha sido positivo, pero serán ellos quienes paguen las consecuencias de una mala gestión.
También en España, los bancos han pedido al gobierno que invierta el dinero de la Seguridad Social en bonos y cédulas hipotecarias que ellos emitan, para poder así disponer de liquidez.
¿Y qué pasaría si algún banco se fuera a pique? Pues que quienes sufriríamos las consecuencias seríamos los españoles que aspiramos a tener una pensión digna después de toda una vida trabajando. No recuerdo que cuando los bancos proclaman sus quasi indecentes beneficios año tra año, cada vez más altos, digan también que van a hacer una dotación extraordinaria a la caja de la Seguridad Social.
Y cuando nieva poco y las estaciones de esquí no ganan tanto como esperaban, les falta tiempo para pedir subvenciones. Y los campesinos cuando la cosecha no va bien. Y los hoteleros de la playa cuando llueve. Y un largo etcétera de gremios que, en lugar de pagarse ellos una prima de seguro, pretenden que sea el Estado quien se la financie gratis.
Eso sí, la culpa de todos los males la tienen los salarios; incluso después de que ya haya quedado lo suficientemente claro que, año tras año, pierden poder adquisitivo.

jueves, 1 de mayo de 2008

Artículo. Zaplana, made in China

El País del pasado 29 de abril publicaba una noticia sobre el descubrimiento de una fábrica en China que fabricaba banderas que simbolizan la independencia del Tíbet.
Hay un viejo y conocido eslogan periodístico que dice que no es noticia que un perro muerda a un hombre, pero sí que un hombre muerda a un perro. Es decir: es noticia aquello que se sale de lo normal.
Por eso me ha extrañado que un periódico haya considerado noticia el hecho de que exista un producto made in China, simbolice lo que simbolice; como si a estas alturas alguien tuviera el más mínimo reparo en fabricar lo que sea mientras obtenga beneficio a cambio. Lo mismo que no sería noticia conocer en qué negocios invierte su dinero el Vaticano: sean cuáles sean no deberían sorprendernos; o que el gobierno de Estados Unidos, cuyo ejército pasa por ser el más poderoso del mundo, subcontrate el mantenimiento de la seguridad de Irak a una compañía privada; o que algún político español abandone el puesto para el que fue elegido por los ciudadanos para pasar a ocupar un cargo directivo (con salario astronómico) en una compañía privada, sin que se le conozca la más mínima experiencia en el ramo al que dicha compañía se dedica.
...Como tampoco debería llamarnos la atención que haya quien se oponga con todos los medios a su alcance a que se impartan asignaturas como la de Educación para la ciudadanía, porque, mientras aprendamos revelaciones divinas incuestionables y no ética, derechos y deberes de este mundo, seguiremos acatando sin chistar estas renuncias a responsabilidades adquiridas y no cuestionaremos que, aquellos que fueron elegidos para servir a su país, cuando ven que los vientos soplan en contra de sus intereses, huyan rápidamente para cuidarlos y prescindan de las obligaciones a las que sus promesas los vinculan.