miércoles, 24 de diciembre de 2008

Artículo. En la muerte de un escritor

Ha muerto un escritor. Es una frase sencilla, y sin embargo no es algo que pueda decirse de la mayoría de los que andan por ahí escribiendo, ganando premios y opinando sobre cualquier cosa. Era joven, tenía sólo 45 años, pero lo llevaba dentro, como esos grandes escritores del siglo XX, grupo al que él, sin duda, pertenecía.
Su fallecimiento ha ocurrido a finales de 2008 y su mejor novela fue la que publicó a principios de este mismo año, bien aposentada ya la nueva centuria, pero Francisco José García Hortelano (Francisco Casavella) era un escritor del siglo pasado, de mediados del siglo pasado quizá. Como Hemingway, Burroughs y tantos otros que simultanearon sus vidas reales con los personajes que ellos mismos crearon.
García Hortelano también tenía su personaje, que nació oficialmente cuando decidió recurrir al seudónimo para firmar su primera novela. El motivo aparente era bastante creíble: sus apellidos coincidían con los de otro escritor español ya famoso, Juan García Hortelano, del que era gran admirador (le centelleaban los ojos cuando, en su primera juventud, hablaba de El gran momento de Mary Tribune), pero en el fondo lo que sucedía era que Francisco García Hortelano no tenía bastante con vivir una sola vida, porque la desbordaba.
Esa primera novela que Casavella firmó se titulaba, premonitoriamente, El triunfo, algo que su autor obtuvo ya desde la multitudinaria presentación del libro en uno de los locales más de moda de la Barcelona preolímpica. A partir de entonces todo le sucedió a velocidad de vértigo: designado insigne miembro de la Generación X por la varita mágica de alguna de las hadas de la posmodernidad (algo que Francisco José García Hortelano celebraba especialmente porque, decía, con su siempre ácido sentido del humor, le había comportado un gran éxito con las mujeres), Casavella obtuvo el reconocimiento y el crédito suficientes para que le fuera permitido escribir en tribunas de culto como El País y pudo vivir dedicándose a lo que más le gustaba hacer.
Y eso que no era poco lo que le gustaba porque, como al clásico Terencio, nada humano le era ajeno, aunque suene pedante: es imposible escribir buenas historias si no se posee este don, del que García Hortelano andaba sobrado y que le permitía vivir sus variadas vidas al tiempo que devoraba música, libros, cine o televisión. Sus opiniones no eran nunca infundadas y sus conocimientos raramente eran parciales: todo lo vivía con auténtica pasión y lo absorbía.
Era de esas escasas personas que hacen cobrar vida a la ficción, que cuando hablan de una novela diríase que conoció a los personajes, que cuando ven una película viven dentro de la historia. Uno de esos privilegiados que entienden lo que un autor ha querido decir aún sin él mismo saberlo. Y así trataba también la vida real, esa que a menudo nos ofrece argumentos tan inverosímiles que quien no los vive es incapaz de creerlos: apasionado a la vez que analista, profundo a la vez que trivial, divertido a la vez que trágico. Humano. Complejo.
Aficionado al reggae, no le hacía ascos a los melodramáticos boleros, aunque prefería, sin duda, los trágicos lamentos de Héctor Lavoe; fiel seguidor del lunático Jonathan Richman, lamentaba la comercialización de un Bowie que no era de su generación pero al que conocía perfectamente; estaba junto al escenario la primera vez que Bruce Springsteen actuó en Barcelona, cuando la mayoría de sus fieles seguidores de ahora no sabían quién era; reivindicó la rumba de los gitanos de Gracia (algunos de los cuales actuaron en la presentación de El triunfo) mucho antes de que emergieran efímeramente y fue leal a Gato Pérez hasta que desapareció, como él mismo años después, encaramado al éxito.
Engullía libros con la misma fruición y desorden con los que digería películas: yo no le conocía ninguna afición por la historia cuando un día me pidió todo lo que tuviera sobre el siglo XVI español (no concebía términos medios y, visto lo que hizo años después con el XVIII, es una pena que no decidiera noverlarlo) y era capaz de descubrir la sabiduría de la obsesiva Blow up de Antonioni en la cutre Filmoteca de los ochenta cuando su generación vagabundeaba por la saga de La Guerra de las Galaxias pensando que eran películas filosóficas.
Era excesivo en muchas cosas, como en su propia escritura: su poco conocida novela Quédate (publicada después de El triunfo) es una especie de delirio inabarcable que años después ampliaría con otra sobredosis en tres tomos a la que llamó El día del Watusi. Por el camino había creado un par de parejas vampíricas: la de los dos hermanos de Un enano español se suicida en las Vegas y la de los protagonistas de Antártida: siempre esa dualidad, esa lucha entre dos, como él mismo y su personaje. Por eso le pudo dar a su última novela el título Lo que sé de los vampiros, porque sabía de qué hablaba. Esa fue su obra maestra, la que lo sentó en la sala de la fama respetada, la que lo apartó de generaciones pasajeras, lo instaló en el catálogo de novelistas de prestigio y lo acercó al gran público; todo a la vez, que no es poco y resulta bien difícil.
Quizá, por eso, el personaje Casavella estaba en ese punto en el que los buenos novelistas saben que tienen que poner fin a la historia, ese momento en el que el final es feliz no porque acabe bien sino porque deja al lector con ganas de más y lo atrapa para siempre, porque para siempre puede seguir viviendo en su cabeza. Tal vez el corazón de García Hortelano lo supiera y decidiera que así tenía que ser: lo malo es que no acabó sólo con el personaje, sino también con la persona.
Él lo ha disfrutado, quienes le tenemos en el recuerdo le echaremos de menos y quienes más le querían le llorarán, pero deberíamos alegrarnos por él, porque se ha ido en un gran momento, en su gran momento.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Artículo. Héroes y villanos

En este país en el que vivimos resulta difícil saber qué es lo que hay que hacer para convertirse en un héroe, pero parece que el camino más fácil y corto sea convertirse en un delincuente, dados los ejemplos que últimamente abundan.
No, no voy a hablar de Franco, aunque fuera un paradigma de lo que digo: un malhechor que se levantó en armas contra la legalidad establecida, al que sin embargo muchos consideran un héroe. Si un poderoso juez no ha sido capaz de convencer a la justicia para que se interese por ello, ¿qué voy a hacer yo con mi pobre blog?
Para coger un poco de bagaje histórico nos iremos a una figura más reciente y modesta: el famoso Dioni. El tipo, cuyos méritos son ser bizco y haberse escapado tras robar una furgoneta con dinero de su empresa, hace años que se pasea por diversos programas de televisión y es mencionado por numerosas figuras del medio (Buenafuente y Pablo Motos entre ellos), siempre con tanta admiración y cariño que, quienes no conozcan su historia, pensarán que se están refiriendo a alguien que ha rescatado a un niño de morir ahogado o al último ejemplar de lince ibérico de ser cazado por algún desaprensivo.
Ni que decir tiene que el dinero que el Dioni robó, nunca se recuperó. O sea, que se quedó con el botín, o sea, que sigue siendo un delincuente.
Por orden de aparición en la historia criminal, vendría después el famoso Luis Roldán. Impresionante personaje, debo reconocerlo. Alguien que es capaz de conseguir un alto cargo en un gobieno socialista, aparentando tener una carrera que nunca tuvo, ya tiene su mérito. Claro que, para ser un alto cargo, no deben de ser necesarias las famosas fotocopias compulsadas que nos piden a los demás, porque supongo que quedaría mal: se busca Director General de la Guardia Civil, envíenos su currículum, no olvide las fotocopias compulsadas de sus títulos y ya le avisaremos.
No me viene a la memoria quién lo fichó y no quiero dármelas de superlisto, pero recuerdo que, en el glorioso año de 1992, yo colaboraba en la pruebas hípicas de los juegos olímpicos de Barcelona. Unas de ellas se celebraban en el Montañá, una zona boscosa a unos cuarenta kilómetros de la ciudad, adonde un día acudió Roldán en helicóptero. Recuerdo verlo descender, con su aspecto cazurro, su traje color crema y sus andares de engatusador de feria o de guardaespaldas de mafioso y que pensé ¿este hombre es el Director General de la Guardia Civil? Lo era, pero puedo asegurar que yo, que soy un prejuicioso de cuidado, jamás lo hubiera nombrado. En fin, ya sé que es fácil ser profeta del pasado, pero es lo que sentí en aquel momento.
Luego, ya lo sabemos, se descubrió que robaba y el tipo montó un película de espías con gabardina y país exótico incluidos. Finalmente fue detenido, pasó unos años en la cárcel... y nunca devolvió el dinero que había robado. Ahora aparece en una cadena de televisión, explicando lo que le da la gana, disponiendo de una tribuna envidiable para cualquieer chorizo de poca monta y, por desgracia, de un montón de público que, quién sabe, puede llegar a pensar que el delincuente es un héroe, que supo enfrentarse al Estado y ganar... como ya hiciera Franco.
Y la cosa (como debe de tener audiencia, que es lo único que cuenta) parece haberse puesto de moda, porque anoche el personaje entrevistado fue otro delincuente: Julián Muñoz que, por lo que he leído en el periódico, no se considera un alcalde corrupto porque el juez todavía no lo ha determinado. Impecable razonamiento: ¿si hubiera asesinado a alguien no se consideraría un asesino hasta que el juez lo determinara? Los demás no debemos considerarlo como tal hasta que haya una sentencia, pero ¿él mismo no sabe si es o no un chorizo?
Muñoz ha dispuesto también de su plataforma mediática (como se dice ahora) para que los televidentes le cojan cariño, para que les dé pena su historia de enamorado de la tonadillera que parece haberle vuelto la espalda, ahora que él, víctima de un gran injusticia, más la necesita; para poder afirmar que Jesús Gil (este daría para varios libros) fue el mejor alcalde deMarbella; para poder decir que "no tengo ni una sola condena que diga que me he quedado con un solo euro de Marbella"; para ridiculizar, en fin, al Estado y la justicia.
Y, para acabar por hoy, no quiero dejar de mencionar al Farruquito (lo hago siempre que puedo). Este pedazo de artista tuvo la mala suerte de confundir los pedales de su coche (claro, el pobre no tenía carné, ¡cómo no iba confundirlos!), atropellar a un peatón (que murió), escapar a toda velocidad y tratar de colgarle el muerto (propiamente dicho) a su hermano, menor de edad.
Cuando fue descubierto y llevado a juicio, sus abogados hicieron cuanto pudieron para rebajar la indemnización a su viuda y para enviar a la cárcel a un periodista, acusándolo de haber insultado al gran artista. Mientras tanto, el pedazo de artista se hizo la víctima; su novia salía por la tele, llorando desconsolada... no por la muerte del peatón sino por lo mal que lo estaba pasando su pedazo de novio; su madre era entrevistada en las revistas y decía que sufría mucho... no por el muerto sino porque le estaban destrozando la vida a su pedazo de hjo.
Y el pedazo de hijo-novio-artista montó un bodorrio que ni la duquesa y siguió dando conciertos, con más público que antes, cuando pocos conocían su arte: el de bailar, no el de atropellar, con el que, finalmente, se ha hecho famoso y ha alcanzado la honra de ser otro héroe nacional.
A su lado, ver a un Mario Conde envejecido, viudo, triste y espiritual me hace entrar ganas de montar un plataforma de apoyo a su candidatura al premio Nobel de la Paz.
Si ustedes me dan su apoyo económico para tan loable fin y yo me quedo con su dinero, ¿comprarán mis novelas que, entonces sí, encontrarán fácilmene un editor que las publique?)
Así lo espero. Ahora mismo voy a poneme a ello.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Artículo. Can we?

Obama ha ganado las elecciones en los Estados Unidos. Es una noticia excelente, que muchos esperábamos, hartos por una parte del discurso rambopublicano utilizado por su contrincante y encandilados con la impecable presencia del electo.
Y no me refiero sólo a su elegancia en el vestir o en las formas, a esa maravillosa forma que tiene de andar en mangas de camisa o enfundado en su habitual traje negro con corbatas de nudos perfectos (¿dónde aprenderán los estadounidenses a anudarse tan bien las corbatas? ¡Hasta los nudos de Bush son envidiables!), sino a su elegancia en el discurso, en sus eslóganes, en su impecable carrera, en su impecable vida.
Porque, hoy en día, una vida impecable es esa que reúne en sí misma el famoso melting pot americano, que, hoy por fin, llega al poder. Obama, nacido en una isla lejana, hijo de padre africano y madre americana que se divorciaron. Muerto él en accidente de coche, muerta ella de cáncer. Criado por su abuela en Chicago, estudiante en Harvard, casado con una brillante profesional, padre de dos guapas niñas, guapo él a su vez, inteligente, gran orador, carismático.
Además, cuenta con el apoyo del mundo entero. En plena campaña electoral fue recibido en Europa como si ya fuera el presidente y aclamado en Berlín por más gente de la que acude a un concierto de rock.
Lo tiene todo. Tiene tanto que, por momentos, parece un héroe de ficción, no un supermán sino uno de esos personajes íntegros que hubiera podido protagonizar James Stewart si hubiera sido negro y estuviera vivo y que no podrá protagonizar Denzel Washington porque Obama le ha robado el papel de su vida.
Y esa es la principal inquietud que podemos sentir ante el personaje, que no sea más que un gran actor con un excelente guión, porque da la impresión de que hacía ya meses que el mundo sabía que Obama sería el próximo presidente de los Estados Unidos.
La rudeza de la política americana durante los últimos ocho años ha sido tal que todo ha chirriado demasiado, haciendo que todos nos diéramos cuenta de que la maquinaria estaba herrumbrosa, tanto que ha acabado casi casi por pararse. Por ello, se necesitaba un buen tres en uno, alguien que engrasara de nuevo la maquinaria para que todo volviera a funcionar sin ruidos ni rozaduras, para que podamos sentirnos cómodos mientras seguimos haciendo girar los engranajes.
Claro que habrá cambio. Tiene que haberlo si no queremos cargárnoslo todo. El new deal, que tanto se menciona ahora, sirvió para que el capitalismo avanzara como nunca antes lo había hecho: con más inteligencia, haciendo que el progreso fuera general, haciendo que todos obtuviéraos una parte del pastel, aunque la de unos fuera infinitsimal y la de otros enorme, pero todos recibían algo. Esa es la clave: si sabes que vas a recibir algo, te esfuerzas en hacer girar los engranajes, en caso contrario puede que prefieras destruirlos.
Can we? Yes, of course, because we must change. Obama se encargará. Desde hoy cuenta ya con el apoyo de muchos millones de personas que le apoyarán y perdonarán que no lleve a cabo todo cuanto ha prometido, porque no podrá hacerlo. Pero hará lo suficiente. Dentro de ocho años (sí, ocho, dentro de cuatro será reelegido) quizá veamos a Sarah Palin en la Casa Blanca, porque será el momento de recoger los frutos.
Hasta entonces, carpe diem.

lunes, 11 de agosto de 2008

Artículo. Noticias olímpicas

Este mes de Agosto los periodistas que no están de vacaciones no se pueden quejar: tienen noticias más que suficientes para llenar sus periódicos o telediarios.

Prescindiremos de la enésima guerra entre territorios de la antigua Unión Soviética, cuyos muertos ya no llaman mucho la atención, y que le ha servido a Sarkozy para intentar una vez más ser el protagonista de los noticieros, algo también bastante habitual. También dejaremos a un lado el empeño de los medios de comunicación españoles de explicar con todo lujo de detalles cada agresión a una mujer que se produce en España, cosa que, más que desanimar a posibles futuros agresores, parece alentarles y darles ideas, a ellos, que disponen de pocas: ¡vaya! puedo clavarle la navaja, todo el mundo lo hace.


Así que, vamos a centrarnos en lo importante, en lo sobresaliente: las olimpiadas de Pekin (o Beijing, no sé), ya sea por lo puramente deportivo o por cuanto de otra índole se mueve a su alrededor, que siempre es mucho, y numerosos ejemplos hemos tenido a propósito de algunas cosas que pasan en China, como el autoritarismo que no cesa, la falta de respeto a los derechos humanos, que tampoco, o la situación del Tíbet, que da mucho juego a los intereses más variados.

En lo deportivo y, aunque faltan aún muchos días para que terminen los juegos, ya ha sido proclamado el héroe oficial. No es otro que el extraterrestre Phelps (el de la natación, ¿lo pillan?): un deportista completo del que es uno de los deportes más completos y que procede de un país también completo; no se puede pedir más. Incluso con polémica, que es lo mejor que puede pasrle a alguien para que hablen de él.
Los españoles, por su parte, recurren al de siempre (Nadal), a heroicidades (los esforzados de la ruta o el espadachín desconocido) o se quedan, también como siempre, a las puertas: por unos segundos, por unos puntitos o por un resfriado nunca acabamos de llegar; una pena.

Pero todo ello parece quedar en segundo plano ante la gran noticia de los juegos: la foto del equipo español de baloncesto estirándose los ojos para simular el aspecto de los chinos. ¡Qué gran pecado! ¡Qué tremendo atentado contra la humanidad! Afortunadamente, así se lo han hecho ver los periódicos ingleses, que han sembrado la idea de que este gesto puede hundir la candidatura de Madrid a los Juegos de 2016, o los de Los Angeles, que han exigido a Pau Gasol que se disculpe por ese acto de insulto a los chinos; lo cual no deja de ser chocante proveniendo de los países responsables del destrozo de Irak y de la muerte de millones de iraquíes, algo que, por cierto, no ha resultado un impedimento para que Londres sea la sede de los juegos de 2012, en la que seguro que los iraquíes estarían muy contentos de poder participar, incluso aunque la selección española se mofara de ellos fotografiándose con turbantes.

domingo, 20 de julio de 2008

Artículo. Articulista anarquista

Alpinista masoquista, astronauta abstencionista, ascensorista abolicionista, anestesista apóstata, acupunturista activista, acuarelista alarmista, alfombrista alópata, futbolista ludópata, trapecista baptista...

¿Me estoy refiriendo a hombres o a mujeres? Todas son palabras terminadas en a y, por el momento, no he oído de ninguna asociación de hombres que reivindique la creación de sus correspondientes masculinas, o sea, terminadas en o: alpinisto, astronauto, anarquisto. Suenan mal, como cuando alguien dice palabro para referirse a una expresión extraña; sin duda serían extrañas, porque no estaríamos acostumbrados a ellas. Hay cientos, miles quizá. Hoy en día, con internet, todo es muy fácil, sólo tienen que teclear diccionario inverso en su buscador preferido escoger cualquiera y solicitar que les muestre las palabras terminadas en a. No se las acabarán. Algunas de ellas les chocarán, porque puede que nunca antes se hubieran dado cuenta de que existen tantas palabras con terminación presuntamente femenina que se utilizan también para referirse a hombres, sin que hasta ahora les hayan llamado la atención.

No sé si la palabra miembro tiene una connotación masculina. Es cierto que se usa muy masculinamente cuando alguien se refiere al miembro viril. Tal vez sea por eso. De hecho, el Diccionario de la Real Academia, en su segunda acepción, lo recoge así y la hace equivaler a pene. Es, ciertamente, una correlación bastante masculina, aunque no imagino que la propuesta de miembra sirviera para denominar la vagina de la mujer. Nunca se puede estar seguro de nada, pero apostaría a que no.

Dicen los expertos que, en los desfiles de moda, la ropa que llevan las modelos no es la que sus diseñadores pretenden que la gente lleve por la calle (poca gente lo haría) sino que sólo muestra la tendencia de lo que se va a llevar. Quizá nuestra joven ministra estaba actuando como si fuera una diseñadora y quería mostrar una tendencia. ¿Cuál? Eso ya es más difícil de saber, pero, antes de opinar, y para encuadrar bien todas las opiniones, a mi me gustaría que la ministra diera también su soporte a unas palabras que, hasta donde yo sé, no existen: machisto y feministo, asociadas, por supuesto, a otras dos inexistentes: la machisma y la feminisma. Porque hay de todo en la viña del señor, y así debe ser.

¡Aleluyo!

domingo, 22 de junio de 2008

Artículo. El nuevo PP

Es justo reconocerlo: el Partido Popular lo ha hecho muy bien. Durante meses ha sabido ocupar las portadas de los periódicos, presidir los sumarios de los telediarios y ser el tema principal en las tertulias de la radio. Lo ha conseguido de una forma un tanto heterodoxa (aireando sus presuntas diferencias), pero muy efectiva.
Por un lado han conseguido que nos familiaricemos con unos nombres que hasta ahora nos eran plenamente desconocidos: María Dolores de Cospedal y Esteban González Pons entre los vencedores, o Ignacio González y Carlos Aragonés, entre los vencidos, han aparecido escritos o han sido nombrados a todas horas en los principales medios de comunicación. Ya conocidos, pero ahora claramente identificados en el bando correspondiente, han quedado Alberto Ruiz-Gallardón o Javier Arenas, en el de los ganadores, y Esperanza Aguirre o María San Gil, en el de los perdedores. Todos ellos han ocupado más tiempo en las noticias que ministros y leyes del actual gobierno recién estrenado.
Pero, sobre todo, lo que mejor han hecho ha sido transmitir a la sociedad la noticia de que han ganado los buenos. El Partido Popular era un partido que había perdido las elecciones por crear crispación, apoyar una guerra inhumana que sólo defienden quienes sacan tajada de ella, desviar la atención de la realidad hacia peregrinas teorías conspirativas islámico-etarra-socialistas, acusar sin motivo (que algo queda) y un sinfín más de prácticas marrulleras (bloqueo de la justicia, constantes recursos al Tribunal Constitucional, etc.) que finalmente les llevaron al aislamiento entre los partidos y, quizá, a perder apoyo entre los votantes.
Y ¿por qué era así el Partido Popular? Pues porque estaba en manos de los malos, cuya delantera titular era: Aznar, Aguirre, Acebes, Zaplana y Mayor Oreja. Pero ahora todo eso ha cambiado, nos dicen. Ahora ha llegado sangre nueva, joven, renovada y renovadora: han ascendido al primer equipo a Soraya Sáenz de Santamaría, María Dolores de Cospedal y Esteban González Pons, tres jóvenes promesas de la cantera.
Con ellos, al parecer, todo va a ser distinto. No importa que el entrenador siga siendo el mismo: Mariano Rajoy; ni que le flanqueen el fundador Fraga y el honorario Aznar. Tampoco hemos de fijarnos en que siguen en la alineación titular Mayor Oreja, Trillo (que, si él o su partido tuvieran un mínimo de dignidad, debería hacer tiempo que no ocupara ningún cargo de responsabilidad en ninguna parte), Montoro, Pastor o Arenas. Todos ellos ministros con Aznar. ¿Y qué decir de la gran perdedora, Aguirre, que sigue siendo la virreina en Madrid?
¿Qué ha cambiado entonces en el Partido Popular? Bueno, seguramente resultará más agradable ver y escuchar a una mujer llorosamente simpática, como María Dolores de Cospedal, que al cenizo y circunspecto Acebes, y tal vez sean más presentables las chulescas maneras de primera de la clase de Soraya Saénz de Santamaría que las chulescas de ligón de playa de Eduardo Zaplana, pero poco más, porque la esencia, como la mayoría de las personas de su cúpula, parece destinada a seguir igual: sostener siempre su verdad, aunque contradiga la realidad, porque saben que, al final, la insistencia y la machaconería producen los resultados esperados: mucha gente acaba por creer que lo que más oye (ni siquiera es necesario escuchar) es la verdad. Como esa que nos contado hasta la saciedad este fin de semana: que Rajoy, por fin, se ha deshecho del aznarismo, que el PP es un partido nuevo.

sábado, 24 de mayo de 2008

Relato. Benchmarking

Carlos trabajaba como informático en una agencia de viajes. Se encargaba de que todos los ordenadores de la oficina funcionaran como es debido, de actualizar las versiones de sus programas y de mantener la web de la agencia, un medio que cada vez tenía más protagonismo y que estaba empezando a crear un cierto malestar entre sus compañeros, temerosos de que Internet acabara con sus empleos. Además, desde hacía poco, le habían encomendado también la tarea de navegar por la red para buscar productos de la competencia y copiarlos si a sus jefes les parecían buenos. Ellos lo llamaban hacer benchmarking y lo consideraban algo novedoso e importante para la buena marcha del negocio y Carlos se lo pasaba bien buscando destinos cuanto más desconocidos y arriesgados mejor y adaptándolos después para colgarlos en la página de su empresa.
La agencia estaba situada en un buen barrio y, con la creciente moda de viajar al extranjero por vacaciones, había ido prosperando, lo que había permitido a sus dueños trasladarla, desde el minúsculo e irregular local en el que estaba, a uno mucho más amplio, en una calle mejor y con unos cuantos metros más de fachada a la calle. Con el cambio, Carlos había pasado de tener su mesa en un altillo ciego y aislado (el lugar del informático, lo llamaban todos) a ocupar un sitio junto a un amplio ventanal, con cristales de arriba abajo, de los que permiten ver desde el interior pero que desde el exterior casi parecen espejos. Algo que había sido muy comentado por sus compañeros y considerado un premio y una buena colocación hacia un ascenso.
El horario de Carlos era distinto al del resto de los empleados de la agencia. Él tenía que llegar a las ocho, conectar los ordenadores y revisar que todo estuviera a punto para que, cuando llegaran sus compañeros, a eso de las nueve, pudieran empezar a trabajar de inmediato, sin demoras. Si no había versiones que actualizar ni problemas que arreglar, este trabajo no le llevaba más que un cuarto de hora, puesto que sólo había diez ordenadores en la oficina, de modo que solía disponer de cerca de cuarenta y cinco minutos de tranquilidad hasta que aquello se llenaba de empleados, teléfonos sonando, tontas urgencias técnicas que atender y clientes gritones que se emocionaban como niños ante la perspectiva de tumbarse en una playa con palmeras y una piña colada en la mano. Por eso, sus jefes, sabedores de que su cantidad de trabajo era irregular e inversamente proporcional a la existencia de problemas informáticos, le habían encargado el benchmarking, que era su principal ocupación durante esos minutos ociosos.
Cuando el director y la subdirectora llegaban, algo más tarde que los demás, puesto que también eran siempre los últimos en salir, Carlos tenía la obligación de entregarles tres paquetes de viajes de la competencia que ellos no tuvieran en su catálogo. Si les parecían interesantes, él cumplía sus objetivos y obtenía un sobresueldo mensual. Era un buen trato, pues si algún día encontraba más de tres, podía acumularlos para días posteriores, y eso resultaba habitual, porque estaban en primavera y todas las agencias se dedicaban a programar nuevos destinos e inventar nuevas actividades para el verano. Sus webs echaban chispas de tantas novedades como aparecían: en un rato bien aprovechado, Carlos podía obtener las direcciones de una decena de viajes que su agencia no tenía.
El traslado al nuevo local se hizo durante un fin de semana, para no perder ningún día de actividad, y el lunes Carlos madrugó un poco más, para llegar temprano a la agencia y comprobar que todos los ordenadores estuvieran bien instalados y funcionaran a la perfección. La empresa de mudanzas había hecho un buen trabajo y, a las ocho de la mañana, ya lo tenia todo a punto y pocas ganas de buscar destinos exóticos que ofrecer a sus jefes, porque tenía un sobrante de lo que había encontrado la semana anterior: islas paradisíacas, desiertos inhóspitos, animales en peligro de extinción o países en guerra; la variedad era enorme y Carlos se sorprendía de que hubiera gente para la que visitar uno de esos sitios significara cumplir un sueño. Él, que se contentaba con pasar unos cuantos días en su pueblo natal que, eso sí, tenía playa y la suficiente cantidad de turistas como para pasarlo bien durante el verano.
Así pues, una vez lo tuvo todo revisado, dejó sobre la mesa de la subdirectora tres folletos que prometían experiencias apasionantes y únicas en Laos y Vietnam, sacó un café de la máquina y se sentó en su flamante nuevo puesto de trabajo con vistas a la calle. Todo un lujo, pues nunca antes había disfrutado de ese privilegio ni, sobre todo, de la extraña sensación que le producía ver sin apenas ser visto. Al rato de estar allí sentado, sorbiendo poco a poco un café, que siempre salía demasiado caliente y tenia que beber muy despacito, estaba ya embelesado contemplando lo que hacían los que pasaban por la calle, quienes, pensando que nadie les veía, se contemplaban en el espejo con naturalidad, dando los últimos retoques a su aspecto, ya fuera recién salidos de casa o a punto de llegar a sus lugares de trabajo.
Pasó un hombre joven, de unos treinta años, con el pelo repeinado y un nudo de corbata flojo y, en opinión de Carlos, demasiado grueso, a quien, sin embargo, su propio aspecto debió de gustarle, ya que sonrió con suficiencia y continuó su camino bien estirado. Pasaron dos chicas adolescentes, que se miraron juntas, se tocaron el pelo mutuamente, rieron, dijeron algo que Carlos no oyó, y siguieron andando sin dejar de reír. Pasó un hombre mayor (demasiado mayor para seguir trabajando, pensó Carlos), con un traje gris y un maletín rígido anticuados, que ni siquiera se miró al espejo que la agencia ofrecía gratis porque, supuso, conocía bien su aspecto, que no había cambiado en años, salvo en que había envejecido, y eso no era algo agradable de contemplar.
Pasó gente que no le llamó la atención, y personas a las que ignoró porque estaba mirando a otras, hasta que pasó una que eclipsó a todas las demás: una mujer de unos treinta y cinco años, diez más que él, pero cuyos estilo y figura le resultaron tan atractivos que estuvo mirándola hasta que desapareció de su vista, al doblar la esquina en la siguiente calle. Quedó tan fascinado por ella que miró enseguida su reloj, para ver la hora exacta y recordar así que a las ocho y cuarenta y dos minutos en punto tenía que estar cada día pendiente de la ventana, para no perderse el paso de aquella maravilla de la naturaleza que, al igual que el hombre mayor, no se había mirado al espejo, pero por motivos bien distintos, supuso: ella podía estar tan segura de sí misma que no necesitaba hacerlo, porque sabía que su aspecto era perfecto. Al menos eso es lo que pensó Carlos tras verla desfilar (más que andar) tan sólo a escasos dos metros de donde él estaba sentado: alta, estilizada, impresionantemente elegante con su vestido rojo y su chaqueta negra sobre la que caía una ondulada melena castaña que se movía con una cadencia tan sensual como no había visto antes.
Al día siguiente Carlos siguió mirando por la ventana con tranquilidad, porque todavía tenía benchmarking de sobra para la semana y ya había dejado sobre la mesa de la subdirectora las más excitantes aventuras en los más remotos desiertos asiáticos. Mientras se tomaba el café, no faltaron ni el joven del nudo grande, ni las adolescentes que comparaban sus peinados ni el hombre en edad de jubilación y, además, aparecieron nuevos personajes: la muchacha sudamericana que acarreaba la pesada la mochila de un niño revestido de marcas, la pareja que había pasado una de sus primeras noches junta y no paraba de darse besos y mirarse con ternura o el chico que paseaba con desgana a un perro viejo, que seguramente le habían regalado cuando era un niño y que ahora no sólo ya no le ilusionaba sino que se había convertido en una molestia que le hacía madrugar más de la cuenta.
Y, claro, volvió a aparecer ella: con su paso rápido y decidido, su cabeza alta y su pelo danzarín, vestida aquel martes con un traje de chaqueta a rayas, toda elegancia de nuevo. Otra vez desfiló sin girar la cabeza hacia la agencia ni un segundo, siempre con la mirada al frente, a por un mundo que era suyo, sin necesitar ayuda de nada ni de nadie, ni siquiera de la aprobación de Carlos, que se la hubiera dado con gusto.
El miércoles pasó algo semejante y el jueves también. Como ella era muy puntual y siempre desfilaba junto al ventanal a las mismas ocho y cuarenta y dos minutos, el viernes Carlos ya no pudo más y a las ocho y cuarenta salió a la calle, para esperarla y verla venir de frente, al natural. Allí permaneció hasta las ocho cincuenta, pero ella no pasó. Regresó, frustrado, a su puesto de trabajo y aún estuvo un buen rato mirando fijamente a través de la ventana, por si aquel día, por lo que fuera, se hubiera retrasado; pero su admirada mujer no dio señales de vida.
El lunes siguiente, a la hora esperada, ella volvió a pasar, como si el viernes nada hubiera ocurrido, como si no hubiera faltado a su cita. Atractiva y elegante igual que siempre, esta vez con un vestido blanco y una chaqueta roja, más veraniega que la semana anterior, dejó que Carlos la contemplara a aquella hora temprana, hasta que dobló la esquina y se perdió. Entonces Carlos se levantó y salió corriendo tras ella, pasó frente a su propio ventanal, sin mirarse, giró a la derecha, por donde ella lo había hecho, y estuvo a punto de chocar contra el niño revestido de marcas al que acompañaba la joven sudamericana, pero no vio ni rastro de la mujer que él quería encontrar. La muchacha sudamericana le recriminó su actitud, le dijo que ella era la responsable de que el niño llegara sano y salvo al colegio y que, si un salvaje lo atropellaba, ella se iba a quedar sin un trabajo que necesitaba para poder mandar dinero a su país, donde las cosas estaban muy mal y sus padres lo necesitaban. Abochornado, Carlos pidió perdón y regresó cabizbajo a su oficina, donde Ana, la única compañera que ya había llegado, le miró con asombro y le preguntó si se había vuelto loco.
Le sonrió forzadamente y no le contestó, pero pensó que, si bien no se había vuelto loco, tenía que reconocer que, al menos momentáneamente, lo estaba; por aquella aparición matutina que, dado que cada vez que se intentaba aproximar a ella se esfumaba, ya empezaba a parecerle tan irreal como los paraísos que prometían los folletos; folletos que, en aquel momento se dio cuenta, aquella mañana no había dejado sobre la mesa de la subdirectora.
El martes se dijo que tenía que dejar de mirar a la calle entre las ocho y cuarenta y las ocho y cuarenta y cinco, no quería verla pasar de nuevo, no creía en fantasmas y no quería quedar a merced de ellos. Optó por retrasar la hora de tomar su café y se dirigió hacia la máquina cuando el reloj marcaba el inicio del período prohibido. La máquina estaba al fondo del local, en una salita sin ventanas que había junto a los servicios, lejos de los ventanales, más o menos como él estaba antes del traslado. Allí se encontró con Ana, que volvió a preguntarle qué le había sucedido el día anterior. Carlos seguía sin saber qué contestar y optó por la mentira fácil: le dijo que había salido corriendo porque le había parecido reconocer a alguien, pero que se había equivocado. Ella le preguntó si no sería aquella mujer tan elegante del vestido blanco a la que había estado siguiendo con la mirada, embobado. Como respuesta, Carlos le mostró a su compañera un enrojecimiento hasta las orejas que desmintió su negativa verbal. Ana, mirándolo fijamente a los ojos, le dijo que no se preocupara, que todos teníamos amores imposibles, ella también, por supuesto, con George Clooney, what else? Y que había que saber distinguir entre ellos y los posibles, que a veces estaban más cerca de lo que uno imaginaba; tanto que quizá pasaban desapercibidos, por lo que había que estar atento, para no perderlos. Justo en aquel momento, aunque todavía eran las nueve menos diez, la subdirectora entró en la oficina y los vio. Inmediatamente ellos regresaron a sus puestos de trabajo, como si los hubieran pillado haciendo algo malo.
Entre unas cosas y otras, aquel martes Carlos tampoco había hecho su tarea de benchmarking y la subdirectora lo llamó a su despacho a las nueve y cinco. ¿Qué pasaba que cada día de la semana anterior había preparado puntualmente sus folletos y aquella semana no le había entregado ni uno todavía? Las excusas de Carlos no tuvieron mucho de original pero, como las utilizaba por primera vez, surgieron efecto: algún problema en los ordenadores, que le había dejado menos tiempo para buscar; y más dificultad en encontrar propuestas interesantes, porque cada vez quedaban menos que no hubieran incorporado ya a su catálogo.
La subdirectora se levantó de su sillón, se colocó tras la silla en la que estaba sentado Carlos, apoyó sus manos en los hombros de él y le preguntó si no andaría enamorado y, por lo tanto, un poco despistado. Carlos enrojeció de nuevo y dijo que no, que para nada, y la subdirectora le dijo que eso estaba bien, porque a veces los hombres se enamoran de chicas jóvenes que tienen la cabeza a pájaros y que, en cambio, ignoran a las que les llevan algunos años y pueden enseñarles unas cuantas cosas que ellos todavía ignoran. Luego le invitó a un café que él, aunque acababa de tomar uno, aceptó.
Estuvieron unos cinco minutos junto a la máquina, durante los cuales la subdirectora le contó que estaba un poco saturada de tanto trabajo, que no le quedaba tiempo para vivir y que eso no era bueno, que tal vez estaría bien organizar una salida con algunos de los compañeros, no todos, por supuesto, sólo lo que nos caigan bien, añadió, guiñándole un ojo. Entonces llegó el director y Carlos y la subdirectora se dirigieron enseguida hacia sus lugares, él otra vez como si hubiera hecho algo malo, y ella con cara seria, como si hubiera estado tratando algún asunto importante, pero el director la llamó mientras ella iba camino de su despacho y ambos entraron en el de él y cerraron la puerta.
En cuanto Carlos hubo regresado a su mesa, se le acercó Enrique, otro de sus compañeros, que tendría unos cuarenta años y llevaba más de diez trabajando en la agencia: quería saber de qué había estado hablando con la subdirectora. Carlos le dijo que de los folletos, pero Enrique se mostró extrañado de que hubieran hablado de eso mientras tomaban café, porque a ella le gustaba mantener las distancias y no solía confraternizar con los empleados, y que si no había nada más que él quisiera explicarle sobre la conversación. Carlos insistió en que sólo habían hablado de los folletos y Enrique le dijo que mejor así, que no se hiciera ilusiones, porque ella debía de ser diez años mayor que él y que, si a las mujeres no les gustan los de su misma edad, porque les parecen niños, ya podía irse imaginando él lo que pensaban sobre los que todavía lo son y creen tener alguna oportunidad invitándolas a café. Carlos no le dijo que el invitado había sido él, le contestó que no se hacía ilusiones de ningún tipo porque nada pretendía, pero que de todas formas le agradecía el consejo, viniendo de una persona mucho más vivida que él. Entonces Enrique le preguntó que, si por casualidad, la subdirectora no le había dicho tampoco nada de ascensos. Carlos volvió a negar que hubieran tratado de otras cosa que no fueran los folletos y cómo organizarlos en la web, y Enrique aprovechó para repetir el consejo, aunque esta vez aplicado al mundo laboral. Carlos se lo agradeció de nuevo y regresaron a sus mesas.
Al rato, el director, que había terminado su corta reunión con la subdirectora y había salido de su despacho a tiempo de ver cómo Enrique y Carlos terminaban la suya, se acercó también a la mesa de éste y le invitó a otro café, al que tampoco se pudo negar, viniendo la invitación de quien venía. Ante la máquina, el director le advirtió acerca de Enrique, una persona amargada por no haber podido ascender en la empresa y capaz de levantar falsos testimonios contra la dirección por el simple hecho de no formar parte de ella. Luego le dijo que sabía que él, en cambio, estaba haciendo muy bien su trabajo, tanto el de informático como el novedoso del benchmarking, que era algo delicado que no hubiera podido encargar a cualquiera. Que siguiera así, dedicándose a lo suyo, y que no prestara oídos a los cizañeros que siempre hay en una oficina y que no buscan más que estropear el buen ambiente que la dirección intenta crear. Que, continuando por el buen camino, su esfuerzo se vería, más pronto que tarde, recompensado.
Eran las diez de la mañana y Carlos se había tomado ya tres cafés, de modo que cuando Isabel, que se sentaba en la mesa de al lado, le preguntó si quería tomar uno, él contestó que no, que ya había tomado muchos y que uno más le sentaría mal. Entonces Isabel le dijo que, claro, como no era el director ni la subdirectora sino una simple compañera, él no quería saber nada de ella, porque sólo le interesaba hacerles la pelota a los jefes, a ver si caía algún premio en la próxima lotería de ascensos. Carlos insistió en que era verdad que ya había tomado tres cafés en apenas hora y media, pero que si quería la acompañaría hasta la máquina y se bebería un vaso de agua mientras ella se lo tomaba. Isabel le replicó que sólo había tomado dos, nada menos que con el director y la subdirectora, que lo había visto muy bien con sus propios ojos, pero Carlos le explicó que, a primera hora, antes de que ella llegara, ya había tomado uno con Ana, que se lo preguntara a ella si quería. Entonces Isabel se puso hecha una furia y le dijo que se anduviera con cuidado con Ana, porque, con esa pinta de mosquita muerta que tenía, embaucaba a todos los hombres que se cruzaban en su camino, y que lo mejor que podía hacer era ignorarla si no quería verse utilizado y después tirado a la cuneta. Luego le dijo que ya no le apetecía para nada el café, dio media vuelta y regresó a su mesa.
La mosquita muerta no tardó ni dos minutos en acercarse a la de Carlos, a preguntarle si tenía algo con Isabel y si habían hablado mal de ella, porque los había visto cuchicheando y mirándola y eso siempre era señal de hablar mal de aquella persona a la que se mira. Carlos le dijo que no, que sólo la había mencionado porque Isabel le había ofrecido un café y él le había dicho que ya había tomado uno con Ana, o sea, con ella. Y ella le dijo que no se fiara ni un pelo de Isabel, porque era una envidiosa capaz de sacarle los ojos a alguien si no le prestaba la atención que ella reclamaba; que en cuestión de cuatro meses había tenido cuatro novios, porque no había quien la aguantara, y que esperaba que él no fuera tan tonto de enredarse en su tela de araña venenosa; vamos, que no fuera tan estúpido de quedarse con la peor, habiendo oportunidades mucho mejores a su vista y alcance. Luego dibujó una amplia sonrisa, le propuso comer juntos y él, sin pensárselo ni un instante, aceptó.
Con tantos cafés y tanta conversación, a Carlos le entraron unas tremendas ganas de mear, de modo que se levantó y se dirigió a los servicios. Estaba orinando en el mingitorio cuando alguien se acercó por detrás, le empujó por la espalda y casi le hizo golpearse la cabeza contra la pared y mojarse los pantalones con la pérdida del equilibrio. Se giró y vio a Ricardo, otro de sus compañeros, aficionado a los gimnasios y experto en Estados Unidos y Canadá, un destino de moda por la subida del euro, que le estaba propulsando a él también a la gloria dentro de la oficina, dados los muchos clientes que conseguía. Carlos sonrió sin ganas por lo que consideró una broma de dudoso gusto y protestó por el empujón, porque podría haberse hecho daño. Pero Ricardo lo miró fijamente, le puso la mano en el hombro y le dijo que aquello no había sido nada comparado con lo que le pasaría si no dejaba de atosigar a Ana. Carlos intentó explicarle que él no había atosigado a nadie, que simplemente habían quedado para comer, a petición de ella. Entonces Ricardo le dijo que no se confundiera, que era él quien iría a comer con ella, tal como hacían siempre, y que pobre de Carlos si osaba interponerse. Y que, por su propio bien, procurara encontrar una buena y creíble excusa que contarle a Ana, le recomendó, antes de dar media vuelta y entrar en el recinto cerrado donde estaba el váter.
Cuando Carlos regresaba a su puesto de trabajo, pálido y algo tembloroso, creyó que el susto le había alterado la percepción, porque se topó de frente con ella, con la mujer elegante, con su aparición matutina, que acababa de entrar en la agencia y, sin saber hacia dónde dirigirse, se había encaminado hacia la única persona que había visto de pie. Le pareció más alta que las veces que la había visto desfilar junto a su ventana, incluso un poco desgarbada, como con cierta falta de equilibrio. Ella le preguntó que quién podía atenderla y su voz le sonó extraña, como de hombre. Carlos pensó que quizá se tratara de un transexual. Trató de sobreponerse a tantas impresiones como llevaba encima aquella mañana y le preguntó a su vez qué destino le interesaba. Ella contestó que la Manga del Mar Menor y Carlos no dudó en señalarle la mesa de Ricardo, vacía, porque él todavía no había regresado de los servicios, y le dijo que se sentará allí, que enseguida la atendería el compañero especialista en playas del Mediterráneo. Pero ella se preguntaba por qué no podía atenderle él, que estaba allí y no parecía estar ocupado. Porque él era el informático, no un comercial, alegó Carlos. A ella no le importaba, los informáticos le gustaban, tenían un punto de locura y otro de misterio que la atraían mucho.
Justo en aquel momento apareció Ricardo, que se acercó a la pareja y le dijo a Carlos que no entretuviera más a la señorita y regresara a sus quehaceres, que él se encargaría de ofrecerle lo que ella necesitaba. Carlos le explicó que era precisamente lo que le acababa de decir. Ricardo, complacido, le dedicó una amplia sonrisa a la mujer, dijo que, efectivamente, fuera lo que fuera lo que ella anduviera buscando, él se lo conseguiría; después se dirigió a Carlos y le pidió que fuera a buscarle un café a él y, a la señorita, lo que ella deseara. La repuesta de Carlos, que consistió en levantar el dedo medio de su mano izquierda, no le gustó nada a Ricardo, que lanzó su puño directamente hacia su cara, a la que habría llegado con toda su fuerza de gimnasio de no haber sido porque la mujer, rapidísima de reflejos, le desvió el brazo. Al no encontrar una superficie que frenara su impulso, Ricardo se desequilibró y fue a parar sobre la mesa de Isabel, golpeando su pantalla, que cayó sobre el pie derecho de una señora mayor que estaba contratando un Camino de Santiago a pie, con soporte logístico para la mochila y las pernoctaciones. La sangre brotó de forma inmediata y la mujer se puso a chillar de dolor.
Al oír el alboroto, el director salió con rapidez de su despacho, remetiéndose un faldón de la camisa, y tras él lo hizo la subdirectora, abrochándose los botones superiores de la suya, pues al parecer estaban teniendo otra reunión. Ana dijo que ya había llamado a una ambulancia. El director se acercó enseguida a la señora mayor, que seguía aullando. Cuando vio esparcidos por el suelo varios prospectos sobre el Camino de Santiago, la pantalla despanzurrada junto a ellos y se dio cuenta de que aquel pie sangrante y deformado tardaría meses en sanar, supo que tendrían una reclamación y que aquello les iba a costar caro. Miró a Ricardo, que al parecer se había dislocado el brazo, porque estaba sentado en el suelo, ahogando gritos de dolor, mordiéndose los labios como si quisiera comérselos. Luego dirigió su mirada hacia Isabel, buscando una explicación. Pero Isabel lloraba y no era capaz de transmitirle ninguna información que le sirviera. Miró entonces a su alrededor: todos se habían levantado, empleados y clientes, y formaban un corro que contemplaba la escena.
Nadie se dio cuenta de que Carlos y su aparición ya no estaban allí. Y a él nadie lo echó en falta hasta un par de horas más tarde, cuando todo recobró la normalidad e Isabel necesitaba una pantalla nueva para poder seguir trabajando.
No lo vieron nunca más. Ricardo admitió que se habían peleado por culpa de Ana, pero no mencionó a ninguna mujer alta que hubiera entrado en la agencia. Tampoco Isabel, que dijo que, mientras atendía a la señora del Camino de Santiago, había visto de reojo cómo discutían los dos, junto a la entrada, y que Carlos había empujado a Ricardo, y que éste había caído sobre su mesa, causando, de forma involuntaria, todo el estropicio.La señora del Camino consiguió una indemnización de dieciocho mil euros y un viaje a Nueva Zelanda, para poder hacer senderismo por el Milford Sound, durante el siguiente mes de febrero. Isabel y Ricardo salieron juntos un par de meses, hasta que él decidió que prefería dedicar todo su tiempo libre a hacer pesas en el gimnasio. El director y la subdirectora se divorciaron de sus respectivas parejas, que habían recibido sendas llamadas de un hombre que afirmó que, cumpliendo con su deber de hombre honrado y enemigo de engaños, tenía que informarles de que les estaban poniendo los cuernos. Dicha información llegó también a los máximos responsables de la empresa, que decidieron despedir a la pareja adúltera, para dar ejemplo. En su lugar nombraron directora a Ana y subdirector a Enrique, que no tardó en orquestar una campaña contra la nueva jefa, a la que acusaba de haber ascendido de forma inmerecida y no por méritos laborales precisamente. Como los demás ya lo conocían y no le hacían caso, Enrique dedicó todos sus esfuerzos a tratar de convencer al nuevo informático, un chico callado al que le encantaba mirar por la ventana, sobre todo a primera hora de la mañana, cuando los demás todavía no habían llegado y nadie lo controlaba mientras se dedicaba al benchmarking.

jueves, 8 de mayo de 2008

Artículo. Con el dinero de los demás

Ayer los periódicos publicaban la noticia de que el gigante bancario suizo UBS deberá recortar hasta 5.500 puestos de trabajo en un año tras las pérdidas de casi 11.000 millones de dólares ligadas a los préstamos "subprime".
En primer lugar llama la atención este eufemismo de utilizar recortar en lugar de despedir, que es de lo que se trata, pero, sobre todo, resalta la utilización del verbo deberá, como si despedir empleados fuera una obligación o la única solución para la supervivencia del banco.
No he leído que ningún directivo deba dimitir por haber hecho unas inversiones (o mejor dicho, especulaciones) ruinosas, que han llevado al banco a la crisis en la que se encuentra. ¿Acaso eran estos 5.500 empleados quienes decidían en qué invertía el banco para el que trabajaban? No, y seguro que todo el negocio que ellos generaron ha sido positivo, pero serán ellos quienes paguen las consecuencias de una mala gestión.
También en España, los bancos han pedido al gobierno que invierta el dinero de la Seguridad Social en bonos y cédulas hipotecarias que ellos emitan, para poder así disponer de liquidez.
¿Y qué pasaría si algún banco se fuera a pique? Pues que quienes sufriríamos las consecuencias seríamos los españoles que aspiramos a tener una pensión digna después de toda una vida trabajando. No recuerdo que cuando los bancos proclaman sus quasi indecentes beneficios año tra año, cada vez más altos, digan también que van a hacer una dotación extraordinaria a la caja de la Seguridad Social.
Y cuando nieva poco y las estaciones de esquí no ganan tanto como esperaban, les falta tiempo para pedir subvenciones. Y los campesinos cuando la cosecha no va bien. Y los hoteleros de la playa cuando llueve. Y un largo etcétera de gremios que, en lugar de pagarse ellos una prima de seguro, pretenden que sea el Estado quien se la financie gratis.
Eso sí, la culpa de todos los males la tienen los salarios; incluso después de que ya haya quedado lo suficientemente claro que, año tras año, pierden poder adquisitivo.

jueves, 1 de mayo de 2008

Artículo. Zaplana, made in China

El País del pasado 29 de abril publicaba una noticia sobre el descubrimiento de una fábrica en China que fabricaba banderas que simbolizan la independencia del Tíbet.
Hay un viejo y conocido eslogan periodístico que dice que no es noticia que un perro muerda a un hombre, pero sí que un hombre muerda a un perro. Es decir: es noticia aquello que se sale de lo normal.
Por eso me ha extrañado que un periódico haya considerado noticia el hecho de que exista un producto made in China, simbolice lo que simbolice; como si a estas alturas alguien tuviera el más mínimo reparo en fabricar lo que sea mientras obtenga beneficio a cambio. Lo mismo que no sería noticia conocer en qué negocios invierte su dinero el Vaticano: sean cuáles sean no deberían sorprendernos; o que el gobierno de Estados Unidos, cuyo ejército pasa por ser el más poderoso del mundo, subcontrate el mantenimiento de la seguridad de Irak a una compañía privada; o que algún político español abandone el puesto para el que fue elegido por los ciudadanos para pasar a ocupar un cargo directivo (con salario astronómico) en una compañía privada, sin que se le conozca la más mínima experiencia en el ramo al que dicha compañía se dedica.
...Como tampoco debería llamarnos la atención que haya quien se oponga con todos los medios a su alcance a que se impartan asignaturas como la de Educación para la ciudadanía, porque, mientras aprendamos revelaciones divinas incuestionables y no ética, derechos y deberes de este mundo, seguiremos acatando sin chistar estas renuncias a responsabilidades adquiridas y no cuestionaremos que, aquellos que fueron elegidos para servir a su país, cuando ven que los vientos soplan en contra de sus intereses, huyan rápidamente para cuidarlos y prescindan de las obligaciones a las que sus promesas los vinculan.

miércoles, 16 de abril de 2008

Relato. V.P.O.

V.P.O.


Vivían en un piso pequeño y, por las mañanas, como ambos trabajaban, tenían que salir de casa a la misma hora. pero se habían organizado muy bien para no estorbarse ni perder el tiempo intentando hacer ambos lo mismo a la vez.
Se levantaban los dos en cuanto sonaba el despertador. Él se duchaba mientras ella hacía la cama. Luego él iba a la cocina a preparar el café. Entretanto era ella la que estaba en la ducha. A continuación él se afeitaba mientras ella se tomaba el café. Después ella tenía un buen rato el cuarto de baño a su entera disposición, para poder arreglarse con tranquilidad. Él se vestía, se bebía el café y escuchaba las noticias de las siete en la radio. Como salían juntos, él aprovechaba el viaje en el ascensor para contarle las novedades a ella, así los dos estaban suficientemente informados para mantener cualquier conversación banal durante el día. Al llegar al portal tomaban caminos distintos, cada uno a su trabajo, uno en metro y la otra en autobús, y ya no volvían a encontrarse hasta que era casi la hora de la cena.
Pero aquella mañana fue bastante movida.
Él se cortó afeitándose. Nada menos que junto a la nuez, un lugar que sangra con mucha facilidad. Le contrariaba cortarse, y especialmente hacerlo ahí porque, si no acababa rápidamente con la hemorragia, el cuello de su camisa corría serio peligro de parecer el de un carnicero tras una dura jornada de despiece. Se aplicó papel higiénico varias veces, pero le costó detener el flujo. Para cuando lo consiguió estaba ya de mal humor y la taza del váter llena de tiras de papel.
—¿Acabas ya? —le preguntó ella desde el pasillo, extrañada por su tardanza.
—¡Sí coño! ¡Joder, ni que me hubiera cortado adrede! —protestó él mientras abría la puerta y le mostraba a ella la herida de su cuello.
—No sabía que te hubieras cortado —alegó ella.
—No claro, tú nunca sabes nada, pero siempre acusas.
—No te he acusado. Sólo te he preguntado si acababas, no sueles tardar tanto.
—Pero lo has dicho en tono recriminatorio.
—Esa ha sido tu interpretación —opinó ella.
Estaban los dos a un palmo del marco de la puerta, ella fuera y él dentro. Una quería entrar y el otro salir. Dieron un paso. Chocaron. Se maldijeron en silencio. Al fin él se hizo a un lado y ella se metió dentro. Entonces él salió y ella cerró la puerta. Él hizo un gesto obsceno —que ella ya no vio— y se fue a la cocina a tomar su café. Ella se miró en el espejo y articuló unos cuantos insultos, pero sin emitir ningún sonido.
Él, ya en la cocina, puso la radio y, cuando escuchó la cálida y serena voz del locutor habitual, cambió de emisora. No estaba para noticias, tenía ganas de oír un poco de música. Sonó una vieja, muy vieja canción de Creedence. Bueno, no todo iba a ser malo aquella mañana. Subió el volumen: And I wonder, Still I wonder. Who'll stop the rain. Se sentó, se sirvió el café. No había azúcar en el azucarero. Tuvo que levantarse, coger la banqueta y subir a por el paquete que estaba en lo alto de un armario. Lo bajó, llenó el azucarero y volvió a dejar el paquete y la banqueta en su sitio.
Entonces oyó los gritos de ella.
Primero pensó que maldecía porque se había equivocado de color de pintalabios o se le había torcido la raya de los ojos. Pero enseguida se dio cuenta de que era un tipo distinto de gritos.
Corrió hacia el cuarto de baño.
Ella estaba en la puerta, señalando hacia el interior y chillando como una posesa. Él se asomó. Salía fuego de la taza del váter. Hasta la tapa ardía.
—¡¿Qué coño ha pasado aquí?! —gritó él mientras abría el agua de la ducha, cogía la alcachofa y la dirigía hacia la taza.
—¡Estaba hasta los bordes de papel higiénico. Eso es lo que ha pasado! —contestó ella enfurecida.
—Sí, claro. De un papel higiénico que tú has prendido con tu apestoso cigarrillo matutino.
—Si hubieras tirado de la cadena...
—Si por lo menos esperaras a fumar hasta que salieras de casa...
—Y además ahora lo has puesto todo perdido de agua —dijo ella, señalando el suelo mojado.
—Encima eso. Había que apagarlo, ¿no?
—Sí, pero sólo ardía la taza del váter, no todo el cuarto de baño.
—Quizá hubiera sido mejor que yo también me quedara en la puerta chillando histéricamente. Ahora ya estaría ardiendo la casa entera —concluyó él.
—Si no hubieses tenido la radio a todo volumen, me habrías oído cuando te he llamado la primera vez.
—Tienes piernas, haber venido a decírmelo, ya que eras incapaz de solucionarlo.
—¡Qué humareda! ¡Y qué peste! —exclamó ella.
—Es por esa mierda de tapa de plástico —aclaró él.
—Pues no será porque no te haya dicho cientos de veces que la cambiaras. Esa cosa es algo inmundo. Me da vergüenza que las visitas tengan que sentarse ahí.
—Y yo te he dicho cientos de veces a ti que si tú comprabas una de las buenas, yo la cambiaría.
—¿Y por qué tengo que ser yo quien la compre? ¿Acaso es una tarea de mujeres?
—Me parece razonable que la compres tú porque trabajas junto a unos grandes almacenes en los que las venden.
—Sí pero tú tienes más tiempo libre. Yo salgo una hora más tarde.
—Está bien, yo la compraré y tú la colocarás —sugirió él, provocativo.
—No conozco a ninguna mujer a la que su marido no le cambie la tapa de la taza del váter.
—Ni yo ningún marido al que ella no se la haya comprado.
—Estás diciendo estupideces.
—Mis palabras al menos son inofensivas. No como tus actos.
—Ya te he dicho que si hubieras tirado de la cadena nada de esto habría pasado.
—Y yo te he dicho que si no tuvieras la puta manía de fumar en ayunas, aquí no habría habido ningún fuego.
—No estaba en ayunas, me había bebido el café.
—Por cierto, no había azúcar en el azucarero.
—Yo no me pongo azúcar, no querrás que, encima de que te lo compro, me preocupe por saber si el azucarero está lleno o vacío.
—¡Mierda. Voy a llegar tarde. Y tengo una reunión con el jefe a primera hora! —se quejó él.
—Vaya, vaya. El señor importante tiene una reunión. ¿Y yo? ¿Sabes si yo tengo alguna reunión esta mañana?
—Sólo sé que yo sí tengo una y que no voy a llegar a tiempo.
—No eres el único que tiene reuniones —dijo ella, dolida.
—¿A qué viene eso ahora? —preguntó él.
—A que no te interesa para nada lo que hago.
—No empecemos con la cantinela victimista. Ya se me ha hecho bastante tarde.
—¿Se te ha hecho bastante tarde? ¿Y a mí? ¿Crees que a mí no se me ha hecho bastante tarde?
—No lo sé, dímelo tú ¿Se te ha hecho bastante tarde después de que le prendieras fuego al cuarto de baño?
—Tú has echado el combustible, no lo olvides.
—Y tú el detonante, no me jodas.
—Aquí no ha detonado nada. Sólo ha ardido.
—Muy bien marisabidilla, esta tarde echaré una instancia para que te admitan en la Real Academia de la Lengua.
—Eres tú el que siempre va presumiendo de hablar y escribir bien: "¿Sabes que en la oficina todos escriben rematadamente mal, incluso con faltas de ortografía?" ¿No es eso lo que dices?
—De acuerdo. Imploro tu perdón. He usado mal una palabra. Esta noche me flagelaré hasta que me sangre la espalda.
—Me voy.
—¿Vas a dejar el cuarto de baño así? —preguntó él con extrañeza.
—¿Cómo es así? —quiso saber ella.
—Lleno de agua por todas partes.
—Tú la has tirado.
—¡Joder, porque tú le has pegado fuego a la taza!
—Adiós —cortó ella.
—Yo también me voy —afirmó él.
—Espérate a que yo lo haya hecho. No quiero bajar contigo en el ascensor.
—Si tanto miedo te doy espérate tú, ya te he dicho que tengo prisa.
—Haberlo pensado cuando estabas llenando la taza del váter con papel higiénico.
—Si tú hubieras sabido reaccionar a tiempo ya estaríamos los dos en la calle haría rato.
—Si no fueras tan comodón y nuevo rico nos habríamos comprado un piso mayor en el extrarradio, en lugar de habernos empeñado hasta las cejas para poder pagar esta caja de zapatos en una umbría calle del barrio más ruidoso de la ciudad.
—¿A mí me llamas comodón y nuevo rico? Pero si tú lo que querías era comprarte una infame casita adosada a mil kilómetros de aquí, y luego habríamos necesitado dos coches para poder llegar hasta el trabajo, porque en esas urbanizaciones no hay un puto transporte público.
—Las tres cosas juntas nos habrían costado menos que este pisito de juguete.
—Sí, claro. Y tendríamos que emplear dos horas para ir y volver, y habría que buscar aparcamiento al llegar a la ciudad, y necesitaríamos recorrer diez kilómetros para comprar un paquete de sal, y veinte para ir al cine o a cenar.
—Oh sí. Ahora lo tenemos todo a la vuelta de la esquina, pero resulta que nunca vamos a cenar, ni al cine, ni a tomar una copa, ni al teatro, ni a una discoteca...
—Pero si tú odias las discotecas —la interrumpió él.
—Eso lo dirás tú. Lo que pasa es que, como sé que a ti no te gustan, nunca te propongo ir —le corrigió ella.
—Eso no es verdad. Cuando tenía veinte años me pasaba las noches bailando —argumentó él.
—Pues se te agotarían las pilas, porque ahora no hay quien te mueva. Aunque la verdad es que tal vez sea mejor que no vayamos, los dioses del ritmo no te han concedido su gracia —dijo ella con ironía.
—Bueno, al menos no soy una masa grasienta y con pretensiones tambaleándome ridículamente sobre una pista de baile —protestó él, visiblemente enfadado.
—¿Me estás echando en cara que estoy gorda?
—No estoy echándote nada en cara, estoy constatando un hecho.
—Si tengo algún kilo de más es porque tomo la píldora, ya que al señor no le gusta follar con condón.
—Y aunque me gustara: no lo hacemos nunca.
—Porque siempre vienes a la cama tardísimo.
—Pero si tú ya roncas antes de poner la cabeza en la almohada.
—Trabajo mucho y estoy cansada, pero hay otros momentos para hacerlo.
—¿Las doce del mediodía? "Oiga jefe, voy a salir un par de horas, tengo que echar un polvo con mi mujer".
—Están los sábados, los domingos.
—Pero si los fines de semana sólo piensas en salir fuera, en estar con unos y otros.
—Es que si no es muy aburrido.
—¿Yo soy un aburrido?
—No he dicho que tú lo seas, todo lo tergiversas.
—Mujer, me parece que no es difícil completar el silogismo: Los fines de semana si estoy sola contigo me aburro. ¿Qué lógica conclusión sacarías tú?
—Me marcho, ya se me ha hecho demasiado tarde hablando de tonterías.
—¿Hablar de nuestro matrimonio es hablar de tonterías? —preguntó él, desafiante.
—No contestaré si no es en presencia de mi abogado —dijo ella, impostando la voz.
—¿Me estás proponiendo el divorcio?
—Estaba bromeando, pero ya que lo has insinuado...
—Yo no he insinuado nada, pero ya que tú lo propones...
—No me cabrees que te tomo la palabra.
—Se te acabó el tomar nada de mí.
—Pues lo tienes claro conmigo.
—Esta noche no me esperes, no vendré.
—Entonces se quedará la casa vacía, porque yo tampoco pienso venir.
—Puedes coger el ascensor, yo bajaré por las escaleras.
—Tanta amabilidad me confunde.
—Yo soy así, pero tú nunca te has dado cuenta.
—Porque lo eres con todo el mundo menos conmigo.
Él abrió la puerta y ella salió al rellano. Él salió detrás, cerró con llave y empezó a correr escaleras abajo mientras ella esperaba el ascensor. Se cruzaron en el portal por última vez. No se despidieron, ni siquiera se miraron.


Sus abogados acordaron que lo mejor era vender el piso y repartirse el importe, al fin y al cabo se trataba de un divorcio civilizado y lo adecuado era hacer las cosas de la forma más sensata y conveniente.
Lo compró una pareja de novios. Los jóvenes acudieron al despacho del notario cogidos de la mano y no dejaron de mirarse a los ojos mientras el fedatario leía la escritura. Los vendedores contemplaron con envidia aquellas demostraciones de cariño, las mismas que se habían prodigado ellos el día que habían comprado aquel piso a una pareja de treintañeros divorciados. Pero también sintieron compasión, y un poco de desasosiego por no confesarles que aquella casa estaba encantada y que, al cabo de unos pocos años de vivir en ella, provocaba peleas y separaciones.

lunes, 14 de abril de 2008

Artículo. Carme Chacón: capitán, mande firmes

Mucho se ha discutido sobre si la transición española ha sido un modelo o un fiasco. Seguramente, como suele ocurrir en cualquier tarea humana, habrá habido de todo.
En la parte negativa hay muchas cosas que apuntar: el mantenimiento de la estructura caciquil en el medio rural, gracias a la cual la derecha y los nacionalismos (que también son siempre de derechas) siguen cosechando tantos votos; la excesiva influencia de la iglesia, envalentonada ante la falta de energía para ponerla en su sitio (que es el de las creencias y no el de la política) y para limitarle unas ayudas que no merece, habida cuenta del uso tan poco cristiano que les dan; o un sistema educativo que no ha sabido (o no ha querido, que los hay muy mal pensados) buscar el desarrollo de la inteligencia sino que se ha limitado a la mera y escasa transferencia de conocimientos, verdades absolutas variables en función del gobierno central o autonómico de turno, que impiden un progreso real de las personas, al someter a los alumnos al vaivén de las leyes y al escaso enriquecimiento de su capacidad de discernir entre los valores humanos y las supercherías míticas que tanta ideología y cambio provocan.
Pero también se han hecho cosas buenas y, entre ellas, y no sólo por lo reciente de la noticia, está, sin duda, el nombramiento de Carme Chacón como Ministra de Defensa y su espléndida toma de posesión. Su discurso serio y comprometido, terminado con una frase que pocos de los que están en el ejército (o estuvimos en él cuando hicimos el servicio militar) podían esperar oír de labios de una mujer en un acto oficial: "capitán, mande firmes". Esta frase merece pasar a libros y vídeos como uno de los hitos de nuestra historia contemporánea. Al igual que las imágenes de la flamante ministra, pasando revista a las tropas con su perfil embarazado.
Ignoro si la intención del Presidente del Gobierno ha sido buscar un icono que simbolice la modernidad y la igualdad, esas que todavía no hemos alcanzado, pero que no cabe duda de que con decisiones como la de nombrar a Carme Chacón como Ministra de Defensa, están un poquito más cerca. En mi opinión, puede influir más su capacidad de mando sobre los militares que toda una serie de leyes en favor de la igualdad y en contra de la violencia machista que, hasta la fecha, se han mostrado más perjudiciales que beneficiosas.

sábado, 12 de abril de 2008

Artículo. Yo y mi hermano, contra el extranjero


Los occidentales solemos considerar exótico todo aquello que no forma parte de la tradición occidental y, sin embargo, los proverbios llamados exóticos suelen acertar con lo que nos pasa aquí casi tanto o más que los nuestros, quizá porque eso del exotismo es algo muy relativo que solemos usar para calificar aquello de los que nos sentimos muy lejanos, pero que a menudo está más próximo de lo que suponemos.
En fin, sirva lo que antecede de introducción a un proverbio beduino que siempre funciona en general, pero que es muy aplicable estos días a Catalunya y sus problemas con el agua en particular. Dice el proverbio: yo y mi hermano, contra el extranjero; yo solo, contra mi hermano.
Yo, que soy catalán, recuerdo las manifestaciones que se celebraron en Barcelona cuando el Partido Popular quería ejecutar al Ebro con su trasvase o ejecutar el trasvase del Ebro, que mi memoria es flaca y no recuerdo bien contra cuál de las dos cosas se protestaba, pero da igual, lo que me importa resaltar es que se protestaba con unanimidad y, más de una vez, en la propia ciudad de Barcelona, por ser la ciudad más importante, y con discurso de un conocido actor independentista al final; esa era la parte del yo y mi hermano, contra el extranjero. Felizmente (en mi opinión) aquella obra no pasó de ser un proyecto político y el río Ebro sigue llegando al mar, con más o menos esfuerzo según la época y las lluvias.
Pero ahora nos encontramos en una situación distinta: donde es posible que se necesite agua es en la ciudad de Barcelona y se están discutiendo distintas alternativas para abastecerla. Ya digo que no es más que una posibilidad, pero todos aquellos que piensan que el agua va a ser tomada de algún lugar cercano a su pueblo o a su comarca han empezado a protestar y aquellos que piensan que enviar agua a Barcelona les va a perjudicar o simplemente no les va a beneficiar, también; ya estamos en la parte del yo solo, contra mi hermano.
Y he escrito discutiendo alternativas y no estudiándolas, porque las voces que se oyen y las plumas que se leen no suelen ser de ingenieros hidráulicos o similares, sino de regantes, ecologistas, políticos, columnistas y demás opinantes de vocación: unos abogan por llevar a Barcelona el agua del Segre, otros la del Ródano, otros la del Ebro; están los que prefieren las plantas desalinizadoras, quienes apuestan por los barcos y quienes por los trenes; y frente a ellos los que opinan lo contrario de lo que sea. De todos, pocos lo hacen con conocimiento de causa aunque, eso sí, cuantos se pretenden afectados se adjudican enseguida el papel de ofendidos, pero parecen dispuestos a olvidar la ofensa y a ceder su agua siempre que el precio les convenza.

Qué pocos días han pasado desde las últimas elecciones generales, en cuya campaña tantas veces oímos hablar a unos y otros de defender Catalunya, esa comunidad que se suponía cohesionada y que parecía tener unos intereses comunes y unos habitantes unidos en la defensa de lo suyo frente al enemigo exterior… qué poquito ha bastado para que tanta unidad se haya resquebrajado. La solidaridad se ha evaporado en cuanto ha aparecido un elemento de desencuentro interior.
Recuerdo un muy viejo chiste en el que un hombre quería afiliarse al partido comunista porque le gustaba su ideario. Para ser admitido tenía que demostrar su idoneidad contestando una serie de preguntas, que en su caso de desarrollaban así:
─ ¿Qué harías si tuvieras doscientas mil hectáreas de tierra?
─ Regalaría la mitad al partido, camarada.
─ ¿Y si tuvieras treinta millones de pesetas?
─ Regalaría la mitad al partido, camarada.
─ ¿Y si tuvieras un coche?
─ Lo pondría a disposición del partido, camarada.
─ ¿Y si tuvieras bicicleta?
─ ¡Ep! Cuidado, que bicicleta tengo.

Y es que es bonita la solidaridad con las cosas de los otros.

sábado, 29 de marzo de 2008

Relato. El hombre de los tampax



El hombre de los tampax



Aquel fue un verano caluroso. Yo todavía era un estudiante, aprovechaba las vacaciones para trabajar en cualquier cosa y así ganaba algo de dinero con el que pasaba el curso sin depender en exclusiva de lo que me daban mis padres, que ni andaban sobrados ni eran muy generosos.
Estaba en segundo de carrera y había superado ya unas navidades envolviendo para regalo los más variados objetos, muchos de los cuáles jamás hubiera pensado que sirvieran para ser regalados y menos aún que a nadie le gustara que se los regalaran. También había sobrevivido a un verano en el campo recogiendo melocotones, con el cuello y las orejas cubiertos por un pañuelo que evitaba que mi piel, por lo visto alérgica al polvo de la plantación, enrojeciera como si dentro de mí llevara brasas. Y las últimas navidades me había hartado de repartir cartas de felicitación de una gran entidad financiera, que seguramente casi nadie leía y por ello era el trabajo que menos me había gustado.
Un día de primeros de junio iba andando a casa después de salir de clase cuando, en el supermercado que había unos veinte metros antes de llegar a mi portal, vi pegado en el cristal un cartelito que indicaba que se necesitaba una cajera para los meses de verano. A pesar de que el letrero pedía bien a las claras una mujer, entré y pregunté por el encargado, dispuesto a alegar discriminación si me decía que la empresa no quería un hombre. Le dije sin titubear que me interesaba el puesto. Él me miró de arriba abajo y, con sorna, me dijo:
—¿No estarás embarazada, verdad? Porque queremos que la cajera nos dure todo el verano.
Yo, que por aquel entonces cuidaba hasta la exageración mi aire despreocupado, llevaba tres días sin afeitar y unos pantalones cortos que dejaban al aire mis muy peludas piernas. Miré al encargado, repasé mentalmente mi atuendo y me eché a reír, muy divertido por aquella ocurrencia.
—Nada de hombres por el momento, estoy de exámenes —contesté, entre risas.
—Más te vale, porque como te vea con barriga te despido ipso facto —me replicó, con una entonación que me hizo presagiar que el empleo iba a ser mío.
No me equivoqué y, tres días después, me sentaba por primera vez detrás de una caja registradora, vestido con una camisa blanca y unos pantalones azules que me compré en una tienda de ropa de trabajo y no dejé de usar en todo el verano. Bueno, camisas tenía dos, porque me sudaban mucho los sobacos de tanto recoger los productos, pasarlos por el lector y empujarlos hacia adelante, y tenía que cambiármela cada día, pero pantalones tenía sólo unos, que lavé todos los fines de semana hasta que dejé de trabajar allí, el 30 de setiembre.
Llevaba cuatro o cinco días en el empleo y empezaba a familiarizarme con el lector de códigos de barras y con el pedal que hacía correr la cinta sin fin sobre la que se deslizaba la compra de los clientes, ya no tenía que darles la vuelta veinte veces a los productos para que la máquina fuera capaz de leer los códigos ni me sobresaltaba cuando los artículos llegaban al final de la cinta, puesto que se detenía sola y yo no tenía que ocuparme de hacerlo mientras cobraba al cliente anterior. Acababa de meter en la caja los billetes y monedas con los que me había pagado una mujer de unos setenta años empeñada en darme el importe exacto, lo que había retrasado la transacción sus buenos tres o cuatro minutos, porque su vista no era muy precisa, su monedero rebosaba de monedas de los más variados importes y a la señora le había costado lo suyo reunir justo lo que debía pagar. Mientras tanto, por el rabillo del ojo, yo veía unas manos de hombre que iban apilando artículos en la cinta, hasta que finalmente la señora se marchó, levanté la vista y me encontré frente a frente con él.
Su aspecto no tenía nada de particular, pero tampoco era anodino, tenía algo en su cara que resaltaba: no eran los rasgos en sí, era su expresión. Una expresión que en aquel momento no supe evaluar y que atribuí a la impaciencia. Le hice una sonrisa cómplice y al mismo tiempo evasiva, como queriendo decir: yo no he tenido la culpa del retraso, ha sido esta mujer que se ha empeñado en darme el importe exacto, cosas de gente mayor. Él no me correspondió, pero tampoco se mostró hosco, simplemente avanzó unos pasos y cogió una de las bolsas de plástico que colgaban de un gancho metálico justo al terminar la cinta, preparándose para guardar lo que había comprado.
Al ver que aquel hombre parecía tener prisa, empecé a coger los productos y a pasarlos por el lector lo más rápido que me permitía mi recién estrenada destreza, hasta que una cajita de cartón que apenas pesaba se empeñó en hacer ilegible su identificación. La pasé tres o cuatro veces, pero no hubo manera. Le di la vuelta en mis manos, buscando el código de barras, y sólo entonces me fijé en que era una caja de tampones. No le di más importancia, localicé el código y, como las rayas estaban prácticamente borradas, tecleé los números que había justo encima, que se podían leer sin problemas.
—Son para mi mujer —me dijo el hombre, menos avergonzado de lo que yo hubiera estado en una situación así.
—Ya. La máquina ha sido incapaz de leer el código de barras, está casi borrado —me excusé.
—Sí, a veces pasa. Creo que cuestan tres euros con noventa y cinco —añadió él.
Yo le miré un poco sorprendido, no esperaba que un hombre supiera el precio de una caja de tampones.
—Es que se los compro con frecuencia —dijo, como si hubiera adivinado mi pensamiento.
No hablamos más, yo seguí pasando artículos por el lector y él fue metiéndolos en bolsas; llevaba bastantes cosas, aunque ninguna de ellas muy grande ni de mucho peso. Pagó con el importe exacto, que él sí llevaba ya preparado en la mano —algo que no me extrañó después de que hubiera acertado el precio de los tampones—, se despidió con una sonrisa y se marchó.
No sabría precisar cuántos días pasaron hasta que volví a atenderlo, pero recuerdo que la siguiente vez tuvo problemas con el código de barras de un tinte para el pelo. Ahora sé que era para mujer, aunque la verdad es que entonces no me fijé. Lo que ocurrió fue muy similar a lo sucedido con los tampones: las barras casi habían desaparecido, pero los números se veían con claridad, lo que me obligó también a teclearlos.
El fuerte calor provocaba que la mayoría de la gente llenara sus carros de zumos, refrescos y helados y había días en que los estantes de bebidas se quedaban vacíos. Eso hizo que el comportamiento de aquel hombre acabara llamándome más la atención, porque siempre compraba cosas ligeras y pequeñas. Harto de ver correr sobre la cinta packs de latas de cola, cerveza y cualquier otra bebida para consumir fría, sus pequeños y ligeros envases de cartón de vivos colores resaltaban más de lo que los fabricantes podían suponer. De repente, levantaba algo que apenas pesaba y casi se me escapaba volando de las manos, miraba, y ahí estaba él, con su expresión habitual, correcta pero distante, como de hombre ocupado.
Tampones, salvaslips, maquinillas de afeitar para mujeres... una compra muy femenina, que no me hubiera llamado la atención de no haber sido porque, siempre, al menos uno de los productos que había en la cinta, tenía el código de barras ilegible. Durante un par de semanas aquel hombre habría pasado por mi caja cuatro o cinco veces cuando, un día, al finalizar la jornada, harto de que sólo él tuviera problemas con sus productos, me acerqué al anaquel donde estaban los tampones y revisé los envases uno por uno: ninguno parecía tener los códigos de barras tan destrozados como los que aquel cliente se llevaba. Aun a riesgo de que mis compañeros me tomaran por loco, los cogí todos, los llevé a la caja que yo había ocupado y los pasé uno a uno por el lector. El resultado fue un pleno: veintisiete lecturas correctas de veintisiete intentos.
Así pues, deduje que el hombre quería que nos diéramos cuenta de que compraba aquellos productos. Desconocía el motivo, pero me entró curiosidad y me dispuse a averiguarlo. Lo primero que hice fue hablar con mis compañeras de caja (yo era el único cajero, las otras tres eran mujeres), les pregunté si se habían fijado en un cliente que compraba cosas como tampax y salvaslips cuyos códigos de barras resultaban siempre ilegibles. Dos de ellas, Vanesa y Lorena, se acordaban perfectamente de él, les había llamado la atención que un hombre comprara esas cosas y sí, más de una vez habían tenido que teclear el código del producto porque la máquina no había podido leerlo. Además, Vanesa me aseguró que de la última vez que ella lo había atendido no habían pasado más de dos o tres días, y que había comprado tampones.
¿Dos o tres días? Si yo le he cobrado una caja hoy mismo, pensé. ¿Cada cuándo tenía la regla su mujer? Que también la tuviera una hija suya no era factible, porque él era demasiado joven, seguro que no llegaba ni a los treinta y cinco años. ¿Acaso se trataba de un profesor preocupado por la higiene de sus alumnas? ¿Era quizás el proveedor de las mujeres de su escalera?
Concebí un plan: tendría preparada una bolsa con algunos artículos que no pesaran demasiado y el día que el hombre misterioso reapareciera por el súper, simularía que tenía que entregarla y le seguiría, para ver a donde se dirigía con su compra. Descarté llevarlo a cabo con el permiso del encargado, que se hacía el duro en presencia de mis compañeras, pero esperaba contar con la colaboración de Vanesa, que era una chica alegre a la que le gustaba cantar y contar chistes, lo que me llevó a pensar que también le gustarían las travesuras. Además era guapísima, me atraía desde la primera vez que la había visto y supuse que convertirla en mi cómplice podía ser una buena manera de llevar nuestra relación más allá del supermercado.
No me equivoqué, le expliqué el plan y le pareció una maravilla. En cuanto tuve ocasión, metí algunos productos en una bolsa y la guardé junto al cubículo de mi caja, esperando que llegara mi presa. El hombre tardó tres días en venir. No sabíamos la frecuencia con que lo hacía y a Vanesa y a mí se nos hicieron eternos, pero la espera también aumentó nuestra complicidad, mi atracción por ella y mi sensación de que yo tampoco le resultaba indiferente. No hacíamos más que levantar la cabeza y examinar colas y pasillos, buscándolo, luego nos mirábamos nosotros y, cuando nuestras miradas coincidían, un escalofrío me recorría la espalda. Por fin, un jueves por la tarde, apareció. Tuvimos suerte porque se puso en la cola de la caja de Vanesa, ella esperó hasta que él ocupó el segundo lugar de la fila y me dijo en voz alta:
—La señora que se acaba de marchar ha olvidado una bolsa junto a tu caja.
—Anda, es verdad —comenté yo, fingiendo sorpresa.
Acabé con el cliente que estaba atendiendo en aquel momento y me dirigí a las dos personas que esperaban su turno:
—Por favor, pasen por cualquiera de las otras cajas, tengo que cerrar.
Obedecieron sin rechistar. Vanesa ya estaba con nuestro hombre y la vi teclear el código de un paquete de medias baratas, era el último producto de la cinta. Yo salí de mi pequeño recinto, cogí la bolsa y me entretuve un poco ordenando los carritos de la entrada. El hombre pagó, recogió su compra y salió. Miré qué dirección tomaba y le seguí. Le vi entrar en un portal, me detuve y esperé un par de minutos, tiempo suficiente para que hubiera cogido el ascensor.
El portal estaba abierto, era un bloque grande y había portero, ideal para mi estratagema. Entré con rapidez, fingiendo que venía con prisa, y le pregunté:
—Este hombre que ha entrado ¿es el del cuarto tercera?
—No, es el del tercero segunda —me contestó.
—¿No es el que tiene una mujer alta y rubia, de pelo largo? —insistí.
—No joven, no. Este señor vive solo.
—Joder, ya me he equivocado de persona o de dirección —me quejé de mí mismo, mientras daba media vuelta y salía del portal.
Oí que el portero echaba pestes de la juventud de hoy, tan inútil y maleducada. Yo ni siquiera me giré, regresé al súper tan rápido como pude, tenía ganas de decirle a Vanesa que era mucho lo que había descubierto y que lo mejor sería quedar después del trabajo para poder explicárselo con detalle. Dos pájaros de un tiro, eso es lo que sentí que había cazado.
—Encontré a la señora y le entregué la bolsa —dije en voz alta cuando entré en mi cubículo.
—Qué bien —comentó Vanesa, alzando también la voz—. ¿Qué tal ha ido? —preguntó después en un susurro.
—Luego te cuento. Si quieres podemos quedar a la salida —le contesté, con un hilillo de voz y el alma en vilo: era mi gran oportunidad.
—De acuerdo —aceptó ella.
Mi corazón empezó a latir con fuerza y apunté una erección que tardó bastante en desaparecer. Hacía días que Vanesa se había convertido en mi fantasía erótica de un verano demasiado caluroso y mi imaginación volaba cada vez más alto: rebozada en frutas, salpicada de bebidas frescas o embadurnada con helado se había ido adueñando de mis pensamientos hasta casi monopolizarlos.
Sí, Vanesa: cajera de supermercado, rubia teñida, estudios primarios, nacida y residente en el extrarradio, aficionada a la rumba y a los coches tuneados. Esa era una definición de chica de la que no podía presumir ante mis padres ni ante mis amigos de la facultad, porque sin duda no era lo bastante buena para mí, acostumbrado ya a la compañía de las estudiantes universitarias, siempre pendientes de llevar la marca adecuada a cada ocasión, asistir al concierto más cool, ir a ver la película más prestigiosa y criticar con voracidad todo aquello que se alejara unos centímetros de sus gustos. Dos mundos opuestos, ninguno de ellos el mío, que surgía más bien del primero y ansiaba llegar al segundo. Así lo querían mis padres, para eso estudiaba y por eso estaba trabajando en aquel supermercado.
Pero tenía veinte años y la sangre bullía dentro de mí cada vez que pensaba en Vanesa. No podía evitarlo, y tampoco lo quería.
Acabó la jornada y fui a cambiarme de ropa con rapidez. Incluso me atreví a pedirle un poco de colonia al encargado, que siempre tenía un frasquito en su taquilla. Era mala y penetrante, pero supuse que a Vanesa le gustaría.
—¿Vas de ligue? —me preguntó él.
—Sí, he quedado con una chica —le contesté.
—Qué suerte tenéis los universitarios, seguro que todas esas estudiantes liberadas tragan lo que les echen.
—Sí, la verdad es que no me puedo quejar —mentí.
—Pues venga, no te entretengas y echa el polvete pronto, que mañana hay que venir fresco al curro —bromeó.
A propuesta de Vanesa habíamos quedado en la terraza de un bar que había a un par de manzanas del súper, así evitábamos comentarios. Yo había ido muy rápido y ella todavía no estaba cuando yo llegué, lo que me permitió contemplar su aparición, tan espléndida con su minivestido ajustado que a punto estuvo de provocarme algo más bochornoso que una erección.
—Chaval, ¿qué te pasa? Me miras con los mismos ojitos que el encargado —me espetó nada más llegar, aunque con una amplia sonrisa en la cara.
—¿Qué ojitos? —pregunté con estupidez.
—Ojitos que dicen quiero meterme en la cama contigo —respondió ella.
Yo me ruboricé de arriba abajo y ella rió con ganas.
—Vaya, el hijo de papá nos ha salido tímido.
—Es que piensas unas cosas de mí —dije, soltando la frase más tonta que podía ocurrírseme.
—La verdad ¿o no?
Yo me quedé callado, de pura vergüenza.
—Oye, que a mí me halaga que los tíos se fijen en mí.
—Es que eres muy guapa.
—O sea, que estoy muy buena.
—Eso —dije con convicción, animado tras lo que me pareció una velada insinuación.
—Bueno hombre, pues dilo, pero ándate con cuidado, que mi novio es muy celoso y le he dicho que venga a recogerme aquí con su buga, así os conocéis, le he contado que me lo paso muy bien contigo, que eres pijo pero legal. Venga, explícame qué has averiguado del hombre de los tampax.
¿Novio? ¿Vanesa tenía novio? Aquella noticia, soltada de sopetón justo en nuestro primer encuentro fuera del supermercado, hizo que mi sonrojo se convirtiera en palidez. La fruta que la rebozaba se pasó, las bebidas que la salpicaban se entibiaron y el helado que la embadurnaba se derritió, como mi sueño. No sabía qué decir, ya no me parecía correcto haber husmeado en las intimidades de aquel hombre, y mucho menos contarlas, porque seguramente se parecían mucho a las mías, pero justo en aquel instante, paradojas de la fortuna, se oyó el ronco rugido de un coche preparado y fue Vanesa quien volvió a hablar:
—Mira, aquí está mi Robbie —dijo, saludando con la mano hacia un coche azulón con arabescos blancos y música estridente, del que se bajó un macizo ejemplar masculino con camiseta negra sin mangas y tatuajes en los brazos.
Vanesa se levantó y fue a su encuentro, se besaron un buen rato con la boca abierta y luego ella le cogió la mano, lo trajo hasta mí y nos presentó:
—Robbie, éste es mi compañero, el estudiante.
—¿Qué tal, colega? Vane me ha hablado muy bien de ti, espero que te comportes, es mi novia formal —me dijo con una media sonrisa que no supe cómo entender.
—Claro, somos buenos compañeros —comenté, con voz trémula.
—Oye, encantado de conocerte, nos vemos por ahí. Vámonos Vane, que nos esperan Lula y Jotaeme en el barrio —concluyó él.
—Hasta mañana. Y recuerda que tienes que contarme lo del hombre de los tampax —se despidió Vanesa.
Asentí. Subieron al coche, que él arrancó a gran velocidad y a mayor volumen de música. Yo me quedé un rato en la terraza, hasta que terminé mi cerveza, luego fui a uno de esos supermercados que están abiertos hasta las tres de la madrugada, cogí un envase de tampones, borré su código de barras con una moneda, preparé el importe exacto y me dirigí a la única caja en la que había un hombre. Él cogió el paquete y lo pasó infructuosamente frente al lector. Levantó la vista, me miró, sonrió y me preguntó:
—¿Es la primera vez, chico?
—Sí, lo es —contesté, más sorprendido que avergonzado.
—No te preocupes, esto no ha hecho más que empezar, hay muchos que tienen un armario lleno —concluyó, mientras cogía el dinero que yo llevaba en la mano y, sin contarlo, lo dejaba en la caja y la cerraba: sabía con seguridad que no había cambio que devolver porque yo había pagado con el importe exacto.

viernes, 21 de marzo de 2008

En el inicio

En el inicio están siempre las buenas intenciones. Las mías, al crear este blog, son las de ir dando a conocer mis escritos, tanto de opinión como de ficción. No me gustan los blogs en los que la gente se dedica a hablar de sí misma, así que no lo haré; escribiré lo que pienso y lo que imagino, eso será todo.

No es la primera vez que escribo para que alguien me lea, puesto que tengo publicada una novela (aprovecho y doy la referencia, tonto sería no hacerme un poco de publicidad, ya que puedo. Ahí va: Mansardas junto al mar. Editorial Maikalili, Barcelona 2006) y colaboro en una revista mensual, en la que suelen aparecer artículos míos de opinión. Sin embargo, me resulta resulta extraño lanzar mis pensamientos a este espacio casi infinito que llamamos internet, porque es como enviar un mensaje al universo, que no sabes si alguien leerá, si aguien entenderá, si a alguien le interesará. Pero si no se prueba no se sabe, así funcionan las cosas.

Cuando alguien publica un libro o un artículo por la vía tradicional sabe que muchos de sus conocidos lo leerán: su familia, sus amigos, sus compañeros de profesión; gente que conoce al autor, que sabe de sus aficiones y de sus manías, que comparte sus preocupaciones o no, que está de acuerdo con sus opiniones o en contra pero que, en cualquier caso, se mueve en un entorno similar, con unos códigos de comunicación similares.

Pero cuando alguien crea un blog y lo deja en internet para que se acerque a él quien lo encuentre y le interese, se abre a un mundo desconocido. Cualquier habitante de mis antípodas (Nueva Zelanda) que sepa español puede toparse por casualidad con este blog y leerlo. Con toda seguridad, las cosas que le interesan a un neozelandés son muy diferentes a las que le interesan a un español, pero en un momento determinado, por casualidad o por búsqueda, podría llegar a encontrar un artículo o una historia escrita en el otro lado del mundo que le resultara tan atractiva como para leerla.

Si eso llegara a ocurrir, internet habría ejercido a la perfección su papel de conector de todos los puntos de la famosa aldea global y, de paso, me habría permitido llegar a lectores a los que, de otra forma, jamás hubiera podido acceder, a no ser que dedicara mis próximos diez años a escribir otro libro de la categoría y atractivo de Los pilares de la tierra, Cien años de soledad o Harry Potter, encontrara a un editor que confiara en él, decidiera publicarlo y traducirlo a otras lenguas y tuviera el éxito suficiente como para que enormes pilas del libro ocuparan los lugares más visibles en la mayoría de las librerías del mundo.

En fin, como el cuento de la lechera hace muchos años que se inventó (si alguien no lo conoce, que me lo diga, por favor, así tendré tema para otro artículo), dejaré de soñar con convertirme en un famoso y rico escritor que viaja por todo el mundo y se aloja en hoteles de lujo y, en cambio, enviaré a viajar por el universo, en un barco de lujo, aquello que se me ocurra y considere que pueda interesar a otros. Si alguien lo lee y le gusta, o le disgusta pero no le deja indiferente, estaré muy contento si me lo hace saber, será mi mejor recompensa.

Allá vamos.