miércoles, 29 de diciembre de 2010

Pesadilla después de Navidad.


Anoche tuve una pesadilla horrible. Soñé que estaba sentado en un sillón, inmovilizado. Tan inmovilizado que no podía girar la cabeza ni parpadear, como el protagonista de A Clockwork Orange. Como él, tenía ante mí una pantalla de televisión y no podía apartar mi vista de ella ni cerrar los ojos para no verla.
No recuerdo cuánto tiempo pasé así, días, meses, tal vez años. Supuse que se traba de un castigo por haber cometido algún delito que en aquel momento no recordaba.
Sin embargo la condena empezó bien, con una emisión en blanco y negro de Crimen y Castigo, protagonizada por José Luis Pellicena, Marisa Paredes y Lola Gaos, entre otros. Era tan extraordinaria que ni siquiera me di cuenta de que, aunque lo hubiera querido, no hubiera podido parpadear. Me la tragué toda entera, todos los capítulos de un tirón. Tanto me gustó que luego salieron fotos de Franco mientras sonaba el himno nacional y me dio igual. Qué condena tan extraña, me dije, porque me lo había pasado estupendamente.
Luego la cosa se complicó, porque empezó un zapping diabólico que no me permitió ver nada entero y fui pasando sin descanso de las mamachicho a buenasnochesatodostodos, de asisonlascosasyasíselashemoscontado a suelenarasiquemasbenfotut. El batiburrillo fue importante y no fui capaz de seguir el hilo de ningún programa, pero tampoco vi ningún anuncio. Seguía siendo, por tanto, una condena resistible.
Más tarde me apretaron un poco más las clavijas, el zapping se hizo más rápido aún y fue saltando de un programa en el que mi vecina de enfrente hablaba sucesivamente de la reencarnación, de la crisis económica mundial y de la física cuántica a otro en la que un hombre gordo y desdentado hacía un speech ante la cámara ofreciéndose como marido para veinteañeras porque tenía una granja y había participado en operación triunfo. Aún sabiendo que no estaba bien reírse de la miseria ajena no pue evitarlo y pensé, bueno, van apañados, si solo es eso aguantaré la condena como un valiente.
Pero, ah amigo, entonces el zappero, como si hubiera sido capaz de adivinar mis pensamientos, se puso borde y me llevó de una tertulia en la que un ex-preso por delitos económicos daba lecciones de economía al gobierno a otra en la que un periodista aficionado al masoquismo pontificaba contra la ley de igualdad de sexos, de una en la que todos gritaban contra el aborto a otra en la que todos chillaban contra un faisán, de una en la que todos protestaban contra un zapatero a otra en la que todos arremetían contra un catalán.
Uf, ahí me estremecí y empecé a pasarlo mal. Tanto más cuanto que hasta me pareció que, subliminalmente, volvían a salir las imágenes de Franco. Un tremendo sudor frío me recorrió la espalda y por primera vez fui consciente de que aquello era en verdad un castigo.
Luego, alternando duras y maduras para así someter mi voluntad, la pesadilla se volvió piadosa y me dejó un buen rato viendo y escuchando a Iñaki Gabilondo soltando unos balsámicos comentarios inteligentes y entrevistando a personajes serios a los que se entendía la mar de bien mientras decían cosas interesantes sin voces gritando de fondo.
Y es que faltaba la última vuelta de tuerca, como el susto final de esas malas películas de terror en las que el asesino, aparentemente muerto tras recibir veinte balazos y varias paladas en la cabeza, cuando la chica que lo ha despachado se da la vuelta para llorar tranquila, se revuelve y con su ensangrentada mano la coge del tobillo y la hace caer: Gabilondo desapareció y en su lugar apareció el anagrama CNN+ que, a su vez, se derritió y fue sustituido por otro en el que se leía GH24.
Qué mal lo pasé. Mal de verdad. Mal a más no poder. La suerte es que es solo un sueño y pronto despertaré de él.

Del sueño a la pesadilla sólo hay un paso. De 4 a 5, de Prisa a Vasile


Postscriptum:
Pobre infeliz, no sabe que la vida es sueño, un sueño del que no despertará jamás y que continúa cuando el Partido Popular gana las elecciones de 2012 y vuelven a presentar los telediarios Alfredo Urdaci y Letizia Ortiz (tocada con una corona) en los que sólo se retransmiten las ruedas de prensa de Miguel Ángel Rodríguez tras los consejos de ministros presididos por Francisco Camps y Esperanza Aguirre, co-presidentes del gobierno, con Rajoy en Interior y Trillo en Justicia, mientras en la 2 sustituyen el programa Redes por el de Rejas, conducido por Mario Conde, y en Teledeporte emiten sin parar las finales de la Copa de Europa ganada por el Real Madrid mientras Franco vivía.


miércoles, 8 de diciembre de 2010

Costumbres ejecutivas. 1 - El teléfono móvil en los transportes colectivos.




Hay personas que hablan como si todo lo que dijeran fuera importante. Tienen una voz potente y hablan en voz alta para que quienes estén a su alrededor las oigan y así se den cuenta de los serios asuntos que están manejando. Porque esa es la impresión que quieren dar, la de que son ellas las que dirigen la cosa, y que la cosa es de primer orden.
Cualquiera de esas personas habla de una chorrada con una voz y una firmeza tales que parece que estén a punto de solucionar el principal problema del mundo. Cuando una de ellas dice, con voz engolada: “dile a fulanito que debe asegurarse de que hayan puesto una hoja de papel en blanco encima de la mesa de zutanito antes de mañana a las once”, quien a su alrededor la escucha tiene la impresión de que de ello depende el calentamiento global, por poner un ejemplo, y se pasa la noche rezando para que al día siguiente la hoja en blanco esté donde deba estar, por si acaso.
Hasta hace unos años, el auditorio del que esta gente disponía no era muy amplio: una barra de bar en la que se bebiera whisky como aperitivo, un cine en silencio justo antes de que empezara la película, una fila de asientos de clase turista en un vuelo interior y poco más. Además, si no querían que los tomaran por locos, estos personajes necesitaban compañía, alguien con quien comentar sus delirios de grandeza o su necesidad de aparentar algo distinto de la nadería que eran.
Sin embargo, con la proliferación de los teléfonos móviles, la afición a hacer partícipes a los demás de las conversaciones privadas se ha multiplicado de forma tal que quien no lo hace es mirado como un pobre infeliz que no tiene nada que contarle a nadie. No hay más que subirse a un tren, un avión o incluso un autobús urbano para encontrarse docenas de lo que parecen presidentes/as de consejos de administración de grandes empresas y que en realidad no son sino burócratas engreídos/as que utilizan un lenguaje pobre y mal empleado, compuesto por lugares comunes y latiguillos de argot empresarial con el que intentan convencer a los que están a su alrededor de que ellos/as son tan importantes que no les queda más remedio que aprovechar hasta los desplazamientos para seguir dirigiendo la cosa, esa que es de primer orden y no puede esperar.
Además, siempre tienen razón frente a un tercero que, por descontado, no puede oírles: “se lo he dejado bien claro, si el papel no está donde debe mañana a las once, que se atenga a las consecuencias, yo gestiono y él/ella mueve papeles, es su responsabilidad”, les dicen a su paciente oidor… si es que lo tienen, porque es posible que no siempre lo tengan, ¿cómo vamos a saberlo? Cualquiera puede coger un teléfono y soltar un discurso importante sin que haya nadie escuchándolo al otro lado, lo único que importa es que lo oiga la gente de alrededor.
¿Y esa feroz competición que se inicia en el patio de la clase económica cuando un avión del puente aéreo aterriza y que consiste en ser el/la primero/a en conectar el teléfono móvil, ponérselo en la oreja y escuchar si tienen algún mensaje o hacer una llamada para avisar de que ya han llegado? ¿Adónde? Porque hasta que lleguen a su oficina o adonde quiera que vayan les queda todavía al menos una hora. ¿Es que tienen que avisar de que no han sido secuestrados, que por lo tanto no hay que tomar represalias y que no hace falta que nadie active el botón de la bomba nuclear? ¿O es que piensan que el simple anuncio de su llegada a una hora vista va a hacer que todos trabajen como esclavos porque pronto llegará el amo?
Dicen, todos, siempre: “acabo de aterrizar. En una hora estaré allí. ¿Ha pasado algo mientras volaba?”. Nunca ha pasado nada, claro, al menos nada que no pueda esperar una hora o un mes. O por los siglos de los siglos, porque si lo que le dijeran en este momento fuera “ha pasado que te han despedido”, estoy por garantizar ante notario que cualquier empresa podría seguir adelante tan ricamente sin la participación del imprescindible prescindido de turno.

Yo estoy a favor de que se inhiba la señal de telefonía móvil dentro de los vehículos de transporte colectivo, o sea: que no los puedan usar y dejen de dar la vara, ya sea en aviones, trenes, autobuses o taxis compartidos. Todos disfrutaríamos de viajes más cómodos, quienes no somos importantes podríamos leer novelas en paz, quienes lo sean podrían subrayar informes vitales para la marcha del mundo, todos seríamos más productivos porque llegaríamos más relajados a nuestras empresas y, sobre todo, quizá una norma básica de educación que parece caída en desgracia se convirtiera poco a poco en hábito: no molestar a los demás.
Que así sea.