domingo, 6 de diciembre de 2009

Linchamientos

Enrique Lynch, en su artículo Revanchismo de género, publicado en El País el 19.11.2009, comete varios errores, el peor de los cuales, sin duda, es no calibrar la fuerza de los fundamentalismos.
Los fundamentalismos están basado en la intransigencia: o estás conmigo o estás contra mí, no conciben posturas intermedias. Sean religiosos, nacionalistas o de sexo. ¿Por qué entonces si el machismo es intrínsecamente perverso al feminismo hay que considerarlo intrínsecamente bueno? No parece tener mucho sentido, puesto que ambos buscan la supremacía de lo propio, de otro modo no se llamarían así. ¿Por qué las mujeres no han llamado "personalismo" a su movimiento reivindicativo? ¿Acaso no buscan la igualdad entre los sexos?
¿Cuál es el pecado del artículo de Lynch? Obviamente es el de no seguir los mandamientos, como en cualquier religión. Pero, ¿hasta dónde somos culpables todos de que cada vez haya más noticias de muertes de mujeres a manos de hombres?
Tal vez la publicidad que se da a tales crímenes no tenga el efecto beneficioso de que todos los hombres pensemos ¡qué horror! sino que quizá tenga el pernicioso de que algunos piensen ¡eso es posible, puedo matarla y encima salir en la tele! No es un razonamiento frívolo, la estupidez humana alcanza estos límites.
Tal vez seguir emitiendo "Cine de barrio" cada sábado por la tarde siga fomentando unos comportamientos y fomentando unas ideas que debieran haber muerto con Franco y que es incomprensible que un gobierno socialista siga pregonando a través de la televisión pública.
Tal vez las madres sigan educando a sus hijos como fueron ellas educadas y transmitiendo unos valores que luego queremos que no sean los que imperen en nuestra sociedad. Y con la madres, los padres, claro, y los colegios, y los anuncios de la tele, y las películas, y las novelas, y los regalos, y la religión, y el ejército.
Si creamos desigualdad ¿cómo queremos que después ellas se enfrenten a ellos, a quienes les han dicho que son y han de ser superiores? Eso es lo que viene a decir Lynch en su artículo: no envíes al niño a luchar contra el oso, porque lo destrozará.
Hace unos pocos días vi un reportaje en la televisión loando la presencia de mujeres en cargos importantes en las minas (¡nunca antes había habido mujeres en las minas!, clamaba, orgullosa una voz en off). Luego entrevistaban a los mineros. Unos decían que les daba igual si su jefe era un hombre o una mujer, porque al fin y al cabo todos le iban a dar órdenes. Pero algunos también encontraban a faltar que hubiera mujeres a su lado, trabajando, allí, en la parte dura. Esa sería una buena muestra de igualdad, pero la reivindicación de las mujeres no ha llegado hasta el pico, se ha quedado en la oficina.
Hace unos años, en una excelente película ¡norteamericana! (American history X), que narraba el proceso de conversión a la exrema derecha de dos hermanos cuyo padre, bombero, había muerto en acto de servicio, el mayor recordaba a su padre cuando le decía que en su unidad habían escogido a un hombre de color para cumplir con la cuota, lo que a él le dejaba la duda de saber si era el mejor candidato y si su vida estaría lo mejor protegida posible en caso de necesidad. Cuando finalmente el hombre muere apagando un fuego, el mecanismo en el cerebro de su hijo funciona sin vacilaciones: por culpa de un negro mi padre está muerto, y se acerca al racismo, a la violencia, al nazismo.
Mucho cuidado con las discriminaciones, por muy positivas que sean, porque son muy, muy peligrosas.

martes, 3 de noviembre de 2009

Las barbas del profeta. Relato

Era el primer día laborable de setiembre y Jordi Feliubó tenía que volver al trabajo después de haber disfrutado de un mes de vacaciones.
Aunque su profesión era de las que despiertan envidias, también a él le pesaba la rutina y más de una vez había pensado que si todos los días sintiera el mismo agobio que los lunes ─y no digamos que el primer día de trabajo tras las vacaciones─ seguramente se plantearía el hecho de cambiar de empleo. Sin embargo era un pensamiento que se guardaba para sí, porque sabía que había oficios muchísimo más rutinarios, peor pagados y menos prestigiosos que presentar las noticias de un canal de televisión; y que cualquiera de los empleados de una cadena de montaje, de un supermercado o de un banco le habría permutado su puesto ─y, sobre todo, su salario─ sin dudarlo un instante. De modo que no lo comentaba con nadie, pero estaba convencido de que, siendo como es todo tan relativo en este mundo, a él le costaba proporcionalmente el mismo esfuerzo decidirse a abandonar la cama que a cualquier otro asalariado del mundo.
Tuvo que madrugar por primera vez en muchos días, secarse el pelo con un ruidoso aparato que le daba el volumen recomendado por los asesores de imagen y ponerse unos de los trajes que el diseñador que proveía a la televisión para la que trabajaba se había encargado de hacer llegar a su casa. Pero aquella mañana hubo algo que no hizo: afeitarse. Estaba cansado de hacerlo, como casi todos los varones adultos, claro, pero a él, además, un dermatólogo que había conocido en una recepción poco antes del verano le había recomendado que no lo hiciera durante una temporada, porque tenía la piel muy irritada de tanto rasurado, de tanta loción y de tanto maquillaje. Si no se dejaba barba era más que probable que una legión de granos purulentos le salpicara su hasta entonces lisa y tersa piel, le había dicho. La amenaza era de las que provocan escalofríos y Jordi Feliubó no necesitó que se lo repitieran: se afeitó por última vez el treinta y uno de julio.
Tenía una barba espesa y de rápido crecimiento que, un mes después, había alcanzado una longitud y un volumen suficientes como para no parecer un guerrillero que acabara de salir de su escondite en las montañas, ni un harapiento en horas bajas. Al contrario, tanto su mujer como sus amigos le habían dicho que le quedaba muy bien y le confería un aire de respetabilidad que seguramente les daría aún más credibilidad a las noticias que salieran de su boca.
Relativamente compensada la depresión del regreso al trabajo por la alegría que le supuso no tener que someterse a la tortura del afeitado, emprendió el camino de los estudios de bastante buen humor. Cogió su coche y condujo mientras escuchaba la radio, como solía hacer, para estar al tanto de las últimas novedades del día y aprender de las perfectas dicciones de algunos de sus locutores, que ─ellos sí auténticos privilegiados─ podían enfrentarse al público vestidos de cualquier manera y rasurarse una vez a la semana si ese era su deseo.
Llegó en poco más de veinte minutos. Tenía una plaza reservada en el aparcamiento cubierto ─prerrogativa sólo concedida a los altos cargos y a las estrellas más rutilantes del momento─, metió el coche en ella, entró en el edificio y cogió el ascensor que le dejaba a pocos metros de su despacho.
No se encontró con nadie en el corto trayecto. Se plantó frente a su puerta, en la que todavía estaba el letrero en el que se podía leer: "Jordi Feliubó. Informativos", la abrió con lentitud, asomó la cabeza y echó un vistazo al interior. Nada había cambiado en un mes. Eso lo reconfortó, siempre sentía un desagradable vacío en el estómago cuando regresaba al trabajo después de las vacaciones o de un simple fin de semana, porque temía encontrarse a otro sentado en su sillón. Quizá fuera un trabajo más atractivo que otros, pero colgaba de un hilo que mucha gente podía cortar en cualquier momento: un bajón en la audiencia debido a un locutor nuevo y con más gancho en otra cadena, una racha de malas noticias que pudiera hacer que la gente asociara mensajero y desgracia, un cambio de accionistas en la empresa... eran muchos los peligros que Jordi Feliubó sabía que existían, y de vez en cuando sus dolorosas e incómodas gastritis se lo recordaban. Pero, al menos por esta vez, estaba a salvo: todo seguía prácticamente igual que cuando se había marchado, únicamente unas carpetas nuevas sobre la mesa, seguramente proyectos para reportajes o entrevistas a fondo, de las que solía hacer una a la semana y habían aumentado su prestigio hasta convertirlo en el presentador de televisión que, según los sondeos, despertaba mayor confianza en los espectadores.
Se sentó un momento en el sillón. Todo andaba bien, nadie había modificado la altura ni la resistencia del respaldo para adaptarlo a su propia conveniencia, eso significaba que su puesto no peligraba. Miró el reloj, eran casi las once, hora de pasarse por la redacción para ver cómo marchaba todo y empezar a elegir la noticia que abriría las noticias del mediodía.
Su despacho estaba cerca del ascensor, pero para llegar a la redacción tenía que atravesar unos cuantos metros de pasillos. Empezó a andar y a acumular saludos de cuantos se cruzaban con él.
─¡Presentador nuevo!
─¡Vaya cambio!
─¡Estás desconocido!
─¿Quién es ese? ─bromeó alguno.
Llegó a la redacción y fue recibido con un silbido de admiración y con algunos aplausos, más jocosos que otra cosa. Entonces, el jefe de informativos, que estaba de pie, con los codos apoyados sobre una mesa, conversando con una de las redactoras más jóvenes y guapas, giró la cabeza para ver qué era lo que había causado tanto revuelo entre el personal.
─¿Es Jordi ? ─preguntó espantado a la redactora.
─Claro ─contestó ella, un poco sorprendida por la pregunta.
─¡Jordi ! ─gritó.
El aludido saludó con la mano.
El jefe de informativos se irguió apresuradamente y atravesó a grandes zancadas la distancia que le separaba del presentador. Cuando llegó a su lado lo miró con incredulidad, le cogió por el codo y le susurró al oído:
─Ven conmigo, rápido.
─¿Adónde?
─Calla y sígueme.
Salieron de la redacción y se dirigieron hacia el despacho del jefe a paso vivo y en silencio.
A Jordi Feliubó le temblaban las piernas. ¿Qué pensaba decirle? ¿Se habría extrañado de su presencia pensando que ya no iba a volver más porque le habían despedido? ¿Es que a alguien se le había olvidado comunicárselo? ¿A eso y no a su barba se debía tanta broma por los pasillos?
─Andreu, ¿qué pasa? ─se atrevió a preguntar.
─Silencio. Hablaremos cuando lleguemos a mi despacho.
Estaba lejos, puerta con puerta con el del del propio Jordi Feliubó. Por fin llegaron. "Andreu Espillet. Jefe de informativos", decía el rótulo. Entraron. El jefe cerró la puerta y se pasó un pañuelo por la sudada frente.
─¿Qué has hecho? ─preguntó estupefacto.
─¿Tenía que haber regresado antes? ─preguntó a su vez el presentador, desorientado.
─¡No tenías que haber regresado nunca! ─contestó el jefe.
Jordi Feliubó tuvo que sentarse, las piernas le habían flojeado definitivamente y eran incapaces de sostenerle en pie. Lo sabía, se dijo, me han echado, estoy acabado.
─¿Pero cómo se te ocurre?
─Yo no sabía nada.
─¡Joder!, estas cosas se intuyen, se imaginan, uno se las espera. Somos profesionales, conocemos este mundo.
─He estado de vacaciones, nadie se ha puesto en contacto conmigo.
─¿Se lo habías dicho a alguien?
─¿Decirle qué?
─Que ibas a dejarte barba.
─¿Barba?
─Claro, así es como se llama esa asquerosa pelambrera que llevas en tu cara.
─¿Todo esto es por la barba? ─preguntó Jordi Feliubó.
─Pues claro, ¿qué pensabas?
El presentador suspiró aliviado.
─Qué susto me habías dado.
─No sé qué te imaginabas, pero ahora que sabes de qué va la cosa es cuando deberías estar asustado: así no puedes presentar las noticias.
─¿Qué dices? ¿Tengo mal aspecto?
─No sé si tienes buen o mal aspecto, sólo sé que llevas barba y que el presentador de las noticias no ha de llevarla.
─¿Está en algún reglamento? ¿En alguna cláusula del contrato?
─No lo sé, ni me importa, pero no quiero ni imaginar lo que diría el jefe de programas cuando se enterara, y no digamos el director... y el consejero delegado... y el presidente. ¡Tú estás buscando mi ruina!
─¿Pero Andreu, es que te has vuelto loco? ¿De verdad crees que alguien puede reprocharte que uno de tus presentadores se haya dejado barba? ¿En qué año crees que estamos, en 1940?
Andreu Espillet se sentó en su sillón, se pasó de nuevo el pañuelo por la frente y acabó escondiendo la cara entre las manos. Estuvo así unos segundos. No sabía qué decir ni qué hacer. Las más desagradables imágenes pugnaban por desfilar en su cerebro, y todas tenían cabida. Se veía expulsado del edificio a puras patadas en el culo, rechazado de cualquier empresa a la que acudiera a pedir trabajo, sus hijos marginados por sus compañeros de colegio, su mujer despreciada por peluqueras y masajistas, el préstamo sin pagar, su casa con jardín en las afueras y su automóvil alemán embargados, un titular en los periódicos: "ex-jefe de informativos de la televisión fotografiado mientras pedía limosna en una estación del metro". ¡Santo Dios!
─Ve inmediatamente a la peluquería y que te afeiten.
─Ni pensarlo.
─¡Es una orden, soy tu jefe!
─Si me afeito va a ser peor.
─Imposible.
─Van a salirme granos en la cara.
─Eso se tapa con maquillaje.
─Mira, Andreu, hace mucho que nos conocemos, cálmate un poco y hablemos, creo que estás sacando las cosas de quicio.
─No hay nada que decir, Jordi. Si quieres presentar las noticias tienes que afeitarte, eso es todo lo que tenemos que hablar.
─Pero Andreu, coño, llama al jefe de programas, pregúntale qué le parece, estás dando por supuesto que va a estar en desacuerdo, pero no lo sabes.
─Sé muy bien cómo piensa.
─Crees saber cómo piensa, también yo creía saber cómo pensabas tú y ya ves cuánto me he equivocado.
─No vamos a discutir más este asunto, Jordi. Tengo trabajo, y tú también. Cuando te hayan afeitado pásate por la redacción, escogeremos los titulares y repasaremos un poco las otras noticias. Date prisa que ya se está haciendo tarde.
Andreu Espillet se levantó de su sillón, pasó por delante del presentador y se dirigió hacia la puerta.
─Andreu.
El jefe de informativos se paró, pero no se volvió para mirar al locutor.
─Andreu, por favor, llama al jefe, verás como no le parecerá un problema que me haya dejado barba. Todos los que me han visto dicen que me queda muy bien, que me confiere respetabilidad.
─No voy a llamarle, no quiero ni que sepa que a alguno de mis presentadores se le ha ocurrido tan peregrina idea, no quiero desprestigiarme por algo que no ha ocurrido.
─Se volvió hacia él y añadió, remarcando bien cada palabra─: No ha ocurrido ¿entiendes?
─Iré a verle.
─Si vas a verle te mato. ¿Me has oído? Te mato. Literalmente. Tengo una pistola en el cajón y no bromeo. Dentro de media hora te espero en la redacción.
Salió del despacho dando un portazo.
Jordi Feliubó se se quedó un rato sentado. Reflexionaba, discurría, pensaba; se dedicaba a todas esas cosas que el cerebro de los humanos sabe hacer cuando lo intenta, pero no encontraba ninguna solución. No se atrevía a desafiar a Andreu, llevaba las de perder: seguramente no le dejaría presentar las noticias si aparecía en el plató con la barba; y luego ya buscaría algún argumento de más peso para justificar su decisión. Tampoco quería arriesgarse a visitar al jefe de programas y explicarle la situación, puede que también estuviera en contra o puede que Andreu, en un ataque de furia, acabara pegándole el tiro que le había prometido, si es que realmente tenía esa pistola en el cajón. Pero sabía que, si se afeitaba y al cabo de unos días empezaban a salirle granos, no iba a durar mucho como presentador de las noticias de mayor audiencia.
¿Qué iba a hacer luego? Estaba claro que ninguna cadena lo contrataría, y su voz no era lo suficientemente profunda para la radio. No era bueno escribiendo ni lo bastante valiente para hacerse corresponsal de guerra. Y no sabía hacer mucho más para ganarse la vida. Había tenido la suerte de tener lo que se llama una buena presencia y una muy conveniente pronunciación, con un acento neutro que no lo vinculaba a ningún sitio, algo ideal para un presentador que debe llegar a todo el mundo. No había necesitado nada más para auparse hasta donde había llegado, pero ahora todo se tambaleaba y el miedo le atenazaba.
Andreu Espillet estaba en la redacción, dedicándose a recorrer sin descanso la enorme sala. Estaba nervioso, preocupado por la situación. Miró la hora: las doce pasadas; había que empezar a elaborar el sumario, algo que solía hacer con Jordi Feliubó. Se sentó en su silla y consultó su ordenador. Marcó seis noticias de la lista que aparecía en la pantalla: serían los titulares. Ahora sólo faltaba escoger, de entre ellas, la que abriría la edición. Descartó las internacionales, luego las nacionales ocurridas fuera de su comunidad. Sólo quedaba la visita del presidente a una comarca deprimida y la exitosa actuación en Italia de un famoso cantante de ópera catalán. Repasó otra vez las del extranjero: Israel se había vengado de un ataque procedente del sur del Líbano y las guerras tribales ocasionaban miles de muertos en un país africano. No podía empezar con ninguna de ellas. El consumo familiar aumentaba y amenazaba con descontrolar la inflación. No. Madrid era la capital europea con más zonas verdes y peor mobiliario urbano. Tampoco. Se decidió por el cantante de ópera, ya llevaba demasiados días encabezando las noticias con el presidente visitando alguna de las comarcas vecinas a su lugar de vacaciones.
A la una y media se acercó a la cafetería. No tenía hambre pero esperaba encontrarse allí con su presentador. No sabía dónde se había metido desde que habían discutido hacía más de dos horas y estaba inquieto porque había estado esperando que regresara a su despacho y le pidiera perdón, con la cara limpia y oliendo a loción para después del afeitado. No había sido así, pero algo le decía que habría acabado haciéndole caso y que aquella horrible barba seguramente no sería ya más que un mal recuerdo.
No se equivocó: Jordi Feliubó llegó a la cafetería cinco minutos después que el jefe de informativos, pulcramente afeitado y con la cara perfectamente maquillada para evitar que la palidez de sus mejillas ─tantos días al abrigo del sol─ contrastara con la bronceada frente. Andreu Espillet sintió un gran alivio en su interior y con un gesto le invitó a que se sentara en su misma mesa.
El presentador se situó en una silla frente a él.
─Has tomado la decisión correcta ─dijo el jefe.
─Era lo único que podía hacer.
─No lo único, pero sí lo más sensato.
─¿Qué pasará cuando empiecen a salirme granos en la cara? ─preguntó Jordi Feliubó.
─Estoy convencido de que eso no sucederá. Te enviaremos al mejor especialista de la piel.
─¿Y si es inevitable?
─No seas pesimista.
─¿Me echaríais?
─Yo no soy el jefe de personal.
─¿Cuál sería tu opinión?
─Hombre, puedes imaginar que no es apropiado que el presentador de las noticias tenga un aspecto que pueda producir malestar entre los telespectadores.
─Me echaríais.
─Tal vez todo quedara en una temporada de descanso, hasta que tu piel volviera a estar en condiciones.
─Entiendo.
Hubo una pausa.
─He oído rumores de que habéis echado a Rosa ─comentó el presentador.
─Efectivamente, se trata de rumores: Rosa se ha ido por su propia voluntad ─puntualizó el jefe─. No daba la imagen que la cadena necesitaba y ha llegado a un acuerdo con la empresa.
─Pues llevaba mucho años con nosotros y siempre habíamos mantenido buenos niveles de audiencia, éramos la pareja de presentadores de noticias favorita del público.
─No te preocupes por eso, tenemos una sustituta mucho mejor ─cortó el jefe, con una sonrisa en la boca.
Comieron en silencio. Una ensalada y un poco de pescado a la plancha. Agua mineral. Un café.
─¿Has elegido ya las noticias? ─preguntó el presentador.
─Sí, como no llegabas he tenido que hacerlo yo solo.
─¿Con qué empezaremos?
─Con Arcadi Curses cantando en Milán. Un éxito apoteósico.
─¿No hay nada más interesante? He oído por la radio que Israel había atacado el sur del Líbano.
─No vamos a encabezar las noticias del primer día laborable de mucha gente con una noticia penosa.
─Claro.
Fueron juntos a la redacción. Acabaron de completar el contenido de las noticias. Jordi Feliubó regresó a maquillaje para que le dieran los últimos retoques y Andreu Espillet se dirigió a su despacho. Siempre veía las noticias allí, no le gustaba estar en la cabina de realización porque no soportaba estarse callado y más de una vez había tenido enfrentamientos con algún realizador.
─Cinco minutos.
Jordi Feliubó sí que visitó al realizador, se conocían desde hacía mucho tiempo y solían comentar algunos detalles técnicos antes de empezar las noticias, luego entró en el plató y se sentó en la silla del presentador.
A su lado lo hizo una chica nueva que no conocía: tenía unos veinticinco años, los ojos verdes, mucho volumen de rojizo y ondulado pelo y unos labios gruesos y carnosos que no parecían naturales. Realmente la imagen de la cadena iba a ser bien distinta: Rosa había entrado ya en la cuarentena, tenía el pelo lacio, los ojos marrones y usaba gafas para leer desde hacía algunos meses.
─Soy Jordi Feliubó. Ya me han comentado que eres la sustituta de Rosa ─le dijo, mientras se estrechaban la mano.
─Me llamo Laia.
Tenía una voz demasiado aguda y su entonación era chabacana, muy distinta de la culta pronunciación de Rosa: otro cambio.
─Me gustaba mucho trabajar con Rosa, éramos amigos.
─Lo entiendo, pero al parecer tuvo problemas de imagen.
─¿Se había dejado barba?
Laia le miró boquiabierta.
─Era una broma.
Laia hizo una mueca parecida a una sonrisa.
─¡Un minuto!
Ambos se prepararon, se pusieron frente a la cámara y ordenaron los papeles que tenían sobre la mesa. Laia se esponjó un poco el pelo y una maquilladora le repasó la sombra de un ojo. Jordi Feliubó tuvo tiempo aún para coger el teléfono que tenían sobre la mesa e intercambiar en voz muy baja unas pocas palabras, casi susurros, con el realizador.
─¡Tres, dos, uno. Dentro!
Sonó la pegadiza sintonía mientras una cámara ofrecía un plano general del estudio, luego el realizador cambio de cámara y apareció el atractivo rostro de la nueva presentadora.
Laia leyó el sumario mientras en pantalla aparecían imágenes de las noticias que exponía. Cuando acabó, el realizador seleccionó la cámara que enfocaba a Jordi Feliubó.
El presentador, después de un breve saludo, empezó a contar, con el semblante muy serio y la voz grave y pausada, que el hasta entonces jefe de informativos de la cadena, Andreu Espillet Miralles, había sido despedido tras hacerse pública su vinculación con una red internacional de tráfico de drogas, trata de blancas y proxenetismo. Una sorpresa que había causado estupor en la cadena y que había obligado a la dirección a tomar tan drástica medida dada la gravedad de los hechos, perfectamente probados.
Andreu Espillet estaba en su despacho, mucho más tranquilo desde que había visto a Jordi Feliubó en la cafetería, sin aquella horrible y anticuada barba que ya no era más una anécdota de la que pronto se reirían los dos. Prestaba más atención al rostro perfectamente afeitado y maquillado del presentador que a las palabras que salían de su boca, y tardó en darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Lo hizo en el momento en que una fotografía de su propia cara ocupó toda la pantalla y fue entonces cuando empezó a prestar atención a lo que decía la voz en off. Al oír todas aquellas atrocidades dio un respingo, maldijo y comprendió que, si no detenía aquello, su carrera estaba llegando a su fin: conocía suficientemente bien el medio como para saber que, por muchos desmentidos que ofreciera la cadena ─¿realmente los ofrecería?, se preguntó aterrado─, en cuanto aquel programa acabara Andreu Espillet habría dejado de tener futuro.
Salió disparado de su despacho y empezó a correr camino del estudio desde el que se emitían las noticias.
¿Qué hacía el realizador que no detenía a aquel energúmeno? ¿En qué estaba pensando? ¿Es que él también se estaba creyendo aquella infamia? Subió corriendo las escaleras que llevaban hasta la cabina. Cuando llegó arriba notó un fuerte pinchazo cerca del hombro izquierdo, luego sintió que se ahogaba, sus piernas se doblaron y cayó redondo sobre el linóleo.
Tardó un par de meses en recuperarse y en saber que, en cuanto él cayó al suelo, víctima del ataque al corazón, el realizador ─marido de Rosa, la antigua presentadora de las noticias─ interrumpió la emisión en circuito cerrado de aquella farsa e inició el minuto de cuenta atrás previo a la auténtica transmisión de las noticias, que empezaron con la reseña del gran triunfo de Arcadi Curses
en la Escala de Milán, narrada por Jordi Feliubó.

viernes, 28 de agosto de 2009

Relato. El hombre que no leía a Stieg Larsson

Érase una vez un hombre que no había leído ninguna novela de Larsson. Tal vez resulte difícil de creer, pero al parecer es cierto, tengo un amigo del que me puedo fiar que me asegura que un muy buen amigo suyo tiene un primo que lo conoce, y que era una persona normal que no se daba cuenta de lo que le sucedía hasta que fue demasiado tarde.
Dicen que el hombre sí que se fijaba en que todo el mundo llevaba los mismos voluminosos libros bajo el brazo, que en la radio los locutores comentaban que estaban enganchados a esas novelas, que en los periódicos había anuncios y reseñas incluso lejos de las escasas páginas literarias que incorporaban y que hasta en la tele hablaban de ellos, pero que no hacía mucho caso, pensando que no era más que una moda pasajera.
Pero aquello no remitía, antes al contrario, y el hombre empezó a preocuparse. Comentan que tenía un vecino, al que nunca antes había visto leer, que ahora andaba siempre con uno de esos gruesos libros en lugar de con su cartera habitual, incluso que un día se lo encontró sentado en el portal apurando las últimas páginas del primer volumen. Que, junto a la máquina del café, sus compañeros de trabajo se ponían al corriente unos a otros del nivel que habían alcanzado: yo ya he leído dos volúmenes, yo todavía voy por la mitad del primero pero lo estoy devorando y te alcanzaré pronto.
Hasta que un día alguien le soltó a bocajarro: y tú, ¿no has leído las novelas de Larsson? Cuentan que, cuando nuestro hombre contestó que no y vio las miradas de reprobación a su alrededor, se sintió mal, como si no estuviera cumpliendo un deber importante. Que aquella noche tuvo una pesadilla: el fantasma del tal Larsson se le aparecía y, como castigo por no haber leído sus libros, le taladraba el cuerpo por innumerables lugares y le colocaba piercings en los agujeros. Que se despertó, bañado en un sudor frío, cuando en el sueño contemplaba la sádica sonrisa de su torturador en el momento en que la máquina iba a empezar a percutir la punta de su pene.
Dicen que pensó que había alcanzado el límite, que llamó al trabajo y arguyó que no se encontraba bien, pero que lo que en realidad quería era comprar aquellos libros cuanto antes, de modo que acudió a primera hora a una gran librería dispuesto a saldar su deuda con la sociedad. Que una vez allí, vio enseguida enormes pilas de los tres gruesos volúmenes de Larsson y cogió un ejemplar de cada, pero que a su lado había libros de otro sueco, Henning Mankell, de los que cogió también cuatro títulos, que un poco más allá vio libros de Hakan Nesser, un sueco más, y cogió un par, que no dejó de lado los de John Ajvide Lindqvist, por si se ponía de moda, y que pilló alguno de Jens Lapidus, por si ya lo estaba, no fuera a pasarle como con Larsson. Que luego pidió ayuda para acarrear varios volúmenes de Mari Jungstedt, G. W. Persson y Karin Alvetgen, por si acaso.También cuentan que, con todos aquellos libros, metidos en un carrito de supermercado que le prestaron, cogió el coche y se dirigió al aparcamiento de Ikea, donde se dice que, todavía hoy, los que se acercan por allí, pueden encontrarlo leyéndolos mientras mordisquea bocaditos de galletas de avena con arenques marinados y que, si alguien se le aproxima, le habla en un idioma ininteligible que unos dicen que es sueco y otros que, simplemente, son palabras sin sentido que se ha inventado; y que su expresión es la de un hombre feliz, orgulloso de haber cumplido con su deber.

lunes, 13 de abril de 2009

Los guardianes de la ortodoxia

Ignasi Guardans es un tipo que me cae bien. No lo conozco personalmente pero, de todos los políticos que llenan los periódicos cada día, es de los pocos cuyas causas comparto: pretende restringir el uso del tabaco y está cansado de que lo humillen en los aeropuertos en aras de la seguridad.
Ahora, su partido, Convergència Democràtica de Catalunya, más próximo a los mitos que a las realidades, ha decidido prescindir de él en las próximas elecciones europeas, quizá porque Guardans se ha dedicado más a intentar mejorar la realidad que a ser fiel a unos mitos que, ya se sabe, no admiten variaciones o perderían su condición.
El hombre, que fue diputado en el Congreso español y todavía lo es en el Parlamento europeo, se va a quedar sin trabajo, como si fuera una víctima más de la crisis, pero ha encontrado otro enseguida, incluso antes de perder el que tiene; señal de que debe ser alguien apreciado y valorado más allá de las patrias pequeñas.
Y eso seguro que les duele a quienes lo han castigado, porque los deja sin argumentos en unos tiempos en los que encontrar un político que se tome en serio su trabajo de defender los derechos de los ciudadanos y sea un tipo honrado (pongo la mano en el fuego por ti, Guardans) es algo bastante difícil, rebosantes como estamos de noticias sobre corrupciones y corporativismos.
De modo que los popietarios de la verdades absolutas han decidido que no es suficiente el castigo infligido y han buscado otro motivo para agravarlo: Guardans va a ser elegido nuevo director del Instituto del Cine y las Artes Audiovisuales, dependiendo del Ministerio de Cultura, en el Gobierno del PSOE.
¡Anatema! Porque los visionarios de las patrias pequeñas piensan que el Ministerio de Cultura debería desaparecer y que el PSOE es un partido traidor a Catalunya. Eso merece, por lo tanto, la expulsión del hereje, y se ha encargado a las Juventudes de Convergència que formulen de inmediato tal petición. Ya se sabe, si son los jóvenes quienes lo piden siempre queda el recurso de decir que tenen vint anys i els bull la sang. No fuera que si lo pidieran los mayores alguien les recordara su apoyo al Partido Popular, ese gran aliado de la independencia de Catalunya.