sábado, 29 de marzo de 2008

Relato. El hombre de los tampax



El hombre de los tampax



Aquel fue un verano caluroso. Yo todavía era un estudiante, aprovechaba las vacaciones para trabajar en cualquier cosa y así ganaba algo de dinero con el que pasaba el curso sin depender en exclusiva de lo que me daban mis padres, que ni andaban sobrados ni eran muy generosos.
Estaba en segundo de carrera y había superado ya unas navidades envolviendo para regalo los más variados objetos, muchos de los cuáles jamás hubiera pensado que sirvieran para ser regalados y menos aún que a nadie le gustara que se los regalaran. También había sobrevivido a un verano en el campo recogiendo melocotones, con el cuello y las orejas cubiertos por un pañuelo que evitaba que mi piel, por lo visto alérgica al polvo de la plantación, enrojeciera como si dentro de mí llevara brasas. Y las últimas navidades me había hartado de repartir cartas de felicitación de una gran entidad financiera, que seguramente casi nadie leía y por ello era el trabajo que menos me había gustado.
Un día de primeros de junio iba andando a casa después de salir de clase cuando, en el supermercado que había unos veinte metros antes de llegar a mi portal, vi pegado en el cristal un cartelito que indicaba que se necesitaba una cajera para los meses de verano. A pesar de que el letrero pedía bien a las claras una mujer, entré y pregunté por el encargado, dispuesto a alegar discriminación si me decía que la empresa no quería un hombre. Le dije sin titubear que me interesaba el puesto. Él me miró de arriba abajo y, con sorna, me dijo:
—¿No estarás embarazada, verdad? Porque queremos que la cajera nos dure todo el verano.
Yo, que por aquel entonces cuidaba hasta la exageración mi aire despreocupado, llevaba tres días sin afeitar y unos pantalones cortos que dejaban al aire mis muy peludas piernas. Miré al encargado, repasé mentalmente mi atuendo y me eché a reír, muy divertido por aquella ocurrencia.
—Nada de hombres por el momento, estoy de exámenes —contesté, entre risas.
—Más te vale, porque como te vea con barriga te despido ipso facto —me replicó, con una entonación que me hizo presagiar que el empleo iba a ser mío.
No me equivoqué y, tres días después, me sentaba por primera vez detrás de una caja registradora, vestido con una camisa blanca y unos pantalones azules que me compré en una tienda de ropa de trabajo y no dejé de usar en todo el verano. Bueno, camisas tenía dos, porque me sudaban mucho los sobacos de tanto recoger los productos, pasarlos por el lector y empujarlos hacia adelante, y tenía que cambiármela cada día, pero pantalones tenía sólo unos, que lavé todos los fines de semana hasta que dejé de trabajar allí, el 30 de setiembre.
Llevaba cuatro o cinco días en el empleo y empezaba a familiarizarme con el lector de códigos de barras y con el pedal que hacía correr la cinta sin fin sobre la que se deslizaba la compra de los clientes, ya no tenía que darles la vuelta veinte veces a los productos para que la máquina fuera capaz de leer los códigos ni me sobresaltaba cuando los artículos llegaban al final de la cinta, puesto que se detenía sola y yo no tenía que ocuparme de hacerlo mientras cobraba al cliente anterior. Acababa de meter en la caja los billetes y monedas con los que me había pagado una mujer de unos setenta años empeñada en darme el importe exacto, lo que había retrasado la transacción sus buenos tres o cuatro minutos, porque su vista no era muy precisa, su monedero rebosaba de monedas de los más variados importes y a la señora le había costado lo suyo reunir justo lo que debía pagar. Mientras tanto, por el rabillo del ojo, yo veía unas manos de hombre que iban apilando artículos en la cinta, hasta que finalmente la señora se marchó, levanté la vista y me encontré frente a frente con él.
Su aspecto no tenía nada de particular, pero tampoco era anodino, tenía algo en su cara que resaltaba: no eran los rasgos en sí, era su expresión. Una expresión que en aquel momento no supe evaluar y que atribuí a la impaciencia. Le hice una sonrisa cómplice y al mismo tiempo evasiva, como queriendo decir: yo no he tenido la culpa del retraso, ha sido esta mujer que se ha empeñado en darme el importe exacto, cosas de gente mayor. Él no me correspondió, pero tampoco se mostró hosco, simplemente avanzó unos pasos y cogió una de las bolsas de plástico que colgaban de un gancho metálico justo al terminar la cinta, preparándose para guardar lo que había comprado.
Al ver que aquel hombre parecía tener prisa, empecé a coger los productos y a pasarlos por el lector lo más rápido que me permitía mi recién estrenada destreza, hasta que una cajita de cartón que apenas pesaba se empeñó en hacer ilegible su identificación. La pasé tres o cuatro veces, pero no hubo manera. Le di la vuelta en mis manos, buscando el código de barras, y sólo entonces me fijé en que era una caja de tampones. No le di más importancia, localicé el código y, como las rayas estaban prácticamente borradas, tecleé los números que había justo encima, que se podían leer sin problemas.
—Son para mi mujer —me dijo el hombre, menos avergonzado de lo que yo hubiera estado en una situación así.
—Ya. La máquina ha sido incapaz de leer el código de barras, está casi borrado —me excusé.
—Sí, a veces pasa. Creo que cuestan tres euros con noventa y cinco —añadió él.
Yo le miré un poco sorprendido, no esperaba que un hombre supiera el precio de una caja de tampones.
—Es que se los compro con frecuencia —dijo, como si hubiera adivinado mi pensamiento.
No hablamos más, yo seguí pasando artículos por el lector y él fue metiéndolos en bolsas; llevaba bastantes cosas, aunque ninguna de ellas muy grande ni de mucho peso. Pagó con el importe exacto, que él sí llevaba ya preparado en la mano —algo que no me extrañó después de que hubiera acertado el precio de los tampones—, se despidió con una sonrisa y se marchó.
No sabría precisar cuántos días pasaron hasta que volví a atenderlo, pero recuerdo que la siguiente vez tuvo problemas con el código de barras de un tinte para el pelo. Ahora sé que era para mujer, aunque la verdad es que entonces no me fijé. Lo que ocurrió fue muy similar a lo sucedido con los tampones: las barras casi habían desaparecido, pero los números se veían con claridad, lo que me obligó también a teclearlos.
El fuerte calor provocaba que la mayoría de la gente llenara sus carros de zumos, refrescos y helados y había días en que los estantes de bebidas se quedaban vacíos. Eso hizo que el comportamiento de aquel hombre acabara llamándome más la atención, porque siempre compraba cosas ligeras y pequeñas. Harto de ver correr sobre la cinta packs de latas de cola, cerveza y cualquier otra bebida para consumir fría, sus pequeños y ligeros envases de cartón de vivos colores resaltaban más de lo que los fabricantes podían suponer. De repente, levantaba algo que apenas pesaba y casi se me escapaba volando de las manos, miraba, y ahí estaba él, con su expresión habitual, correcta pero distante, como de hombre ocupado.
Tampones, salvaslips, maquinillas de afeitar para mujeres... una compra muy femenina, que no me hubiera llamado la atención de no haber sido porque, siempre, al menos uno de los productos que había en la cinta, tenía el código de barras ilegible. Durante un par de semanas aquel hombre habría pasado por mi caja cuatro o cinco veces cuando, un día, al finalizar la jornada, harto de que sólo él tuviera problemas con sus productos, me acerqué al anaquel donde estaban los tampones y revisé los envases uno por uno: ninguno parecía tener los códigos de barras tan destrozados como los que aquel cliente se llevaba. Aun a riesgo de que mis compañeros me tomaran por loco, los cogí todos, los llevé a la caja que yo había ocupado y los pasé uno a uno por el lector. El resultado fue un pleno: veintisiete lecturas correctas de veintisiete intentos.
Así pues, deduje que el hombre quería que nos diéramos cuenta de que compraba aquellos productos. Desconocía el motivo, pero me entró curiosidad y me dispuse a averiguarlo. Lo primero que hice fue hablar con mis compañeras de caja (yo era el único cajero, las otras tres eran mujeres), les pregunté si se habían fijado en un cliente que compraba cosas como tampax y salvaslips cuyos códigos de barras resultaban siempre ilegibles. Dos de ellas, Vanesa y Lorena, se acordaban perfectamente de él, les había llamado la atención que un hombre comprara esas cosas y sí, más de una vez habían tenido que teclear el código del producto porque la máquina no había podido leerlo. Además, Vanesa me aseguró que de la última vez que ella lo había atendido no habían pasado más de dos o tres días, y que había comprado tampones.
¿Dos o tres días? Si yo le he cobrado una caja hoy mismo, pensé. ¿Cada cuándo tenía la regla su mujer? Que también la tuviera una hija suya no era factible, porque él era demasiado joven, seguro que no llegaba ni a los treinta y cinco años. ¿Acaso se trataba de un profesor preocupado por la higiene de sus alumnas? ¿Era quizás el proveedor de las mujeres de su escalera?
Concebí un plan: tendría preparada una bolsa con algunos artículos que no pesaran demasiado y el día que el hombre misterioso reapareciera por el súper, simularía que tenía que entregarla y le seguiría, para ver a donde se dirigía con su compra. Descarté llevarlo a cabo con el permiso del encargado, que se hacía el duro en presencia de mis compañeras, pero esperaba contar con la colaboración de Vanesa, que era una chica alegre a la que le gustaba cantar y contar chistes, lo que me llevó a pensar que también le gustarían las travesuras. Además era guapísima, me atraía desde la primera vez que la había visto y supuse que convertirla en mi cómplice podía ser una buena manera de llevar nuestra relación más allá del supermercado.
No me equivoqué, le expliqué el plan y le pareció una maravilla. En cuanto tuve ocasión, metí algunos productos en una bolsa y la guardé junto al cubículo de mi caja, esperando que llegara mi presa. El hombre tardó tres días en venir. No sabíamos la frecuencia con que lo hacía y a Vanesa y a mí se nos hicieron eternos, pero la espera también aumentó nuestra complicidad, mi atracción por ella y mi sensación de que yo tampoco le resultaba indiferente. No hacíamos más que levantar la cabeza y examinar colas y pasillos, buscándolo, luego nos mirábamos nosotros y, cuando nuestras miradas coincidían, un escalofrío me recorría la espalda. Por fin, un jueves por la tarde, apareció. Tuvimos suerte porque se puso en la cola de la caja de Vanesa, ella esperó hasta que él ocupó el segundo lugar de la fila y me dijo en voz alta:
—La señora que se acaba de marchar ha olvidado una bolsa junto a tu caja.
—Anda, es verdad —comenté yo, fingiendo sorpresa.
Acabé con el cliente que estaba atendiendo en aquel momento y me dirigí a las dos personas que esperaban su turno:
—Por favor, pasen por cualquiera de las otras cajas, tengo que cerrar.
Obedecieron sin rechistar. Vanesa ya estaba con nuestro hombre y la vi teclear el código de un paquete de medias baratas, era el último producto de la cinta. Yo salí de mi pequeño recinto, cogí la bolsa y me entretuve un poco ordenando los carritos de la entrada. El hombre pagó, recogió su compra y salió. Miré qué dirección tomaba y le seguí. Le vi entrar en un portal, me detuve y esperé un par de minutos, tiempo suficiente para que hubiera cogido el ascensor.
El portal estaba abierto, era un bloque grande y había portero, ideal para mi estratagema. Entré con rapidez, fingiendo que venía con prisa, y le pregunté:
—Este hombre que ha entrado ¿es el del cuarto tercera?
—No, es el del tercero segunda —me contestó.
—¿No es el que tiene una mujer alta y rubia, de pelo largo? —insistí.
—No joven, no. Este señor vive solo.
—Joder, ya me he equivocado de persona o de dirección —me quejé de mí mismo, mientras daba media vuelta y salía del portal.
Oí que el portero echaba pestes de la juventud de hoy, tan inútil y maleducada. Yo ni siquiera me giré, regresé al súper tan rápido como pude, tenía ganas de decirle a Vanesa que era mucho lo que había descubierto y que lo mejor sería quedar después del trabajo para poder explicárselo con detalle. Dos pájaros de un tiro, eso es lo que sentí que había cazado.
—Encontré a la señora y le entregué la bolsa —dije en voz alta cuando entré en mi cubículo.
—Qué bien —comentó Vanesa, alzando también la voz—. ¿Qué tal ha ido? —preguntó después en un susurro.
—Luego te cuento. Si quieres podemos quedar a la salida —le contesté, con un hilillo de voz y el alma en vilo: era mi gran oportunidad.
—De acuerdo —aceptó ella.
Mi corazón empezó a latir con fuerza y apunté una erección que tardó bastante en desaparecer. Hacía días que Vanesa se había convertido en mi fantasía erótica de un verano demasiado caluroso y mi imaginación volaba cada vez más alto: rebozada en frutas, salpicada de bebidas frescas o embadurnada con helado se había ido adueñando de mis pensamientos hasta casi monopolizarlos.
Sí, Vanesa: cajera de supermercado, rubia teñida, estudios primarios, nacida y residente en el extrarradio, aficionada a la rumba y a los coches tuneados. Esa era una definición de chica de la que no podía presumir ante mis padres ni ante mis amigos de la facultad, porque sin duda no era lo bastante buena para mí, acostumbrado ya a la compañía de las estudiantes universitarias, siempre pendientes de llevar la marca adecuada a cada ocasión, asistir al concierto más cool, ir a ver la película más prestigiosa y criticar con voracidad todo aquello que se alejara unos centímetros de sus gustos. Dos mundos opuestos, ninguno de ellos el mío, que surgía más bien del primero y ansiaba llegar al segundo. Así lo querían mis padres, para eso estudiaba y por eso estaba trabajando en aquel supermercado.
Pero tenía veinte años y la sangre bullía dentro de mí cada vez que pensaba en Vanesa. No podía evitarlo, y tampoco lo quería.
Acabó la jornada y fui a cambiarme de ropa con rapidez. Incluso me atreví a pedirle un poco de colonia al encargado, que siempre tenía un frasquito en su taquilla. Era mala y penetrante, pero supuse que a Vanesa le gustaría.
—¿Vas de ligue? —me preguntó él.
—Sí, he quedado con una chica —le contesté.
—Qué suerte tenéis los universitarios, seguro que todas esas estudiantes liberadas tragan lo que les echen.
—Sí, la verdad es que no me puedo quejar —mentí.
—Pues venga, no te entretengas y echa el polvete pronto, que mañana hay que venir fresco al curro —bromeó.
A propuesta de Vanesa habíamos quedado en la terraza de un bar que había a un par de manzanas del súper, así evitábamos comentarios. Yo había ido muy rápido y ella todavía no estaba cuando yo llegué, lo que me permitió contemplar su aparición, tan espléndida con su minivestido ajustado que a punto estuvo de provocarme algo más bochornoso que una erección.
—Chaval, ¿qué te pasa? Me miras con los mismos ojitos que el encargado —me espetó nada más llegar, aunque con una amplia sonrisa en la cara.
—¿Qué ojitos? —pregunté con estupidez.
—Ojitos que dicen quiero meterme en la cama contigo —respondió ella.
Yo me ruboricé de arriba abajo y ella rió con ganas.
—Vaya, el hijo de papá nos ha salido tímido.
—Es que piensas unas cosas de mí —dije, soltando la frase más tonta que podía ocurrírseme.
—La verdad ¿o no?
Yo me quedé callado, de pura vergüenza.
—Oye, que a mí me halaga que los tíos se fijen en mí.
—Es que eres muy guapa.
—O sea, que estoy muy buena.
—Eso —dije con convicción, animado tras lo que me pareció una velada insinuación.
—Bueno hombre, pues dilo, pero ándate con cuidado, que mi novio es muy celoso y le he dicho que venga a recogerme aquí con su buga, así os conocéis, le he contado que me lo paso muy bien contigo, que eres pijo pero legal. Venga, explícame qué has averiguado del hombre de los tampax.
¿Novio? ¿Vanesa tenía novio? Aquella noticia, soltada de sopetón justo en nuestro primer encuentro fuera del supermercado, hizo que mi sonrojo se convirtiera en palidez. La fruta que la rebozaba se pasó, las bebidas que la salpicaban se entibiaron y el helado que la embadurnaba se derritió, como mi sueño. No sabía qué decir, ya no me parecía correcto haber husmeado en las intimidades de aquel hombre, y mucho menos contarlas, porque seguramente se parecían mucho a las mías, pero justo en aquel instante, paradojas de la fortuna, se oyó el ronco rugido de un coche preparado y fue Vanesa quien volvió a hablar:
—Mira, aquí está mi Robbie —dijo, saludando con la mano hacia un coche azulón con arabescos blancos y música estridente, del que se bajó un macizo ejemplar masculino con camiseta negra sin mangas y tatuajes en los brazos.
Vanesa se levantó y fue a su encuentro, se besaron un buen rato con la boca abierta y luego ella le cogió la mano, lo trajo hasta mí y nos presentó:
—Robbie, éste es mi compañero, el estudiante.
—¿Qué tal, colega? Vane me ha hablado muy bien de ti, espero que te comportes, es mi novia formal —me dijo con una media sonrisa que no supe cómo entender.
—Claro, somos buenos compañeros —comenté, con voz trémula.
—Oye, encantado de conocerte, nos vemos por ahí. Vámonos Vane, que nos esperan Lula y Jotaeme en el barrio —concluyó él.
—Hasta mañana. Y recuerda que tienes que contarme lo del hombre de los tampax —se despidió Vanesa.
Asentí. Subieron al coche, que él arrancó a gran velocidad y a mayor volumen de música. Yo me quedé un rato en la terraza, hasta que terminé mi cerveza, luego fui a uno de esos supermercados que están abiertos hasta las tres de la madrugada, cogí un envase de tampones, borré su código de barras con una moneda, preparé el importe exacto y me dirigí a la única caja en la que había un hombre. Él cogió el paquete y lo pasó infructuosamente frente al lector. Levantó la vista, me miró, sonrió y me preguntó:
—¿Es la primera vez, chico?
—Sí, lo es —contesté, más sorprendido que avergonzado.
—No te preocupes, esto no ha hecho más que empezar, hay muchos que tienen un armario lleno —concluyó, mientras cogía el dinero que yo llevaba en la mano y, sin contarlo, lo dejaba en la caja y la cerraba: sabía con seguridad que no había cambio que devolver porque yo había pagado con el importe exacto.

viernes, 21 de marzo de 2008

En el inicio

En el inicio están siempre las buenas intenciones. Las mías, al crear este blog, son las de ir dando a conocer mis escritos, tanto de opinión como de ficción. No me gustan los blogs en los que la gente se dedica a hablar de sí misma, así que no lo haré; escribiré lo que pienso y lo que imagino, eso será todo.

No es la primera vez que escribo para que alguien me lea, puesto que tengo publicada una novela (aprovecho y doy la referencia, tonto sería no hacerme un poco de publicidad, ya que puedo. Ahí va: Mansardas junto al mar. Editorial Maikalili, Barcelona 2006) y colaboro en una revista mensual, en la que suelen aparecer artículos míos de opinión. Sin embargo, me resulta resulta extraño lanzar mis pensamientos a este espacio casi infinito que llamamos internet, porque es como enviar un mensaje al universo, que no sabes si alguien leerá, si aguien entenderá, si a alguien le interesará. Pero si no se prueba no se sabe, así funcionan las cosas.

Cuando alguien publica un libro o un artículo por la vía tradicional sabe que muchos de sus conocidos lo leerán: su familia, sus amigos, sus compañeros de profesión; gente que conoce al autor, que sabe de sus aficiones y de sus manías, que comparte sus preocupaciones o no, que está de acuerdo con sus opiniones o en contra pero que, en cualquier caso, se mueve en un entorno similar, con unos códigos de comunicación similares.

Pero cuando alguien crea un blog y lo deja en internet para que se acerque a él quien lo encuentre y le interese, se abre a un mundo desconocido. Cualquier habitante de mis antípodas (Nueva Zelanda) que sepa español puede toparse por casualidad con este blog y leerlo. Con toda seguridad, las cosas que le interesan a un neozelandés son muy diferentes a las que le interesan a un español, pero en un momento determinado, por casualidad o por búsqueda, podría llegar a encontrar un artículo o una historia escrita en el otro lado del mundo que le resultara tan atractiva como para leerla.

Si eso llegara a ocurrir, internet habría ejercido a la perfección su papel de conector de todos los puntos de la famosa aldea global y, de paso, me habría permitido llegar a lectores a los que, de otra forma, jamás hubiera podido acceder, a no ser que dedicara mis próximos diez años a escribir otro libro de la categoría y atractivo de Los pilares de la tierra, Cien años de soledad o Harry Potter, encontrara a un editor que confiara en él, decidiera publicarlo y traducirlo a otras lenguas y tuviera el éxito suficiente como para que enormes pilas del libro ocuparan los lugares más visibles en la mayoría de las librerías del mundo.

En fin, como el cuento de la lechera hace muchos años que se inventó (si alguien no lo conoce, que me lo diga, por favor, así tendré tema para otro artículo), dejaré de soñar con convertirme en un famoso y rico escritor que viaja por todo el mundo y se aloja en hoteles de lujo y, en cambio, enviaré a viajar por el universo, en un barco de lujo, aquello que se me ocurra y considere que pueda interesar a otros. Si alguien lo lee y le gusta, o le disgusta pero no le deja indiferente, estaré muy contento si me lo hace saber, será mi mejor recompensa.

Allá vamos.