domingo, 24 de octubre de 2010

Algo va mal. Toni Judt

Toni Judt, fallecido en agosto de este año víctima de una enfermedad degenerativa, era un gran estudioso del siglo XX, y pocos como él han sido capaces de demostrar la importancia de conocer la historia para entender el presente y preparar el futuro.
De todo ello es un excelente ejemplo su último libro, Algo va mal, un ensayo breve pero de gran precisión y agudeza sobre la importancia del Estado en una época en la que los defensores a ultranza del libre mercado han insistido hasta la saciedad en señalarlo como el culpable de todos los males.
Sirva como compendio la siguiente cita del libro: una vez que dejamos de valorar más lo público que lo privado, seguramente estamos abocados a no entender por qué hemos de valorar más la ley (el bien público por excelencia) que la fuerza (página 128).
Esta es la clave de cuanto dice Judt. Si vivimos en un mundo en el que sólo importa enriquecerse, si nuestras preocupaciones se mueven sólo en el terreno de lo privado o de los grupos cerrados a  los que pertenecemos (nuestra nación, religión, raza, sexo o tendencia sexual; nuestro equipo deportivo  o, cada vez más, las comunidades de viviendas valladas, con seguridad privada y calles particulares, etc.), si sólo estudiamos a los "nuestros", entonces la valoración de lo público desaparece y nuestra preocupación por el resto de la gente también.
En la actualidad los conceptos de derecha e izquierda se han invertido: la derecha se ha vuelto destructora (quiere acabar con el Estado), mientras que la izquierda es la conservadora (quiere recuperar el Estado).
El Estado tiene un papel redistribuidor fundamental. Las socialdemocracias, surgidas a principios del siglo XX y desarrolladas sobre todo durante el tercer cuarto del siglo, se basaron en el sistema de los impuestos progresivos para crear una serie de servicios que beneficiaban a todos: desde las carreteras a los hospitales, pasando por la enseñanza gratuita o el sistema de pensiones. 
Pero desde la década de los ochenta, con Thatcher y Reagan como abanderados, se nos ha querido hacer creer que lo privado es más eficiente que lo público. Nadie ha dado una sola prueba de ello, pero se ha convertido en un mantra que hemos acabado por interiorizar y que ha llevado a un enorme adelgazamiento y empobrecimiento del Estado, lo que ha provocado que sus funciones hayan desaparecido, perjudicando de forma paradójica a muchos de los que claman por su desaparición, guiados por unos gurús que, ellos sí, tienen un interés efectivo en que las funciones del Estado se privaticen, porque son quienes se quedan con ellas a precios de saldo, obtienen rápidos beneficios, y saben que no importa lo mal que las gestionene, porque el Estado que se las vendió, pondrá de nuevo todo el dinero necesario para que no desaparezcan, porque un país no puede quedarse sin estos servicios que privatizó: carreteras, ferrocarriles, hospitales, etc.
Es evidente que no estamos en la misma situación que después de la Segunda Guerra Mundial y que el funcionamiento del Estado no puede ser el mismo, pero tampoco la situación es tan distinta como para considerar que aquel sistema que funcionó de forma excelente durante varias décadas tenga que ser derruido. En aquellos tiempos la política y la economía se regían mayoritariamente dentro del Estado-nación, hoy la economía es global mientras que la política sigue constreñida al país. La economía se mueve a sus anchas por todo el mundo mientras el poder del Estado-nación se ve incapaz de hacer frente a unas decisiones que se nos quiere hacer creer que son inevitables e irreversibles.
Todo dogma es peligroso, porque tiende a la universalidad y asfixia a los disidentes. La idea de que el mercado sin trabas es el ideal de funcionamiento es un dogma y por lo tanto excluyente. Excluye a todos aquellos que no son capaces de manejarlo porque, no nos engañemos, los que defienden la libertad de mercado, más a menudo de lo que podemos pensar son precisamente aquellos que tienen la capacidad de influir en él para decantarlo hacia sus intereses.
Y quienes obran así lo que menos quieren es que haya un Estado que regule, que recaude y que distribuya, porque eso frena sus intereses de enriquecimiento a toda costa.

sábado, 9 de octubre de 2010

No me gusta Vargas Llosa (casi nunca).


Parecerá que quiero así destacarme de la opinión general, pero es lo que siento. Y es lo que siento más que lo que pienso, lo cual puede ser también una mala postura desde la que opinar, pero en la literatura hay mucho que sentir, y no sólo en la obra sino también en el autor.
 Vargas Llosa me recuerda a uno de esos señoritos de la época colonial, hijos de la metrópoli establecidos en la plantación, con una educación refinada y unas costumbres que ya se encargaban ellos de  establecer que eran de un nivel superior a la de los autóctonos. No puedo evitarlo, y es más que probable que no quiera hacerlo, pero ese porte, esa vestimenta a la inglesa, esa expresión de trascendencia que se ha instalado permanentemente en su cara, han hecho que la envoltura del personaje no me guste.
Tampoco es de mi agrado, aunque esta vez por la vía del pensamiento, su credo político que considero demasiado cercano al liberalismo salvaje de ciertos ideólogos de la escuela de Chicago. Cualquier cosa que tenga que ver con el reparto social de la riqueza da la impresión de que le provoque cierto dolor en el hígado, que demuestra con alguna mueca en su rostro propia de los enfermos hepáticos. Sólo hay que leer los artículos que periódicamente publica El País para formarse una opinión al respecto.
Y no soy capaz de digerir sus novelas. Debo de ser un mal lector, lo reconozco, puesto que si la mayoría de la crítica lo ha ensalzado hasta permitirle vivir holgadamente y contemplar el mundo desde la planta 46 de un edificio en Nueva York es porque su obra lo merece. Y no digamos ya cuando se le concede el Premio Nobel. Entonces ya no puede quedar ni una sombra de duda. Como cuando se lo dieron a Camilo José Cela, pongamos por caso, otro excelso personaje dotado de una obra merecedora de parabienes universales.
No fui capaz de terminar La guerra del fin del mundo, ni La fiesta del chivo. He leído las primeras páginas de El sueño del celta y no puedo entrar en ella. Sí leí con gusto La tía Julia y el escribidor, que supongo es considerada una obra menor, pero que a mí me divirtió (creo que el sentimiento fu ese, hace bastantes años que la leí y la memoria no siempre es buena consejera). No todos los lectores del mundo van a ser iguales, de lo contrario todos leeríamos lo mismo y las editoriales nos impondrían sus intereses, cosa que todos sabemos que no pasa.
Pero no quiero acabar dejando la impresión de que mi aborrecimiento por Vargas Llosa es total, ni mucho menos. Sabe manejarse muy bien, en el idioma y en la vida, y es ligeramente posible que haya un puntito de envidia en mis palabras. Escribe los artículos como pocos, en mi opinión mucho mejor que las novelas, aunque lo que diga pueda estar en las antípodas de lo que yo piense.
 Y sí, hay un tema en el que estoy de acuerdo con Vargas Llosa: en su consideración de que el nacionalismo es uno de los mayores males que ha generado la humanidad. En La Vanguardia de hoy decía que ahora no podría vivir en Barcelona (como hizo hace años), porque de la lucha contra Franco hemos pasado al provincianismo al que nos empuja esta visión tan estrecha que nos otorga el nacionalismo.
Ahí estamos, luchando por impedir que los profesores que no sepan catalán puedan dar clases en nuestras universidades, que las películas que no estén dobladas al catalán puedan ser estrenadas en nuestras salas, que el relativismo cultural imperante nos lleve a equiparar pequeñas figuras artísticas de aquí con los mayores talentos universales. Que todo gire en torno a cuotas de catalán en lugar de fomentar el pensamiento abierto, expandible.
Bueno, aunque sólo sea por eso, sale de dentro de mí una muestra de gran simpatía hacia el flamante Premio Nobel: muchas felicidades y a disfrutar de la vida.