miércoles, 29 de diciembre de 2010

Pesadilla después de Navidad.


Anoche tuve una pesadilla horrible. Soñé que estaba sentado en un sillón, inmovilizado. Tan inmovilizado que no podía girar la cabeza ni parpadear, como el protagonista de A Clockwork Orange. Como él, tenía ante mí una pantalla de televisión y no podía apartar mi vista de ella ni cerrar los ojos para no verla.
No recuerdo cuánto tiempo pasé así, días, meses, tal vez años. Supuse que se traba de un castigo por haber cometido algún delito que en aquel momento no recordaba.
Sin embargo la condena empezó bien, con una emisión en blanco y negro de Crimen y Castigo, protagonizada por José Luis Pellicena, Marisa Paredes y Lola Gaos, entre otros. Era tan extraordinaria que ni siquiera me di cuenta de que, aunque lo hubiera querido, no hubiera podido parpadear. Me la tragué toda entera, todos los capítulos de un tirón. Tanto me gustó que luego salieron fotos de Franco mientras sonaba el himno nacional y me dio igual. Qué condena tan extraña, me dije, porque me lo había pasado estupendamente.
Luego la cosa se complicó, porque empezó un zapping diabólico que no me permitió ver nada entero y fui pasando sin descanso de las mamachicho a buenasnochesatodostodos, de asisonlascosasyasíselashemoscontado a suelenarasiquemasbenfotut. El batiburrillo fue importante y no fui capaz de seguir el hilo de ningún programa, pero tampoco vi ningún anuncio. Seguía siendo, por tanto, una condena resistible.
Más tarde me apretaron un poco más las clavijas, el zapping se hizo más rápido aún y fue saltando de un programa en el que mi vecina de enfrente hablaba sucesivamente de la reencarnación, de la crisis económica mundial y de la física cuántica a otro en la que un hombre gordo y desdentado hacía un speech ante la cámara ofreciéndose como marido para veinteañeras porque tenía una granja y había participado en operación triunfo. Aún sabiendo que no estaba bien reírse de la miseria ajena no pue evitarlo y pensé, bueno, van apañados, si solo es eso aguantaré la condena como un valiente.
Pero, ah amigo, entonces el zappero, como si hubiera sido capaz de adivinar mis pensamientos, se puso borde y me llevó de una tertulia en la que un ex-preso por delitos económicos daba lecciones de economía al gobierno a otra en la que un periodista aficionado al masoquismo pontificaba contra la ley de igualdad de sexos, de una en la que todos gritaban contra el aborto a otra en la que todos chillaban contra un faisán, de una en la que todos protestaban contra un zapatero a otra en la que todos arremetían contra un catalán.
Uf, ahí me estremecí y empecé a pasarlo mal. Tanto más cuanto que hasta me pareció que, subliminalmente, volvían a salir las imágenes de Franco. Un tremendo sudor frío me recorrió la espalda y por primera vez fui consciente de que aquello era en verdad un castigo.
Luego, alternando duras y maduras para así someter mi voluntad, la pesadilla se volvió piadosa y me dejó un buen rato viendo y escuchando a Iñaki Gabilondo soltando unos balsámicos comentarios inteligentes y entrevistando a personajes serios a los que se entendía la mar de bien mientras decían cosas interesantes sin voces gritando de fondo.
Y es que faltaba la última vuelta de tuerca, como el susto final de esas malas películas de terror en las que el asesino, aparentemente muerto tras recibir veinte balazos y varias paladas en la cabeza, cuando la chica que lo ha despachado se da la vuelta para llorar tranquila, se revuelve y con su ensangrentada mano la coge del tobillo y la hace caer: Gabilondo desapareció y en su lugar apareció el anagrama CNN+ que, a su vez, se derritió y fue sustituido por otro en el que se leía GH24.
Qué mal lo pasé. Mal de verdad. Mal a más no poder. La suerte es que es solo un sueño y pronto despertaré de él.

Del sueño a la pesadilla sólo hay un paso. De 4 a 5, de Prisa a Vasile


Postscriptum:
Pobre infeliz, no sabe que la vida es sueño, un sueño del que no despertará jamás y que continúa cuando el Partido Popular gana las elecciones de 2012 y vuelven a presentar los telediarios Alfredo Urdaci y Letizia Ortiz (tocada con una corona) en los que sólo se retransmiten las ruedas de prensa de Miguel Ángel Rodríguez tras los consejos de ministros presididos por Francisco Camps y Esperanza Aguirre, co-presidentes del gobierno, con Rajoy en Interior y Trillo en Justicia, mientras en la 2 sustituyen el programa Redes por el de Rejas, conducido por Mario Conde, y en Teledeporte emiten sin parar las finales de la Copa de Europa ganada por el Real Madrid mientras Franco vivía.


miércoles, 8 de diciembre de 2010

Costumbres ejecutivas. 1 - El teléfono móvil en los transportes colectivos.




Hay personas que hablan como si todo lo que dijeran fuera importante. Tienen una voz potente y hablan en voz alta para que quienes estén a su alrededor las oigan y así se den cuenta de los serios asuntos que están manejando. Porque esa es la impresión que quieren dar, la de que son ellas las que dirigen la cosa, y que la cosa es de primer orden.
Cualquiera de esas personas habla de una chorrada con una voz y una firmeza tales que parece que estén a punto de solucionar el principal problema del mundo. Cuando una de ellas dice, con voz engolada: “dile a fulanito que debe asegurarse de que hayan puesto una hoja de papel en blanco encima de la mesa de zutanito antes de mañana a las once”, quien a su alrededor la escucha tiene la impresión de que de ello depende el calentamiento global, por poner un ejemplo, y se pasa la noche rezando para que al día siguiente la hoja en blanco esté donde deba estar, por si acaso.
Hasta hace unos años, el auditorio del que esta gente disponía no era muy amplio: una barra de bar en la que se bebiera whisky como aperitivo, un cine en silencio justo antes de que empezara la película, una fila de asientos de clase turista en un vuelo interior y poco más. Además, si no querían que los tomaran por locos, estos personajes necesitaban compañía, alguien con quien comentar sus delirios de grandeza o su necesidad de aparentar algo distinto de la nadería que eran.
Sin embargo, con la proliferación de los teléfonos móviles, la afición a hacer partícipes a los demás de las conversaciones privadas se ha multiplicado de forma tal que quien no lo hace es mirado como un pobre infeliz que no tiene nada que contarle a nadie. No hay más que subirse a un tren, un avión o incluso un autobús urbano para encontrarse docenas de lo que parecen presidentes/as de consejos de administración de grandes empresas y que en realidad no son sino burócratas engreídos/as que utilizan un lenguaje pobre y mal empleado, compuesto por lugares comunes y latiguillos de argot empresarial con el que intentan convencer a los que están a su alrededor de que ellos/as son tan importantes que no les queda más remedio que aprovechar hasta los desplazamientos para seguir dirigiendo la cosa, esa que es de primer orden y no puede esperar.
Además, siempre tienen razón frente a un tercero que, por descontado, no puede oírles: “se lo he dejado bien claro, si el papel no está donde debe mañana a las once, que se atenga a las consecuencias, yo gestiono y él/ella mueve papeles, es su responsabilidad”, les dicen a su paciente oidor… si es que lo tienen, porque es posible que no siempre lo tengan, ¿cómo vamos a saberlo? Cualquiera puede coger un teléfono y soltar un discurso importante sin que haya nadie escuchándolo al otro lado, lo único que importa es que lo oiga la gente de alrededor.
¿Y esa feroz competición que se inicia en el patio de la clase económica cuando un avión del puente aéreo aterriza y que consiste en ser el/la primero/a en conectar el teléfono móvil, ponérselo en la oreja y escuchar si tienen algún mensaje o hacer una llamada para avisar de que ya han llegado? ¿Adónde? Porque hasta que lleguen a su oficina o adonde quiera que vayan les queda todavía al menos una hora. ¿Es que tienen que avisar de que no han sido secuestrados, que por lo tanto no hay que tomar represalias y que no hace falta que nadie active el botón de la bomba nuclear? ¿O es que piensan que el simple anuncio de su llegada a una hora vista va a hacer que todos trabajen como esclavos porque pronto llegará el amo?
Dicen, todos, siempre: “acabo de aterrizar. En una hora estaré allí. ¿Ha pasado algo mientras volaba?”. Nunca ha pasado nada, claro, al menos nada que no pueda esperar una hora o un mes. O por los siglos de los siglos, porque si lo que le dijeran en este momento fuera “ha pasado que te han despedido”, estoy por garantizar ante notario que cualquier empresa podría seguir adelante tan ricamente sin la participación del imprescindible prescindido de turno.

Yo estoy a favor de que se inhiba la señal de telefonía móvil dentro de los vehículos de transporte colectivo, o sea: que no los puedan usar y dejen de dar la vara, ya sea en aviones, trenes, autobuses o taxis compartidos. Todos disfrutaríamos de viajes más cómodos, quienes no somos importantes podríamos leer novelas en paz, quienes lo sean podrían subrayar informes vitales para la marcha del mundo, todos seríamos más productivos porque llegaríamos más relajados a nuestras empresas y, sobre todo, quizá una norma básica de educación que parece caída en desgracia se convirtiera poco a poco en hábito: no molestar a los demás.
Que así sea.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Belén Esteban y la fábrica de porcelana. Miguel Roig




   La televisión ha abdicado de la ficción, la mayor parte de la programación se dedica a la realidad y, en muchos casos, a la hiperrealidad.  Programas de cotilleo, deportes, concursos, teletiendas y reportajes más o menos sensacionalistas sobre gente marginada o exótica tienen una presencia casi constante. Contra lo que podría parecer, esta programación no supone una mejora frente a las películas o series violentas que no hace mucho eran las denostadas estrellas de la programación, ya que no promueve un análisis de la realidad, de las causas de lo que sucede o de qué podemos hacer para cambiar las cosas, sino que simplemente se dedica a mostrar hechos, a exhibir personas sin profundizar nunca en nada, lo único que importa es el impacto del momento y generan en el espectador una afición por el voyerismo superficial de resultado idiotizante.

   Esta degradación es más aparente en unas cadenas que en otras, porque sus formatos son más transparentes, pero existen también algunos programas que bajo un barniz sociológico esconden una nivelación por el nivel más bajo que resulta preocupante.

Me refiero a dos tipos de programas:
   Los de participación ciudadana. TV3 los utiliza con frecuencia y un buen ejemplo es el actual Banda ampla (Banda ancha), pero suele tener siempre al menos uno en su parrilla. En él, un centenar de personas “de la calle”, más o menos conocedoras de un tema, debaten sobre él. Su opinión adquiere tanto valor como la que podría tener la del mayor experto, puesto que ocupa un espacio único e irrepetible cuando es emitida: quien les escuche puede concluir que se ha tratado un tema a fondo, que el marco del debate no es más extenso ni borroso, que las opiniones vertidas son las definitivas sobre el tema cuando, en realidad, no es más que filosofía de vecindario, con todos los condicionantes, prejuicios y subjetividades que ello comporta.
   En este sentido, y como contrapunto, TV3 emite también otro programa, llamado Singulars (Singulares) en el que a un auténtico experto en un tema se le deja tiempo (casi) suficiente para hablar de él y hacer una presentación a su gusto. Ello, unido a la excelente elección de los invitados y los temas,  hace que, en mi opinión, sea uno de los mejores programas que se emiten actualmente.

   Las tertulias. Herederas del formato radiofónico que instauró fundamentalmente la COPE, consisten en un griterío de unos cuantos participantes, significados políticamente en el mismo bando (con alguna excepción minoritaria, para dar color), con cuyas discusiones  y atropellos se quiere dar la impresión de que se están debatiendo ideas contrapuestas cuando en realidad todos dicen lo mismo y lo único que pretenden es transmitir un mensaje por la vía de la insistente repetición, independientemente de cuál sea la realidad: machaca, que algo queda. Son programas que buscan crear opinión o, mejor dicho, reafirmar a los ya convencidos para que no abandonen el barco, pero no ofrecen ningún estímulo intelectual a los televidentes sino que apuntan, zafiamente,  al instinto darwiniano.
   Claro ejemplo de este tipo de programas son los de Intereconomía o Veo TV que tratan a toda costa de magnificar hechos poco o nada trascendentes para equipararlos o ponerlos por encima de asuntos de mucho mayor calado protagonizados por miembros de sus propias filas ideológicas, despistando así la atención por lo importante o poniendo todo a la misma altura. Pongamos por caso los trajes de Teresa de la Vega frente a los de Camps: la afición a vestir bien se equipara a una presunta red de corrupción de amplio espectro con el único interés de meter todo en el mismo saco y rebajar así la sensación de corruptela de los suyos.

   Cuando se considera que estos programas son los serios, ¿qué se puede esperar de aquellos que los propios dirigentes de las cadenas consideran de entretenimiento?
   Pues que aparezca una figura como Belén Esteban, capaz ella sola de llenar horas de programación diaria con el simple relato de sus desgracias y conseguir que la gente esté frente al televisor escuchándolas.
En su magnífico libro Belén Esteban y la fábrica de porcelana (editorial Península, 2010), Miguel Roig explica cómo hemos pasado del folletín a la hiperrealidad, de las historias de ficción que siempre tenían un final a las historias reales que nunca pueden terminar.
   Antes, en una película o en un serial, los personajes evolucionaban de forma que ya no podían volver atrás y se encaminaban hacia un final, que no podía ser otro. Ahora, en cambio, las series se eternizan y, si en algún momento llegan a terminar, lo hacen con un final tan discutido y discutible que indica el muy bajo nivel de sus guionistas, que no han sido capaces de contar un cuento como es debido y han recurrido al final abierto (que la mayoría de las veces es más bien confuso) porque no han querido o no han sabido elaborar ellos una conclusión. Perdidos es un claro ejemplo: todo el mundo discute su final y nadie lo entiende, ¿alguien podría discutir el final de Cenicienta? ¿Alguien no lo entiende?
   Muchas películas tienen segundas, terceras y hasta cuartas partes porque la historia nunca se cierra, por si hay demanda y es necesaria una nueva entrega. En algunas series (Anatomía de Grey, Vent del pla), de recursos guionísticos limitados pero que se ven estiradas mientras su audiencia es alta, sus personajes, a falta de evolución, van saltando de una relación a otra entre ellos mismos y sus capítulos podrían intercambiarse sin que el espectador se diera cuenta ya que el orden de las relaciones no importa, ni deja huella.

    ¿Cómo ha de ser pues un programa como Sálvame cuyo principal tema es la vida de uno de sus participantes? Evidentemente, eterno. A su protagonista, Belén Esteban, tal como dice Miguel Roig, no se le pueden terminar nunca los problemas ni el sufrimiento porque eso sería matar al personaje y por lo tanto matar al programa, que existe porque su protagonista tiene problemas y los cuenta a la cámara: si dejara de hacerlo, ¿qué contenido tendría? Bueno, no le quedaría más remedio que buscar a otra Belén Esteban.
   Pero, ¿es Belén Esteban la chica de barrio inocente y maltratada por la vida que nos quieren hacer creer? Tal vez lo fuera cuando todo empezó, pero el medio le ha dado poder y ella se ha dado cuenta de la capacidad de influencia que ha adquirido y no sólo coquetea con la posibilidad de saltar a la política o rivalizar con Leticia Ortiz en el papel de princesa del pueblo, sino que es capaz de usar ese poder para amenazar sin tapujos a su ex marido Jesulín de Ubrique: “si vienes por la niña llamó a la Guardia Civil [sostiene Esteban que la amenazó su ex compañero sentimental] y yo le dije, si tú llamas a la Guardia Civil, yo pulso el timbre de Ambiciones y llamo a toda la prensa de España. Al día siguiente me llevó la niña al AVE” (Belén Esteban y la fábrica de porcelana, página 90). Es decir, el poder del Estado (la Guardia Civil) queda claramente derrotado frente al poder de los medios de comunicación, lo que no deja de ser ciertamente peligroso porque pone en evidencia la fragilidad de un estado democrático ante el poder de los medios. Aparte de que se trata, claramente, de un chantaje en el que ella hace uso de su poder mediático para condicionar el comportamiento del torero.
   Y, para inquietante, el desafío de Belén Esteban en el programa Mira quien baila, enfrentándose al jurado utilizando argumentos ajenos por completo al concurso que, no lo olvidemos, es de baile, y manipulando y condicionando al público con sus soflamas populistas. Varios miembros del jurado, profesionales del baile, tratan de explicarle que no está bailando bien mientras ella alega que otras virtudes tendrá. De nada sirven los razonamientos del jurado, que le dice que allí sólo ha ido a concursar como bailarina, Belén Esteban sigue con su rol de víctima perseguida. Sólo otro miembro del jurado que también ha hecho de su persona un personaje (Boris Izaguirre) le sigue el juego, se levanta, se acerca a ella y le dice que les ha dado uno de los mejores momentos televisivos.
   Puede verse toda la escena en:

   Al final, pese a que todo el jurado estaba de acuerdo en lo mal que bailaba, Belén Esteban ganó el concurso por votación popular.

   Sé que no resulta políticamente correcto decirlo pero esta gente capaz de darle el voto a Belén Esteban y hacerle ganar un concurso en una disciplina cuya habilidad ella misma sabe y dice que no posee es la que también vota en las elecciones políticas en las que, parece claro, no guiará su decisión por el contenido del programa electoral del partido al que vote sino por razones que seguro que la razón no entiende.
   En este batiburrillo de vidas privadas destapadas, de miserias cotidianas utilizadas como material público, de víctimas de sucesos que exponen su desgracia ante la cámara, de gente anodina cuyo mayor mérito es su relación con alguien famoso (los famosos por relación, que dice Miguel Roig), de expresidiarios por delitos económicos utilizados como creadores de opinión (Mario Conde en Intereconomía, por poner un ejemplo. ¿Alguien se imagina lo que dirían en esta cadena si Luis Roldán participara asiduamente en una tertulia de CNN+?), se mueve la televisión actual, aquella que, gracias a la proliferación de canales nos iba a permitir disfrutar de una amplia gama de programas entre los que escoger.
   ¿Escoger?

sábado, 20 de noviembre de 2010

La capacidad de gestión del Partido Popular. ¿Tanta como dicen?

El Partido Popular alardea constantemente de su capacidad de gestión, que contrapone a la ineficiencia y despilfarro que, según dice, caracterizan al gobierno socialista. Sin embargo, en estos últimos días, la realidad, que es mucho más tozuda que las declaraciones, nos ha traído dos ejemplos que ponen más que en duda dicha cualidad:

1. A mitad de semana, el Partido Popular de Catalunya lanzó su (tristemente) famoso videojuego en el que la heroína Alicia Sánchez Camacho disparaba proyectiles (bombillas de ideas, creo que los han llamado ellos) sobre inmigrantes y variados símbolos independentistas. Una vez el juego fue del dominio público y arreciaron las críticas, el PP acusó a la empresa informática que lo ha había creado de haberse equivocado y no haber hecho lo que ellos le habían pedido
¿Qué buen gestor contrata a una empresa para que le desarrolle una aplicación de software y la pone a disposición del público sin probarla ni revisarla antes? ¿Eso es lo que tenemos que esperar del Partido Popular si algún día vuelve a gobernar? 
Y, éticamente, ¿qué buen gestor echa las culpas de sus errores a sus proveedores? Eso está bien como táctica en el patio del colegio: "yo no he sido", pero cualquier empresa seria sabe que no puede escudarse tras el fallo (real o no) de un proveedor para quitarse de encima la responsabilidad de un mal producto o servicio que lleve su marca.
Hay quien dice (los hay maliciosos) que todo ha sido una maniobra perfectamente orquestada con la única intención de armar ruido y quizá así arañar algunos votos. Ni que decir tiene que si tal fuera el caso la opinión que nos merecería la patraña sería aún peor. ¿Quién podría fiarse de un partido así?

2. El Ayuntamiento de Madrid, tras años de obras faraónicas, arrastra una enorme deuda que su alcalde, Alberto Ruíz Gallardón, del Partido Popular, quería refinanciar, supongo que confiando en que, como hacen los bancos en crisis con su enorme cinismo, Madrid fuera considerada demasiado grande como para dejarla caer. Es decir, quería que el Estado le permitiera hacer la bola más grande... ¿hasta cuándo? ¿hasta cuánto?
Como el Gobierno no se lo ha permitido, ahora el alcalde del PP "amenaza" con retrasar el pago a los proveedores, que ya era de 9 meses (¡!), hasta los 12 o 14 meses(¡¡!!). ¿Qué empresa puede aguantar estos plazos de demora? ¿Cómo puede una empresa entregar un producto o prestar un servicio y tener que esperar más de un año para cobrarlo? ¿Qué pasará si estas empresas tienen que cerrar porque no pueden afrontar sus gastos, ya que a ellas nadie les permitirá demorar sus pagos un año o más? ¿Qué ocurrirá con las nóminas de sus empleados? Cuando estos empleados vayan al paro ¿será también culpa del Gobierno socialista? ¿Esto es lo que los empresarios pueden esperar de sus relaciones comerciales con las adminsitraciones en las que gobierna el PP?
Claro que, desde el propio PP, se le ha ofrecido al alcalde una solución . La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, le ha sugerido que, para pagar las deudas, venda el patrimonio de la ciudad. Otra gran gestora que se dedica a aquello tan antiguo de conseguir pan para hoy y hambre para mañana... vendiendo algo que, además, no es suyo.
Porque esto último es lo peor. Como toda propuesta "liberal", lo que hay detrás de la de Esperanza Aguirre es una liquidación de patrimonio público que sólo pueden comprar determinadas personas o grupos empresariales, que se convierten en los únicos beneficiarios de la venta de algo que, puesto que es público, es de todos. ¿Se imaginan el parque del Retiro privatizado y que se tuviera que pagar para entrar en él?
 

domingo, 14 de noviembre de 2010

Berlanga y Rita Barberá

Todo el mundo habla bien de alguien famoso cuando fallece y todos los políticos se lo quieren apropiar. Hoy, en la edición digital de El País, se ha podido ver (efímeramente) una fotografía de la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, del Partido Popular, consolando a la viuda de Luis García Berlanga.
Seguro que al gran director le hubiera gustado filmar una escena como esa: Rita Barberá consolando a María Jesús Manrique no puede sustraerse a su propia imagen, que recuerda mucho a la de las mujeres ricas y caritativas que tan bien retrató el fallecido director en Plácido. La alcaldesa no consolaba a uno de aquellos pobres de la posguerra, pero sí que, por su semblante, parecía sentirse magnánima durante unos minutos, tal como se sentían ellas por el mero hecho de dar de comer a un pobre por Navidad: ambas cosas formaban parte de lo que se esperaba de ellas.
Luego, también como aquellas mujeres, la alcaldesa volverá a su comportamiento habitual, aunque ella, sin quererlo, seguirá estando mucho más cerca de los personajes de Berlanga que de su persona.
Si el alma del director ronda por aquí seguro que se lo estará pasando bien.

martes, 9 de noviembre de 2010

Relato. El tiempo vuela


      Lo primero que le llamó la atención fue el sombrero. De paja y con una larga cinta roja, que colgaba hasta mezclarse con el pelo, le hizo recordar tiempos pasados a la velocidad de un reflejo condicionado. Cuando él era un adolescente, las liberadas chicas extranjeras que aparecían en los reportajes sobre los grandes conciertos de paz y amor los llevaban. Incluso algunas de las jóvenes que deambulaban por las grandes capitales españolas también. Pero en su pequeña ciudad natal las cosas habían sido muy distintas, las muchachas tenían sus inmaculados trajes de domingo y los lucían paseando por el parque en grupos numerosos. Y si alguna de ellas usaba sombrero era —para su vergüenza— porque su madre se lo imponía, y el modelo se aproximaba más al de estirada pamela de hipódromo que al de informal tocado contestatario y hippie.
        Si vienes a San Francisco asegúrate de llevar flores en la cabeza, encontrarás gente estupenda y allí el verano estará lleno de amor, decía la versión original de la canción de Scott McKenzie que tarareaban aquellas chicas liberadas, pero la  traducción española que él escuchaba a cargo de Los Mustang en la emisora local, hablaba de la nostalgia de vagar por San Francisco evocando un amor perdido, tal vez porque alguien había pensado que era demasiado subversivo llevar flores en el pelo y no quería ni oír hablar de ellas, y porque siempre era más casto llorar por la pérdida de un amor que andar a la búsqueda de uno entre toda aquella gente inquieta, rebelde y promiscua.
        Así que sería quizá más apropiado decir que aquel sombrero le recordaba sueños pasados y no tiempos pasados, pero la frontera entre ambas cosas es muy tenue y fácilmente se reinterpretan unos en función de los otros —o, al menos, eso dicen los psicólogos—. En cualquier caso, a sus reales diecisiete años, él había mantenido más intimidad —aunque fuera por la vía de la masturbación— con alguna de aquellas chicas americanas o inglesas que se alzaban entre la multitud para ondear su sostén y mostrar a todo el mundo sus generosos pechos, que con su tímida compañera de instituto, por entonces novia y más tarde amante y fiel esposa. De manera que no le era fácil discernir si andaba tras una chica real de comienzos del siglo veintiuno, treinta y tantos años más joven que él, o tras un sueño que había cumplido ya esa edad sin que hubiera llegado nunca a convertirse en realidad.
         No se había fijado de dónde había salido, pero ahí estaba, caminando unos cuantos pasos por delante. Su andar ligeramente saltarín le otorgaba una naturalidad y una frescura que obligaron a sus ojos a reseguirla de arriba abajo. El pelo, ligeramente ondulado, sobresalía por debajo del sombrero y caía sobre sus hombros, golpeándolos con suavidad a cada paso. Llevaba un top negro que se acababa un poco antes de alcanzar su cintura; por el contrario, sus pantalones de cuadritos no empezaban hasta que las caderas ya se estaban ensanchando, de forma que unos diez centímetros de una piel que parecía extremadamente suave y fresca quedaban a la vista. Unas zapatillas rojas en los pies y un pequeño bolso rústico, también rojo, que colgaba de una larga cuerda, completaban su atuendo.
        Miró el reloj. Acaba de visitar a un cliente y tenía una reunión con otro media hora después en el extremo opuesto de la ciudad. Nunca cogía el coche. Si la distancia no era mucha prefería andar, si su destino quedaba lejos pero tenía una buena combinación cogía el autobús o el metro, y en última instancia iba en taxi. Era una de las costumbres de las que se sentía más orgulloso, pensaba que era algo racional y práctico, porque la gran cantidad de coches que circulaban por las calles generando ruido, contaminación, calor y estrés era uno de los mayores defectos de la vida urbana; y aquella era una de las pocas ideas de su juventud que aún se tenían en pie y que solía practicar.
        Levantó la vista; la chica seguía andando delante de él. Todavía podía seguirla unos minutos, no iba mal de tiempo y encontrar un taxi libre en aquella zona no era difícil. No le hubiera costado mucho apretar un poco el paso, llegar a su altura y así poder verle la cara, que esperaba que fuera un rostro angelical de nariz respingona y pequeñas pecas en las mejillas. Pero no quería llevarse un desengaño si en realidad era una cara vulgar, de piel manchada y nariz ganchuda, y prefirió seguir unos metros por detrás.
        ¿Y sus pechos? ¿Serían tan grandes y plenos como los de aquellas chicas extranjeras que tan ilusionadas y placenteras eyaculaciones le habían proporcionado treinta años atrás? Hoy en día ya no se veían pechos así; los de la  mayoría de las jovencitas apenas si abultaban más que esos pectorales tan trabajados por los muchachos adictos a los gimnasios. Pero también era cierto que esas chicas casi planas tenían a su vez angulosas caderas de efebos griegos, mientras que la que seguía caminando unos pasos por delante de él las tenía sobresalientes y perfectamente redondeadas, ergo sus pechos habían de tener un tamaño en consonancia.
        De repente la joven echó a correr y empezó a cruzar una ancha calle con el semáforo en amarillo. Cuando él, con unos reflejos que ya no eran lo que habían sido, se acercó al paso de peatones, la luz estaba roja y las infernales máquinas sobre ruedas que tanto despreciaba se habían adueñado del asfalto, sin dar opción a otra cosa que esperar a que acabara su reinado.
        Tuvo que detenerse.
        Impaciente, veía con impotencia cómo la muchacha seguía andando, alejándose, perdiéndose... unos segundos más y doblaría la esquina, desaparecería de su vista, puede que de su vida y de sus sueños. Si continuaba calle arriba o se metía en algún sitio público —ya fuera tienda o bar— la encontraría, pero si entraba en alguna casa particular sería imposible. Tal vez no la viera nunca más: no se imaginaba a sí mismo paseando por ese tramo de calle, cada día a la misma hora, como si fuera un adolescente enamorado, con la esperanza de que la chica volviera a pasar por allí. Puede que ella fuera a casa de algún pariente al que sólo visitara muy de tarde en tarde, a devolverle unos apuntes a una compañera con la que ya no se relacionara o un regalo a un antiguo noviete al que hubiera dejado de querer.
        Pero enseguida se dio cuenta de que la suerte estaba de su lado; la chica había desandado unos pasos, se había parado frente a un escaparate y lo contemplaba con atención. La luz seguía roja, pero ya no podía tardar mucho en cambiar. Por el rabillo del ojo vio un coche que se detenía. Sin fijarse en que era un taxi que lo había hecho para que bajara un cliente, empezó a cruzar la calle a paso vivo, con la mirada puesta en aquel escaparate salvador que ni siquiera podía distinguir de qué era.
         Y realmente la fortuna estaba de su parte, esa al menos fue la opinión de todos cuantos vieron lo que sucedió: la moto que lo embistió no era de gran cilindrada ni circulaba a mucha velocidad, y eso lo salvó de un impacto mortal. Aun así, el ruido del golpe estremeció a quienes lo oyeron, y la coreografía de cuerpos y máquina fue de las que cortan la respiración. Con todo, aquel componente del suceso al que la gente suele llamar milagro —porque desconfía de la casualidad, la suerte o el destino— fue que la furgoneta que circulaba por el carril contiguo se detuviera unos pocos centímetros antes de pasar sobre su cabeza.
        El hombre quedó tendido boca arriba en medio de la calle. Sentía un fuerte dolor en el pecho, tan agudo que le tranquilizó: aquello era alguna costilla rota y no un infarto debido al susto, pensó. También notó que le ardía un lado de la cara, seguramente porque lo había paseado un buen trecho por el rugoso asfalto. Le dolía el tobillo derecho porque había sido el lugar donde la motocicleta le había golpeado. Y sin embargo no le molestaba el brazo izquierdo, que se había roto al caer.
        Abrió los ojos —que no recordaba haber cerrado—, pero sólo vio un conjunto de caras que lo inspeccionaba desde lo alto. Se sintió como un niño pequeño rodeado de ogros amenazadores, sorprendido por lo deformados que resultaban aquellos rostros vistos desde abajo. Como no quería añadir factores de miedo ajenos a sus propios dolor y susto, cerró los ojos de nuevo y empezó a contar, para distraerse. Andaba por el 576 cuando oyó la sirena. Dejó de contar y volvió a separar sus párpados. Ya no había ningún grupo contemplándolo, sólo un guardia urbano que trataba de que los coches que venían por aquel carril se desviaran. Rogó a quien quisiera escucharle que los conductores le hicieran caso, que el guardia supiera imponer su autoridad y no acabaran los dos arrollados por otra furgoneta de conductor menos atento.
        Unos instantes después, dos hombres vestidos de blanco se le acercaron. Su cara reflejaba una ansiedad que seguramente no sentían. Buenos profesionales, se dijo, saben aparentar muy bien.
        —¿Puede hablar? —le preguntó uno de ellos.
        Él asintió con la cabeza. Le pareció una estupidez contestar a esa pregunta con un gesto y no con una palabra, pero una cosa era poder hablar y otra muy distinta tener ganas de hacerlo. Aunque tampoco ninguno de ellos pareció aprovechar la información recibida, ya que no le preguntaron nada más.
        Lo que sí hicieron los dos hombres fue agacharse, al mismo tiempo y en silencio, como bailarines bien entrenados. Cuando le cogieron, uno por los sobacos y otro por las pantorrillas, oyó que todo su cuerpo crepitaba. Levantó ligeramente la cabeza y vio que estaba envuelto en una de esas mantas que parecen hechas de papel de aluminio, como el que se utiliza para envolver bocadillos. ¿De qué sería el suyo? De cecina mal curada, sin duda. Carne avejentada pero sin el encanto de la dureza y la sal; algo fofo e insípido, pensó.
        Al inclinar la cabeza, la sangre que manaba de su ceja partida le resbaló por la nariz y le llegó hasta la boca. Su sabor era inconfundible y el terror que sangrar le producía hizo que se desmayara antes de que lo acomodaran sobre la camilla.
        Se perdió el viaje urbano con el que siempre había soñado en secreto, más allá de sus rebeldías ecologistas: dentro de un enorme coche, con un chofer conduciendo a gran velocidad y todo el mundo apartándose a su paso. También se perdió la llegada a la zona de urgencias del hospital y una noche dormida a base de sedantes, aunque eso nunca había formado parte de sus sueños.
        Cuando despertó ya entraba luz por la ventana. Todo le dolía mucho más que la tarde anterior. Reparó, sorprendido, en su brazo izquierdo enyesado y en su pierna derecha ligeramente levantada y colgada del techo. Con su mano derecha palpó la enorme gasa que le cubría parte de la cara y el aparatoso vendaje de una de sus cejas. Su mujer, que estaba sentada en un sillón —en el que seguramente había dormido, supuso—, se levantó en cuanto se dio cuenta de que él había despertado.
        —¿Cómo te encuentras, cariño? —le preguntó, mientras le ponía una mano sobre la frente, algo que nuestro hombre siempre había odiado, porque le hacía sentir como un niño desvalido a merced de la cruel sentencia de su madre: hay fiebre, no puedes salir a jugar a la calle.
        —Tengo sed —contestó, esperando que ella tuviera que ocupar sus dos manos en servirle un poco de agua en un vaso y dejara de tocarlo y convertirlo en un bebé.
        Mientras estaba bebiendo entró su hija. Para visitar a su padre se había puesto un largo vestido gris salpicado de innumerables florecillas blancas y llevaba el pelo recogido en una cola. Sabía que a su anticuado progenitor no le gustaba que anduviera por ahí "provocando y enseñándolo todo", como él decía, y había dejado en el armario su corto top negro, el pantalón de cuadritos y el precioso sombrero de paja con una cinta roja que había estrenado la tarde anterior. Seguramente encontraría un momento más apropiado para volver a lucir el conjunto.