domingo, 27 de marzo de 2011

Relato. La pereza


El día había amanecido gris, feo. Daba pereza salir de la cama, más cuando acababa de entrar el horario de verano y el cuerpo no se había acostumbrado todavía a levantarse una hora antes, dijera lo que dijera el reloj. Sin embargo no le quedaba otro remedio: nadie entendería que llegara tarde a una reunión porque no se sentía con ganas de madrugar.
En una época en la que el trabajo había sido elevado a los altares y era objeto de culto, la pereza había de ser considerada por fuerza el mayor y más pernicioso de los pecados capitales. Los otros ya no importaban, al contrario, algunos de ellos se había convertido en virtudes sin las que el triunfo no resultaba posible: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula y envidia. ¿Alguien los consideraba pecados en los tiempos del capitalismo financiero del final de la historia? ¿Quién podía imaginar a un líder sin soberbia? ¿Qué negocio florecía sin la avaricia? ¿Qué motivación era más fuerte que la lujuria? ¿Quién se encaramaba a lo más alto sin ira? ¿No era la gula el refugio de todas las demás carencias? ¿No era la envidia lo que lo movía todo?
Sólo la pereza conservaba su estatus de pecado; la pereza era sinónimo de fracaso y el perezoso el paradigma del perdedor. Nadie se podía permitir estar unos minutos sin hacer nada y mucho menos sentirse melancólico o falto de ánimos, porque si la pereza era pecado, la antigua acedía era el mayor de los vicios.

Se levantó de un salto. Sintió ese pinchazo en la cabeza que le ocurría siempre que salía de la cama con precipitación. No importaba, se tomaría un ibuprofeno, pero a la ocho en punto estaría en la oficina.
No fue así. Había perdido unos minutos preciosos, porque había puesto el despertador con el tiempo justo, las leves vacilaciones que había tenido habían acabado provocando un efecto multiplicador que le habían retrasado media hora y para cuando llegó a la oficina la reunión ya había comenzado.
Entró en la sala, saludó a todos los demás, que por lo visto habían llegado con puntualidad pese al cambio de hora, y cuando le devolvieron el saludo vio en sus caras una alegría no fingida que le estremeció. Dijo que se le había olvidado ajustar el despertador, porque pensó que sería la excusa más adecuada, mucho mejor desde luego que explicar que le habían asaltado ciertas dudas. Todos le miraban con expectación, como si se preguntaran qué estaba haciendo allí.
El gran jefe sonrió, pero no el resto de asistentes. Siéntate, le dijo, sin dejar de sonreír, hay algunas novedades que debes conocer.

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