sábado, 21 de abril de 2012

Relato. Suerte


               

Suerte




                La casa estaba lejos, más de lo que había supuesto. La carretera, estrecha y sinuosa, al menos era llana y le permitía alcanzar cierta velocidad, pero había pensado llegar en una hora y llevaba casi treinta minutos más cuando al fin apareció el desvío que indicaba la entrada al pueblo. Ya solo tenía que cruzarlo y continuar unos tres kilómetros, según le había dicho Iván, el compañero de trabajo que le había invitado a la inauguración de la casa de campo que se acababa de comprar.
                A Toni no le apetecía nada ir a aquella fiesta, porque ya le parecía lejos antes de saber que tardaría bastante más de lo esperado, pero Iván le había dicho que acudiría su cuñada, una mujer de veintiocho años como él, guapa, soltera y sin compromiso desde que hubiera roto con su novio un par de meses antes. Una mujer y una situación que no podía desaprovechar, le había dicho, y Toni, sin pareja él también, finalmente había accedido.



                Dejó atrás el pueblo y siguió la carretera hasta que vio una casa engalanada con ristras de bombillas de distintos colores. Justo enfrente, una flecha luminosa señalaba un solar vacío que se había convertido en el aparcamiento de los invitados, en el que había una veintena de coches. Todo muy propio de Iván, se dijo. Se metió en el recinto y aparcó. Cogió el regalo que tenía en el asiento de atrás (un felpudo que al pisarlo dirigía un haz de luz hacia arriba, ideado para iluminar la cerradura de la puerta bajo la que se pusiera, muy apropiado también para su compañero, había pensado Toni), cruzó la carretera y la verja de entrada al jardín. Echó un vistazo a su alrededor, pero no vio a Iván ni ninguna otra cara conocida. De hecho no conocía ni a su mujer ni, por supuesto, a su hermana, la cuñada que le estaba destinada.
                A un par de jóvenes de su edad que estaban tomando una copa sentados en los escalones de acceso a la casa les preguntó si habían visto a Iván. Uno de ellos le contestó que poco antes había pasado por allí y había dicho que iba a la cocina a buscar algo. En una mesa auxiliar tenían varios vasos con bourbon y le ofreció uno. Toni lo cogió, bebió un sorbo, le dio las gracias, entró en la casa y se encaminó a la cocina, que se veía desde la puerta. Iván estaba allí, con una mujer con la que parecía pelearse, o al menos fue la sensación que le produjeron los desagradables tonos de las voces que oyó. Dudó unos instantes si debía acercarse o no, pero Iván, que estaba encarado hacia la puerta, le vio y enseguida le llamó por su nombre, en voz alta, para alertar a la mujer con la que discutía, puesto que ella estaba de espaldas y no podía verlo.

                “Has venido, cuánto me alegro. Mira, te presento a Elena, mi mujer. Elena, este es mi compañero Toni, del que te he hablado”.
                Elena, una mujer rubia, de unos treinta años y su buen metro setenta de estatura,  se acercó a Toni, rozó sus mejillas y lanzó dos besos al aire.
                “Mucho gusto”, dijo él, pero ella no contestó.
                “Precisamente le estaba diciendo a Elena que te retrasabas, y que esperaba que no te hubieras perdido, ¿verdad, Elena?”
                Elena ni siquiera miró a su marido y mucho menos se molestó en contestarle. Se acercó al frigorífico con una cubitera en la mano y la llenó de cubitos de hielo.
                “Voy a sacar esto, que nos lo han pedido hace rato. Pásalo bien, Toni”, le dijo al recién llegado cuando pasó por su lado.
                “Mujeres. Siempre cabreadas. ¿Y sabes por qué tontería?
                “Pues no, acabo de llegar”, dijo Toni con una sonrisa forzada, mientras pensaba que ojalá la hermana de Elena fuera tan guapa como ella pero más simpática.
                “Porque ha venido una pareja de amigos míos de la universidad que mañana quieren hacer una excursión por los alrededores, me han preguntado que si tenía alguna habitación disponible para pasar la noche, les he dicho que sí y ahora Elena se ha cabreado, porque dice que ella ya sabía que si organizábamos una fiesta tan lejos de la ciudad esto acabaría convirtiéndose en un hotel. Anda, vamos a tomarnos una copa, que has conducido un buen rato y te la mereces”.
                “Ya tengo una en la mano”.
                “Pues acábatela y te tomas otra conmigo. Necesito relajarme”.
                Toni obedeció y se bebió lo que le quedaba en el vaso, que era casi todo. Iván se lo rellenó de nuevo con bourbon y se sirvió él también una generosa ración. Cogió un puñado de hielo del frigorífico y lo distribuyó entre los dos vasos, hasta que casi rebosaron.
                “Bebe; tú también vas a necesitarlo, porque tengo noticias, malas noticias”, le dijo Iván, mientras con un gesto de la mano le indicaba que se llevara el vaso a la boca”.
                “¿Tu cuñada también está enfadada?”, preguntó Toni, antes de obedecer de nuevo.
                “Mi cuñada no va a venir. Ha dicho que ella es muy urbana, que una amiga suya la había invitado al estreno de no sé qué función de teatro y que la disculpáramos, pero que se quedaba en la ciudad, donde viven las personas”.
                Toni habría estrellado el vaso contra el suelo, pero en lugar de hacerlo acabó de beberse su contenido. También él era urbano, vivía en la ciudad como las personas y el único motivo de que estuviera en aquella casa de campo era la esperanza de ligar con la famosa cuñada.
                “Lo siento, todas las demás mujeres de la fiesta están emparejadas”, añadió Iván.
                Por toda respuesta, Toni le tendió el regalo que todavía llevaba en la mano en la que no sujetaba el vaso. Iván lo abrió como si fuera el único regalo que hubiera recibido en su vida y cuando vio lo que era empezó a hacer aspavientos y se abrazó a su compañero, lo que a este le hizo pensar que tampoco él era la primera copa que se tomaba y que ya le estaban empezando a hacer efecto, como a él mismo, que se había tomado dos en apenas cinco minutos.
                Elena llamó a su marido desde la otra parte de la casa.
                “Ya voy, cariño. Toni, voy a enseñarle el regalo a Elena. Le va a encantar. Date una vuelta por ahí. No encontrarás mujeres solas, pero la gente es simpática y te acogerá bien. Enseguida salgo yo y te presento a unos cuantos”.
                Cuando se encontró solo en la cocina, Toni se sirvió otro bourbon y otro puñado de hielo del frigorífico. Al fin y al cabo, pensó, a las fiestas se va a beber y, si vas solo, a buscar compañía, y como él compañía no iba a encontrar, al menos bebería. Se bebió el tercer vaso  y salió al jardín. En las escaleras estaban los mismos de antes, que le ofrecieron otra copa que Toni no despreció.
                “¿Has encontrado a Iván?”.
                “Sí, pero se ha ido con su mujer”.
                “Muy propio de él”, comentó uno. Y los tres rieron.
                “¿Has venido solo?”
                “Sí”.
                “Mal asunto, aquí no hay mujeres sueltas. Tendrás que sentarte con nosotros y beber”.
                “Creo que ya he bebido mucho”.
                “Nunca es bastante si no hay mujeres con las que compartirlo”, dijo uno, impostando la voz.
                “Voy a dar un paseo para despejarme un poco, enseguida regreso”, contestó Toni, que se sentía un poco mareado.
                Definitivamente había bebido demasiado y demasiado rápido. Aquellas palabras le había costado decirlas, él mismo había sentido cómo había farfullado y cuando empezó a andar notó una falta de estabilidad característica que hacía tiempo no experimentaba. Se dijo que no podía seguir bebiendo toda la noche, que si pasaba media hora más allí acabaría tan borracho que se caería al suelo y montaría un número del que se avergonzaría toda su vida.
                Decidió marcharse. Había llegado solo a la fiesta, había bebido lo suyo pero no había conseguido compañía, de modo que tenía que regresar solo y mamado: la peor de las combinaciones. Se dirigió al aparcamiento, buscó su coche y lo encontró. No sin dificultades atinó a meter la llave de contacto donde correspondía y arrancó. Había tenido la precaución de aparcar de forma que no tuviera que maniobrar al irse, solía hacerlo porque nunca había sido muy bueno con la marcha atrás.  Entró en la carretera y enfiló su carril con algún titubeo, pero a poca velocidad era capaz de mantenerse cercano a la raya amarilla central sin traspasarla. Era una carretera secundaria y no tenía líneas blancas a los lados, de modo que lo más seguro era mantenerse cerca de la línea central, así no había peligro de salirse.
                Cuando llevaba conduciendo menos de un kilómetro, un coche lo adelantó a bastante velocidad. O eso le pareció hasta que miró el velocímetro y vio que indicaba cincuenta por hora. Aquello era muy poco, si alguien más lo adelantaba circulando como una tortuga se burlaría de él, así que decidió acelerar. Subió a ochenta, luego llegó a noventa, pero la velocidad a la que pasaban las amarillas líneas discontinuas le mareaba y redujo de nuevo a ochenta.
                Ochenta estaba bien. Debían faltar unos dos kilómetros para llegar a la carretera principal, por lo que conducir más rápido no iba a acortarle mucho el tiempo y si alguien lo adelantaba a esa velocidad siempre podría pensar que conducía tranquilo, disfrutando de la noche.
                Al enfilar  una recta encontró una señal de las que tienen un ciervo dibujado e indican que puede haber animales sueltos. Como si no tuvieran nada mejor que hacer que cruzar carreteras, se dijo. Se rio de su propia ocurrencia y aceleró un poco, mirando fijamente las líneas amarillas, que le hipnotizaban.
                No miraba al frente y por eso notó un fuerte golpe sin saber qué lo había producido. Frenó pegando un pisotón al pedal, los neumáticos rechinaron, el coche hizo un trompo y se paró, atravesado fuera de la carretera, en un sembrado. Lo primero que pensó fue que había tenido suerte de que no se hubiera desplegado el airbag, luego bajó del coche para inspeccionar los daños, que eran importantes: un faro estaba destrozado y el frontal derecho del coche había retrocedido hasta clavarse en el neumático delantero, que había resistido, pero que no podría girar. Luego, por un instante, se asustó ¿habría atropellado a un animal? ¿Un ciervo de los de la señal? ¿Un jabalí? ¿Y si sólo estaba herido y le atacaba?
                Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de una casa, porque acababan de encender una luz, y pensó que también en eso había tenido suerte, porque podrían ayudarle. Al poco salió alguien, con una linterna y una escopeta, y se acercó a él. Era un hombre, de unos cincuenta y tantos años, fuerte, campesino.
                ¿Qué ha pasado, estás bien?”, le preguntó.
                “Sí, creo que he atropellado a un animal”, contestó Toni.
                El hombre anduvo unos pasos y enfocó la linterna hacia un bulto que había a un lado de la carretera, unos metros más atrás. Toni no se acercó.
                “Pues sí, has atropellado a un perro”, le dijo el hombre.
                 Bueno, menos mal que solo era un perro”, dijo Toni. Contento porque parecía haber recobrado la sobriedad repentinamente y ya no farfullaba.
                “Solo un perro, sí, pero has tenido mala suerte, porque es el perro de Demetrio”.
                ¿Y quién es Demetrio?”
                Demetrio soy yo”.
                Abochornado, Toni se deshizo en disculpas y ofreció pagar lo que fuera para resarcir a Demetrio de la pérdida de su mascota.
                ¿Mascota?, este perro era uno más de la casa, y trabajaba como todos. Lo suyo era la vigilancia y la caza, y esto, bien hecho, no se paga con dinero”.
                ¿Quiere usted que le compre un perro nuevo?”
                ¿Es que piensas que era un sofá viejo? Tenía un nombre, era un ser vivo y sabía hacer muy bien su trabajo”.
                Demetrio se estaba alterando y movía nerviosamente la escopeta que tenía en la mano. Toni se inquietó, no tenía la cabeza tan clara como pensaba y estaba manejando aquello bastante mal.
                Puedo pagarle el adiestramiento si quiere”, propuso.
                O sea, que me vas a comprar un perro nuevo y me vas a pagar su adiestramiento”.
                Así es”. Toni pensó que el asunto se estaba reconduciendo.
                Y, entre tanto, ¿qué hago?”
                ¿Puede alquilar uno?”
                ¿Me tomas por imbécil porque soy mayor y vivo en el campo?”
                No, pero es que no se me ocurre nada más. Lo hecho, hecho está y ya no tiene remedio. Lo único que podemos hacer, como personas civilizadas que somos, es buscar algún tipo de acuerdo satisfactorio para ambas partes”.
                Aquello pudo con Demetrio, que encañonó a Toni.
                “Tienes razón. Y ya sé cuál es el tipo de acuerdo que me satisfará”, dijo el campesino, moviendo su escopeta a un lado y a otro.
                Oiga, no irá a matarme. Solo era un perro”, protestó Toni, asustado.
                ¿Otra vez con lo de que solo era un perro?”
                Bueno, me refería a que no es lo mismo matar a un perro que a una persona”.
                No, a veces es preferible lo segundo”.
                En aquel momento las piernas de Toni empezaron a temblar sin que pudiera hacer nada por evitarlo ni que Demetrio se diera cuenta.
                “Ahora encima me vas a resultar un cagado. No te asustes, gilipollas, que no voy a matarte. A menos que te lo ganes. Venga, ven conmigo”.
                Los dos hombres empezaron a andar hacia la casa, en silencio. Toni seguía temblando: de miedo y de frío, porque era tarde, había refrescado bastante y se le helaba el sudor encima.
                Junto a la casa había una caseta para perro y en el suelo un collar de piel roto.
                Este collar estaba viejo y Manolo lo rompió. El muy jodido”.
                ¿Quién es Manolo?”, se atrevió a preguntar Toni, más que nada por decir algo que los tranquilizara a ambos, pero no acertó:
                Manolo era nuestro perro”.
                Ah, perdone, como tenía nombre de persona”.
                Ya te he dicho que era uno más de los nuestros”.
                Demetrio se agachó, recogió la cadena y examinó el mosquetón que había sujetado el collar.
                El mosquetón está bien. Servirá. Arrodíllate”.
                Toni lo miró con cara de incredulidad, pero obedeció al instante cuando Demetrio lo encañonó de nuevo. Una vez de rodillas, Demetrio rodeó el cuello de Toni con la cadena y se la ajustó con el mosquetón.
                Descansa un poco, que en cuanto amanezca nos vamos a cazar. Cuando volvamos te dejaré hacer las llamadas que necesites para que me compres un perro nuevo y lo adiestren. Hasta entonces tú sustituirás a Manolo. Te llamaré Paco”.
                Demetrio no dijo nada más, se dio la vuelta y caminó hacia la casa. Toni no se lo podía creer. Estaba allí, sentado, como un perro y casi agradecido por seguir con vida. No sabía qué hacer. Sin duda aquel hombre le estaba tomando el pelo y en un par de minutos regresaría, le soltaría, le invitaría a una copa (¿otra más?), llamaría a una grúa para el coche y juntos reirían un rato mientras esperaran a que llegara. Pero el tiempo pasaba y el hombre no regresaba. Toni miró el reloj, eran casi las doce de la noche. Se estaba mareando; del susto, del frío y de todo lo que había bebido. Vomitó. Se alejó tanto como la cadena se lo permitía, que no era mucho, al menos no lo suficiente para evitar el olor a agrio que tenía lo regurgitado y que le producía más arcadas, pero ya no tenía nada más en su interior y las sacudidas le hacían sentir que iba a sacar el estómago por la boca.
Consiguió detener las convulsiones y recuperó un respirar pausado. Cogió tanto aire como pudo.
                “Iván. Iván”, gritó, con todas sus fuerzas.
                “Iván”.
                “Iván”.
                Las luces de la casa, que se habían apagado, volvieron a encenderse y Demetrio salió de nuevo, esta vez sin su escopeta, pero con una vara fina de avellano con la que le pegó dos zurriagazos en la espalda a Toni.
                “Calla, perro, que vas a despertar a los vecinos”.
                Toni, ya fuera de sí, saltó hacia Demetrio, pero la cadena lo frenó en seco y casi se rompe el cuello con la sacudida. Cayó al suelo, tosiendo, con nuevos espasmos, al borde de la asfixia.
                Demetrio amenazó con pegarle de nuevo, pero no lo hizo.
                “Maldito perro, como te vuelvas a levantar contra tu amo te rompo el lomo”.
                Cogió una manguera y regó el suelo, para limpiar los vómitos. Toni no tuvo más remedio que refugiarse en la caseta del perro, para que no lo mojara. Olía mal, pero no tanto como lo que había sacado de su propio cuerpo.
                “Ya es casi la una y a las cinco y media nos iremos a cazar, más vale que descanses o reventarás por el camino”, le dijo Demetrio, regresando hacia la casa.
                Toni permaneció unos minutos en la caseta, tratando de recobrar el aliento. Sentía la garganta y la espalda doloridas, pero lo peor era su cabeza, a punto de explotar tratando de racionalizar una situación como aquella, que no tenía nada de racional.
                El suelo estaba mojado, pero salió con cuidado, poniendo las palmas de las manos en el suelo hasta que estuvo fuera, a gatas. Entonces se levantó, la cadena era lo suficientemente larga para permitírselo. Estar de pie le hizo sentir bien, como si fuera el primer humano en conseguirlo, el eslabón necesario en la evolución de la humanidad. Caminó un poco, en círculo, para activar su pensamiento de humano ahora que había abandonado las cuatro patas de la bestia. Funcionó. Qué estúpido soy, se dijo. Levantó las manos y desabrochó el mosquetón que le sujetaba la cadena al cuello. Miró a su alrededor. No había nadie. Las luces de la casa estaban apagadas. Todo estaba en silencio. Dejó la cadena en el suelo con mucho cuidado. Se miró. Estaba libre.
                Echó a correr, tanto como sus muy mermadas fuerzas le permitían. A lo lejos vio unas luces que se movían. Era un coche. Tenía que detenerlo. Siguió corriendo, agitó los brazos y entró en la carretera. Tarde. Iván, que conducía el coche, no tuvo tiempo de frenar y lo arrolló, sin haberlo visto.
                El coche se salió de la carretera, unos metros más atrás del de Toni. Lo primero que pensó fue que había tenido suerte de que no se hubiera desplegado el airbag, luego bajó del coche para inspeccionar los daños, que eran importantes: un faro estaba destrozado y el frontal derecho del coche había retrocedido hasta clavarse en el neumático delantero, que había resistido, pero que no podría girar. Luego, por un instante, se asustó ¿habría atropellado a un animal? ¿Un ciervo de los de la señal? ¿Un jabalí? ¿Y si sólo estaba herido y le atacaba?
                Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de una casa, porque acababan de encender una luz, y pensó que también en eso había tenido suerte, porque podrían ayudarle.

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