martes, 24 de junio de 2014

Las dos caras de enero. Ni Highsmith ni Minguella

Las películas protagonizadas por estadounidenses que viajan o viven en países de un atraso proverbial y un claro encanto exótico se han convertido en uno de los subgéneros más recurrentes del cine. Ejemplos clásicos fueron las películas de intriga Casablanca (1942) o El hombre que sabía demasiado (1956, existe una versión de 1934, también de Hitchcock, muy distinta), que suceden en Marruecos. 
Luego vinieron muchas más, situadas en general en países europeos de cultura clásica (Italia y Grecia), que permitían ofrecer productos de mayor nivel cultural, en especial el paisajístico, sin dejar de mostrar siempre su proverbial atraso en las costumbres. Algunas de ellas fueron obras maestras, como la comedia Avanti (Qué ocurrió entre mi padre y tu padre (Billy Wilder, 1972) o el drama político Missing (Costa-Gavras, 1982), ambas protagonizadas por Jack Lemmon aunque muy, muy distintas entre sí. Otras son bastante más prescindibles, como la sentimental Bajo el sol de la Toscana (Audrey Wells, 2003) y algunas son pastiches colosales como The Tourist (Von Donnesmarck, 2010).

Pero si algo ha acabado constituyendo un subgénero dentro del subgénero son las películas basadas en Tom Ripley, el personaje creado por Patricia Highsmith, cuya extraordinaria personalidad ha dado tanto juego que ha permitido que diversos realizadores de varios países hayan filmado sus aventuras, algunas de ellas en distintas versiones.
Empezó un francés, René Clement, que en 1960 rodó Purple noon (A pleno sol), con un inquietantemente atractivo Alain Delon en el papel del amoral personaje estadounidense, para conseguir una película de una densidad más que notable. Luego vendría el alemán Wim Wenders, que rodó una película pretendidamente europea e intelectual, El amigo americano, con un imposible Dennis Hopper en el papel de Ripley. Tampoco acertó, en mi opinión, con el personaje la italiana Liliana Cavani, que se lo entregó a John Malkovich para su versión de la misma novela que había rodado Wenders.
No fue hasta 1999 cuando, para mí, se filmó la mejor película de Ripley hasta la fecha: El talento de Mr. Ripley, de Anthony Minguella, con un reparto muy acertado (Mat Demmon como Ripley, además de Jude Law, Gwyneth Paltrow, Cate Blanchett Y Philip Seymou Hoffman, todos ellos extraordinarios en el film) y un tono que recogía el clima oscuro y refinadamente perverso no solo de Ripley sino también de Greenleaf.

Ahora Hossein Amini, aclamado guionista de películas de éxito, en especial de la estimulante y turbia Drive, nos presenta su primera película como director, Las dos caras de enero, que no está basada en Ripley pero sí en otra novela de Patricia Highsmith, que nos pone frente al dilema dorsiano de si todo lo que no es tradición es plagio, porque estamos ante una película en la que todo resulta dejà vu y lo que queda por dilucidar es si el director se ha aferrado a la tradición o se ha sumido descaradamente en el plagio.

Amini ha cogido cuantos tópicos ha podido: el despertar en la playa mientras el pescador que golpea el pulpo contra las rocas para ablandarlo, esos hombres bailando una especie de sirtaki como si fueran el ínclito Demis Roussos más que Anthony Quinn, el autobús que traquetea por carreras infames, las niñas visitando las ruinas en el momento preciso, esos griegos ignorantes que, sin embargo, hablan un perfecto inglés cuando al guión le conviene, etc. etc.
En este escenario nos ha puesto a un flojo Viggo Mortensen (con lo bueno que llega a ser este actor), a una desmejorada Kirsten Dunst (¿qué hizo con los actores Amini?) y a un plano Óscar Isaac cuya principal virtud es tener un físico por el que pueda ser confundido con un griego (lo que no sé es si también con un norteamericano), vestidos para la ocasión como auténticos coloniales, a lidiar con una historia que intenta conseguir el universo de Highsmith bebiendo en la fuente de Minguella.
Nada de lo que aparece en la película es turbador, la intriga está mal planteada y los personajes no tienen ni uno de los recovecos que tanto le gustaba cincelar a la escritora norteamericana. Por eso, el final parece tan fuera de lugar que no nos permite, de entrada, darnos cuenta de que es lo mejor de la película.

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