martes, 11 de noviembre de 2014

Elecciones 2011 y 9N: empate técnico entre PP y sí/sí



Pocas veces los políticos interpretan los resultados de unas elecciones de acuerdo con lo que matemáticamente significan, casi siempre lo hacen de forma sesgada, para acercarlas a sus intereses. Pero es que, además, muchas veces la distribución de los resultados no refleja lo que realmente han votado los ciudadanos, porque la ley electoral los desvirtúa. 

Así, nunca hemos oído decir a los políticos del Partido Popular que en las elecciones generales de 2011 obtuvieron solo el 30,99% de los votos del censo electoral. En cambio, les oímos decir con frecuencia que obtuvieron el voto de la mayoría de los españoles, lo que no es cierto, puesto que votaron al PP menos de la tercera parte de quienes tenían derecho al voto.
No es correcto siquiera decir que el PP obtuvo la mayoría de los votos útiles, puesto que habría que matizar siempre que esa mayoría fue relativa, no absoluta como, en cambio, se tradujo en número de escaños debido a la ley electoral, que beneficia a los partidos mayoritarios.

Mucho más significativos resultan aún los resultados de las elecciones europeas de 2014, que los políticos del Partido Popular también pregonan que ganaron, puesto que en esas elecciones obtuvieron solo el 11,71% del censo. Es decir votaron al PP menos de dos personas de cada diez con derecho a hacerlo.

En la consulta del pasado 9 de noviembre en Cataluña, la opción sí/sí obtuvo el 29,89% del "censo". Es decir, solo el 1% menos del porcentaje que al Partido Popular le sirve para gobernar España a su antojo y, desde luego, un porcentaje muy superior al que obtuvo dicho partido en las europeas que también "ganó".

Pero estos resultados están siendo descalificados por todos los políticos, analistas, periodistas y demás creadores de opinión cuando lo que deberían hacer es darse cuenta y explicar que algo está pasando para que en Cataluña se haya llegado a esta situación y que minimizarlo no es la mejor solución.



sábado, 8 de noviembre de 2014

La corrupción, la ignorancia y José Antonio Monago



Nada perturba tanto la vida humana como la ignorancia del bien y el mal. Cicerón


Cuanta mayor sea nuestra ignorancia, mayor será su capacidad de corrupción, de ahí que quieran que nuestra ignorancia sea mucha y pongan todo su empeño en ello:


Acceder al artículo: La ignorancia 







Cuando los diputados y senadores no tienen que dar cuenta del dinero público que gastan en viajes, ¿no es que ya la han legalizado?

Cuando el gobierno concede el tercer grado a Jaume Matas, en contra del criterio judicial, ¿no es que ya la han legalizado?

Y cuando no pueden legalizarla... nombran cargos judiciales afines al gobierno.




José Antonio Monago y la ignorancia

Cuando José Antonio Monago, el presidente de Extremadura (gracias al soporte de Izquierda Unida, no lo olvidemos), dice que él puede demostrar que ha pagado sus viajes particulares, está jugando con nuestra ignorancia, porque es fácil e inútil justificar los viajes particulares y lo que debe hacer es justificar sus viajes públicos.

Cuando dice que no recuerda lo que hizo durante varios años como político está jugando con nuestra ignorancia, porque lo que hizo no debería estar en su memoria, sino documentalmente justificado en la institución correspondiente.

Y cuando María Dolores de Cospedal le dice a José Antonio Monago "eres un referente, eres el presidente que quieren los extremeños"... francamente, ya no sé con qué juega, porque la ignorancia no puede llegar al extremo de que alguien pueda votar a un hombre que ya ha reconocido que es un corrupto, puesto que ha dicho que devolverá el dinero gastado, lo que implica que ha asumido su condición de ladrón del erario público... ¿y no le exigiremos que se vaya? ¿No exigiremos a Rajoy y Cospedal que lo echen?

...¿Y no les echaremos a ellos también, puesto que tienen como referente a un hombre que admite su culpabilidad?

martes, 4 de noviembre de 2014

No acudan a los conciertos de Isabel Pantoja.

Isabel Pantoja es una persona condenada a una sentencia de cárcel que, después de intentar eludir, está ahora intentando retrasar. El último argumento utilizado por su abogado es que la tonadillera tiene cuatro conciertos programados y que le iría bien entrar a partir del quince de diciembre.

No creo que los condenados tengan derecho a escoger la fecha de entrada en la cárcel, como si fuera la de un crucero. Dejando al margen, claro está, a los políticos corruptos, en cuyo caso escogen la de entrada y la de salida, si es que acaban yendo. Si fuera por compromisos laborales, como Isabel Pantoja, quizá muchos de los reos no entrarían hasta la edad de jubilación, bastaría con que tuvieran un trabajo, aunque en estos momentos eso sea algo bastante difícil. Pero ya sabemos que en España hay colectivos a los que cuesta hacer cumplir las leyes, si es que se consigue que las cumplan.

Los folclóricos, hombres y mujeres, son uno de ellos, porque representan algo así como el alma de España, y en un país donde el catolicismo tiene tanto peso da un poco de yuyu ir contra el alma. Muchos españoles sufren con las desgracias de los folclóricos y se deleitan con sus éxitos, ya se preocupan las televisiones (en especial TVE y su vergonzoso programa Corazón, Corazón) de que los compadezcamos cuando lo pasan mal y no los castiguemos cuando nos roban, porque nos dicen que también lo pasan mal y por lo tanto volvemos al punto anterior. 

Fue sonado el caso de Lola Flores cuando fue condenada por delito fiscal y se atrevió a pedir una peseta a cada español para poder hacer frente a la deuda. ¿Pagó socialmente por el delito y la posterior petición, que era toda una ofensa a los ciudadanos? No. La gente siguió acudiendo a sus actuaciones.

Farruquito es también un delincuente, de otro estilo, juzgado y condenado, que intentó culpar de sus actos delictivos a su propio hermano menor, y a quien el truco no funcionó porque hubo escuchas telefónicas que sacaron a la luz lo que sucedía. ¿Pagó socialmente por haber matado a un hombre conduciendo a gran velocidad, sin disponer de carné, sin proveer el obligado auxilio, dándose a la fuga e intentando culpar a otro? No. La gente siguió llenando los teatros en los que actuaba, más si cabe después del delito.

Ahora Isabel Pantoja se encuentra en una situación semejante: ha de ir a la cárcel y quiere posponer la cita alegando que tiene conciertos programados. ¿Pagará socialmente por haber robado dinero público de forma continuada junto con un hombre que ya está en la cárcel, cuya ex mujer también lo está? Esperemos que sí. En primer lugar esperemos que no le concedan la prórroga y entre en la cárcel con la misma puntualidad con la que un desahuciado es echado de su casa, pero si finalmente se la conceden, esperemos que la ciudadanía recupere el honor perdido y no acuda a sus conciertos.

lunes, 27 de octubre de 2014

Cazadores urbanos. Capítulo 3

3





            


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El lugar en el que vivía Diego Falcó, el tercer piso de un edificio de la calle Ausiàs Marc, céntrico pero mal conservado, parecía cualquier cosa menos una vivienda. Anteriormente había sido un despacho y, aunque tenía un cuarto de baño y una pequeña habitación con puerta, el resto era un amplio espacio a modo de loft en uno de cuyos rincones un metro de encimera, dos armarios de formica y un hornillo a gas constituían una básica cocina que, de todas formas, no usaba demasiado. Un sinnúmero de máquinas se amontonaban por doquier y el suelo estaba atestado de cables de todos los colores, que iban de un lado a otro y conferían a la estancia el inquietante aspecto de un nido de serpientes retorcidas. Tenía varios ordenadores —algunos conectados entre sí y otros aislados—, dos aparatos de fax, tres o cuatro módems, una impresora láser y dos de chorro de tinta, una fotocopiadora en blanco y negro, un escáner en color, tomas de teléfono por todas partes y hasta una máquina de jugar al millón, única representante de un tiempo que en aquella casa daba la impresión de estar tan superado que la convertía en una pieza arqueológica.
            Diego Falcó tenía treinta y dos años y pertenecía a una generación que él creía privilegiada: la de aquellos que habían podido disfrutar en su niñez con los flippers, pero a quienes la revolución informática no había pillado tan mayores como para que aquel mundo les resultara poco menos que diabólico. Frente a la casa de sus padres había un bar en el que Diego empezó golpeando una bola con el fin de obtener puntos suficientes para conseguir una partida gratis, luego disparó cientos de misiles para acabar con la invasión de naves enemigas que lo amenazaban y terminó pilotando un avión de guerra en un simulador de vuelo que —decían—, utilizaba el mismísimo ejército de los Estados Unidos para preparar a sus hombres. Aquella había sido su infancia: creciendo a la par que la tecnología de las máquinas recreativas.
            De allí saltó a los ordenadores personales, cuando éstos todavía eran unos artefactos mágicos e inaccesibles para la gran mayoría de las personas, pero fácilmente controlables por los pocos entendidos del momento. Sin embargo, aquellas máquinas, al principio calificadas de infernales, se convirtieron pronto en juguetes y todo pasó a ser un formidable negocio. La velocidad a la que sus componentes quedaban obsoletos era casi tan grande como la que conseguían en sus cálculos, los sistemas operativos se complicaron, los periféricos se multiplicaron y el conocimiento se dispersó. Ya no quedaba nadie que pudiera comprender todos los secretos que aquellas máquinas guardaban en su interior; la piedra filosofal capaz de transformar los impulsos eléctricos en información inteligible escapó de las manos de los particulares y pasó a ser propiedad exclusiva de algunas grandes empresas, que empezaron a dictar unas leyes de obligado cumplimiento, ya que al margen de ellas nada funcionaba.
            Pero era tal la complejidad creada por las compañías que hasta ellas tenían agujeros por los que se les escapaba el control de sus propios procesos. Y la existencia de aquellos resquicios había engendrado, a su vez, una nueva raza de informáticos que se dedicaba en cuerpo y alma a localizarlos y utilizarlos a su antojo, ya fuera para desprestigiar a las mismas empresas o para aprovecharse de los incautos que estaban convencidos de que el sistema que les habían vendido era invulnerable.

            Diego Falcó formaba parte del grupo de nostálgicos y justicieros informáticos que ponía todo su talento al servicio de la delincuencia digital. Pero él, a diferencia de la mayoría, no era un filántropo de los que se apresuraban a poner en conocimiento de todo el mundo hasta los más nimios errores encontrados en los programas de los principales fabricantes. No. Alcanzar aquellos conocimientos le había costado largos años de aprendizaje y esfuerzos, y no estaba dispuesto a dilapidar su capital en forma de inútil vanidad. Noches en vela, fines de semana sin moverse de su habitación y el peso de unas gruesas gafas que le machacaban el puente de la nariz merecían sin duda una generosa recompensa.
            Y desde hacía algún tiempo las cosas no le iban nada mal.
      Un año atrás, en una feria de productos informáticos, Diego había coincidido con su pareja perfecta, aquella que muchos buscan en el matrimonio y que, a menudo, únicamente se encuentra al margen de los sentimientos y la vida en común. Él estaba sentado frente a un ordenador, simulando probar el nuevo juego que presentaba una de las empresas expositoras, aunque tratando en realidad de obtener una copia pirata. Uno de los empleados de la compañía sospechó algo y se le aproximó con sigilo por detrás. Estaba ya a punto de pillarle cuando ambos oyeron a sus espaldas un vozarrón que gritaba: "¡Eh, chico!". Empleado y pirata volvieron la cabeza y vieron a un hombre grande, gordo, rubio y sonrosado que, plantado unos metros más allá, le hacía señas al empleado para que se acercara a él. Diego se dio cuenta de que había faltado poco para que lo descubrieran, sacó el CD que había metido en el ordenador, se levantó y desapareció con rapidez.
            Media hora después coincidió de nuevo con el hombre grande y sonrosado, esta vez en los lavabos del pabellón. Diego meaba y, cuando acabó, se encontró frente a frente con aquel inmenso representante de la raza humana. Parado junto al secador de manos, el hombre lo esperaba. Diego no se meó encima porque acababa de hacerlo en el urinario de la pared, pero las piernas le flojearon como si alguien le hubiera robado los huesos. Pensó que aquel individuo era un policía que iba a detenerlo o, peor aún, un guardia de seguridad que iba a darle una paliza. Sin embargo el hombre empezó a sonreír, acabó soltando una gran carcajada que sonó como un trueno y le tendió una enorme mano que Diego no supo rechazar.
          —Ha faltado poco, ¿verdad? —le dijo, sin soltarle la mano.
          Fue inútil que Diego fingiera no comprender, estaba claro que el hombre se había dado cuenta de todo, su actuación no había sido una mera casualidad: lo había salvado intencionadamente.
         —Hay que reconocer que eres un valiente —añadió—, pocos son los que se hubieran atrevido a intentarlo.
          Le soltó la mano, pasó su brazo por los hombros de Diego y salieron de los lavabos. Parecían un padre con su hijo de corta edad.
           —Salgamos de la feria, aquí ya hemos visto todo lo que nos interesaba. Te invito a comer —propuso el hombre.
          Diego receló. No era sociable por naturaleza y no se fiaba de la gente que lo era, pero estaba en deuda con aquel individuo y acabó aceptando la invitación. No lo lamentó: Rudy Guzmán le llevó a una prestigiosa marisquería, en la que Diego comió de maravilla, y le propuso formar una sociedad que, desde entonces, le había proporcionado unos importantes ingresos. A cambio, él tenía que dedicarse exclusivamente a lo que más le gustaba: meterse dentro de archivos ajenos y fisgar.

            Aquella mañana Diego estaba esperando a Blanca. Ella tenía que pasar por su casa para informarle de cómo le había ido con la empleada de la compañía de seguros. Si Blanca había conseguido alguna dirección ip o algún número de teléfono a través del cual conectarse a la empresa, él empezaría a trabajar enseguida. En aquel negocio lo importante era la sorpresa, de lo contrario todo se volvía demasiado peligroso e inútil. Cada vez más a menudo las empresas procuraban blindar su información, pero todavía faltaba mucho para que sus archivos de datos se convirtieran en castillos inexpugnables, al menos para expertos como Diego Falcó.

            Blanca se presentó a las once y media.
            —Te esperaba más temprano —la saludó Diego.
            —No conseguí nada —le dijo ella, a modo de explicación.
            Diego puso cara de "ya lo sabía yo".
           —Pero creo que hemos acertado. La mujer es bastante más accesible de lo que pensábamos, y tiene muchos puntos débiles por donde atacar —se defendió Blanca, emocionadamente metida en el nuevo papel que Rudy le había adjudicado.
        —No sé, ya le dije a Rudy que este asunto me da mala espina, la empresa es muy grande y ella la secretaria de su Director General: o él acabará sospechando o alguien acabará descubriéndonos.
           —De verdad que es una mujer candorosa de la que creo que no va a ser difícil obtener lo que queramos. Y además está libre, hace tres años que se divorció de su marido: tal vez acabemos consiguiéndote una pareja, no es un mal partido —bromeó Blanca mientras le daba un ligero codazo.
      —¿Está conectada a Intenet? —preguntó Diego, ajeno al último comentario.
            —Ni siquiera tiene ordenador en casa. Pero no te preocupes: tiene un hijo de doce años.
            Diego la miró con expresión de no entender qué tenía que ver aquello con su negocio.
            —Conseguiremos que le regale uno, hombre —tuvo que explicarle.
           —Estamos en marzo, todavía faltan nueve meses para que lleguen los reyes —ironizó él.
            —Su cumpleaños es en mayo, pero ni siquiera tendremos que esperar hasta entonces, ya lo verás.
            —Dile a Rudy que lo de los suscriptores de la revista de equitación ha sido muy fácil —dijo Diego, cambiando una vez más de conversación—. Y dile también que es a cosas como esa a las que nos tendríamos que seguir dedicando y no a intentar conseguir secretos de estado.
            —Diego, solo es una compañía de seguros.
          Él, sin escucharla, le entregó un CD con una etiqueta en la que ponía "caballos", se sentó frente a uno de los monitores y empezó a teclear como si se hubiera olvidado del resto del mundo.

jueves, 16 de octubre de 2014

Mas, Serbia y el Real Madrid-Barcelona

Hace unos días, en un partido de fútbol entre Serbia y Albania quedó claro cuál es el terreno en el que se acaban dirimiendo las disputas nacionalistas, que no fue precisamente el del propio deporte, sino el de la pelea entre los jugadores de ambos países: el partido acabó a golpes después de que alguien (al parecer el hermano del primer ministro albanés) hiciera volar sobre el terreno de juego un dron con la bandera de Albania y que un jugador serbio tirara de ella y la hiciera caer.

Las cabezas temerarias del independentismo catalán ya tienen una idea y un lugar donde llevarla a cabo: el madrileño estadio Santiago Bernabéu, donde la próxima semana se juega el Madrid-Barcelona de la liga de fútbol.
No sé si alguien será capaz de hacer volar un dron con la estelada, todo es posible, pero si pasara eso o si pasara cualquier otra cosa que provocara violencia, solo tendría un responsable: Artur Mas.
Da igual que quien hiciera tal cosa fuera seguidor de otro líder o pensara serlo él mismo, Mas ha sido el que ha encendido la mecha y todo lo que explote a continuación será responsabilidad suya.

Ya lo he dicho en varias ocasiones, pero quiero insistir: Artur Mas es un personaje mediocre, acomplejado por su incapacidad para el liderazgo, aplastado bajo el peso del inconmensurable Pujol, que es alguien capaz de hacer que Cataluña gire en torno a él siendo presidente o declarándose delincuente.
Mas quiere emular al padre pero, como en la realidad no puede, se entrega a un delirio que le hace pensar que lo conseguirá, cree que es el Moisés que nos hará cruzar las aguas de la independencia, papel que ya interpretó para el cartel con el que concurrió a las últimas elecciones autonómicas, aquellas en las que perdió tantos diputados que lo dejaron en manos de ERC.
Ese fue otro revés para su ego desatado que intentó superar con un más de lo mismo: ahora debía superar a quienes le llevaban ventaja en independentismo y organizó el sainete del 9N, con la engañosa colaboración de la ANC, ese ente integrista plagado de pseudointelectuales que tergiversan la realidad para promover el delirio también entre los ciudadanos, como Víctor Cucurull, un ex candidato de la UCD hoy reconvertido en inventor de un catalanismo omnímodo e intemporal, que pregona que Cataluña existe como nación democrática desde antes de Cristo y que fue la cuna de Cervantes o Santa Teresa, tal como explica en el siguiente vídeo.




Que alguien pueda seguir pensando que la independencia nos hará libres después de escuchar una conferencia como la de Víctor Cucurull demuestra que el delirio ha calado en la sociedad, y eso es peligroso, porque cuando se confunde la realidad con la ficción se tiende a actuar de acuerdo con la segunda y separarse de la primera, porque la ficción gusta más que la realidad. El único problema es que es irreal.

Creo que lo más sensato que podrían hacer los políticos catalanes sería relevar del cargo a Artur Mas, alegando incapacidad mental, no sé si transitoria o permanente, pero su persistencia en el delirio lo hace una persona peligrosa para la convivencia. Y, por supuesto, que no pongan a su clon Homs en su lugar.











viernes, 10 de octubre de 2014

La desfachatez es del Partido Popular, no (sólo) del Consejero de Sanidad

El Partido Popular se comporta con desfachatez, con insolencia. Su falta de respeto a los ciudadanos no se corresponde con lo que debería ser el comportamiento de un partido dentro de un sistema democrático. Sus dirigentes mienten, tergiversan, esconden, callan, manipulan, acusan, evaden responsabilidades y culpas cuando gobiernan y mienten, tergiversan, manipulan, acusan y chillan, sobre todo chillan, cuando están en la oposición. 

Esta es su forma de actuación, está en su esencia, no es un accidente: no esperemos otra cosa, siempre será así, porque el partido está plantado en la misma tierra que abonó la reconquista, la inquisición y el franquismo. 
Entiendo que haya mucha gente que, cansada de la torpeza del gobierno de Zapatero en materia económica, lo votara. Y lo entiendo porque tenemos una formación ciudadana casi nula, destrozada por cambiantes y malos planes de educación, por siglos de dominio católico, una religión que no reconoce derechos a quienes la profesan, solo provoca miedo y represión, no permite opinar ni cuestionar, se basa en dogmas. 
Como dogmas quieren que aceptemos lo que el Partido Popular nos dice. Se presentan como únicos poseedores de la verdad. Se expresan con soberbia, con chulería, con desprecio hacia los demás, un método que funciona bien en la sociedad española, tan aficionada a destruir opiniones ajenas
Nos creemos a cualquier vendedor de medicamentos mágicos que salga en una tribuna y repita una mentira una y otra vez, mientras su medios afines la amplifican también tantas veces como haga falta, hasta conseguir que pensemos que es verdad.
Este es el gobierno que tenemos.

Y en ese funcionamiento vil, aparece la crisis del ébola y, tras unos días de titubeos, los dirigentes del Partido Popular encuentran a los que han decidido que echarán la culpa de todo. Son dos: Teresa Romero, la propia trabajadora enferma y Francisco Javier Rodríguez, el Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid.

Culpando a la primera pretenden evadir sus propias responsabilidades en la gestión de la crisis. Culpando al segundo encuentran un chivo expiatorio de segundo nivel para proteger las cabezas de los de primer nivel.

Los medios de comunicación afines al Partido Popular ya han elaborado el relato "oficial": 
  • todo empieza desde el momento en que Teresa Romero se contagia, es decir olvidamos preguntarnos si fue adecuado repatriar a unas personas ("padre", llamó Ana Mato al segundo repatriado, con su lenguaje repipi de colegio de monjas) muy enfermas a un país que no estaba preparado para tratar su enfermedad y situamos el foco de la acción en la "torpeza" de Teresa Romero y en algunos fallos de gestión en su tratamiento.
  • Una vez situada la historia donde conviene, estos mismos medios se ceban en el Consejero de Sanidad, que se diría ha declarado ex profeso lo que ha declarado, para centrar los focos en él e inmolarse para proteger a su jefa, no en vano él mismo se ha encargado de presumir de que tiene la vida resuelta. Es decir, no va a sufrir ningún descalabro si lo echan de su cargo. Declaraciones, por cierto, que yo pienso que son constitutivas de delito (al menos ético): si ponemos la frase al revés, lo que nos viene a decir es que si necesitara el dinero no querría abandonar el cargo... por muy mal que lo hubiera hecho, ¿no?
  • Por cierto, que este hombre no es el primer escándalo en el que se ve involucrado, porque ya tuvo problemas cuando era el responsable del servicio de urgencias de un hospital y en el caos que creó murieron dos enfermos: Rodríguez

domingo, 21 de septiembre de 2014

Cazadores urbanos. Capítulo 2

2





           
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Pilar Orozco había tenido una jornada agotadora, sin un momento de descanso desde que llegara a la oficina a las nueve y cuarto de la mañana. Apagó el ordenador, cerró un momento los ojos y se masajeó el puente de la nariz. Se levantó, recogió la chaqueta y el bolso, se despidió del empleado de seguridad que custodiaba el despacho durante la noche y enfiló un largo pasillo recubierto de una moqueta demasiado gruesa para resultar cómoda. Cuando por fin entró en el ascensor que la conduciría hasta el aparcamiento subterráneo miró el reloj y se asustó al ver la hora que marcaba: las diez y media de la noche.
            Otro día más dedicado por completo al trabajo. Otro día más sin efectuar los ejercicios de estiramientos contra sus cada vez más frecuentes lumbalgias. Otro día más sin poder dedicarle ni unos minutos a Francis, su hijo.
            Francis y Pilar vivían solos desde que ella se había divorciado de Alfonso, su marido, hacía ya tres años. Pilar entonces era una simple administrativa más, pero una rápida serie de cambios en la empresa la habían llevado hasta el puesto de secretaria de un subdirector que, poco después, llegó a ser el Director General. Todos opinaron que había tenido mucha suerte, porque en unos pocos meses su salario había aumentado de forma importante y su consideración en la empresa también. Sin embargo no todo fueron ventajas. El ascenso perjudicó su posición durante el proceso de divorcio, porque Alfonso se agarró a su aumento de sueldo para justificar la ridícula pensión de manutención que su hábil abogado propuso pagar. El juez aceptó sus argumentos y fijó una cantidad prácticamente simbólica que Pilar aceptó sin rechistar, en aquel momento lo que menos quería era alargar, por una cuestión de dinero, un proceso que suponía traumático para Francis, que acababa de cumplir diez años.
            Otro inconveniente de su nuevo puesto fue que empezó a quedarse cada vez más horas en la oficina. Su anterior horario, de nueve de la mañana a cinco y media de la tarde, pasó pronto a la historia y las jornadas de doce horas  se convirtieron en algo frecuente. Y, por si fuera poco, SAR estaba preparando un proceso de fusión con SEASA, otra compañía de seguros más pequeña, lo que para ella no significaba otra cosa que más trabajo y una jornada más larga durante una buena temporada, hasta que todo el proceso, que iba a durar algo más de tres meses, llegara a su fin.
            A cambio de no tener una hora fija de marcharse a casa, por la mañana Pilar podía llegar un poco más tarde, nadie iba a atreverse a reprochárselo y eso al menos le permitía desayunar con su hijo, pero se pasaba el resto del día encerrada en aquel edificio, descuidando su alimentación y su cuerpo, y la mayoría de los días llegaba a casa tan cansada que lo único que hacía era ducharse con agua muy caliente, darle un beso a un Francis ya dormido y meterse ella también en la cama.

            Llegó al segundo sótano, salió del ascensor y se encaminó hacia su coche. Se lo había comprado hacía apenas dos meses y todavía olía a nuevo, era una berlina japonesa que había elegido siguiendo el consejo de su propio hijo —Francis ya entendía más de coches que ella misma— y tras haber consultado los baremos de siniestralidad de la empresa, donde figuraba en los últimos lugares.
            Al girar la llave de contacto, el reproductor de cedés se puso en marcha y una engolada voz empezó a hablar en inglés. Pilar apretó con furia el botón de extraer el disco: por las mañanas aprovechaba el trayecto desde su casa hasta el trabajo para refrescar aquel idioma que nunca había llegado a dominar, pero a las diez y media de la noche, después de más de trece horas de duro trabajo, lo último que deseaba era escuchar a aquel hombre que se empeñaba en que repitiera cuáles eran las prendas apropiadas para pasar un día en la playa. Apretó otro de los botones del radiocd y la función de búsqueda automática de emisoras fue recorriendo las frecuencias memorizadas, hasta que Pilar acabó quedándose con la misma de siempre: la que radiaba canciones de los años setenta y ochenta. Por lo menos aquellas canciones le traían buenos recuerdos y la entretenían durante el viaje de regreso a casa.
            Puso primera y empezó a circular por el aparcamiento. Entró en el largo pasillo principal que conducía hasta la salida. Circulaba tranquila y ligera, no eran horas de mucho movimiento. Vio las luces de un coche que se acercaba por uno de los pasillos laterales, pero no aminoró la marcha porque sabía que, aunque se aproximara por su derecha, tenía una señal de ceda el paso claramente marcada en el suelo. Además la mayoría de usuarios del aparcamiento eran habituales y sabían perfectamente cuáles eran los pasillos con preferencia.
            Se equivocó. El coche, un enorme todoterreno pardusco con defensas frontales, no se detuvo y embistió el suyo, golpeando uno de sus laterales y empujándolo hasta que estrelló el otro lateral contra una de las columnas que quedaban a su izquierda. A Pilar casi la asustó más el ruido de chatarra y cristales rotos que el zarandeo que la llevó de un lado a otro de su asiento. Cuando todo hubo terminado cerró los ojos, apoyó la nuca en el reposacabezas, respiró hondo y maldijo aquel monstruoso coche que se había abalanzado sobre ella. No por el accidente en sí —desde luego no iba a tener ningún problema con la compañía aseguradora, ella, que era la secretaria de su Director General—, sino porque sabía que aquello iba a retrasar su llegada a casa por lo menos una hora: primero la discusión con el conductor del otro vehículo —y ojalá que no fuera un gallito crecido ante la presencia de una mujer, pensó—, luego el papeleo, esperar la llegada de una grúa que remolcase su coche y después coger un taxi que la llevara. No estaría en casa antes de las doce, lo veía venir.
            Al volver a abrir los ojos se dio cuenta de que había una mujer parada frente al parabrisas. La primera impresión que tuvo de ella fue que era muy guapa y la miraba con inquietud, temiendo quizá que Pilar estuviera herida. Intentó salir del coche para demostrarle que no era así, pero el lado izquierdo había quedado empotrado en la columna y no pudo abrir la puerta del conductor. Pasó entonces por encima del cambio de marchas y trató de salir por su derecha, pero la otra puerta se había desencajado y tampoco pudo abrirla. Al ver que Pilar estaba atrapada, la mujer se acercó al coche y trató —también ella en vano— de abrir la puerta trabada.
            — ¡No pasa nada, estoy bien! —gritó Pilar, para hacerse oír desde el exterior.
            Los cristales de ambas ventanillas se habían roto y el grito salió retumbando del coche. La mujer soltó la puerta como si la hubieran reñido y sonrió; Pilar, al darse cuenta de la situación, también.
            —Suba a la primera planta y avise al guardia de seguridad, él me ayudará —le indicó Pilar, empleando ya un tono normal.
            La mujer señaló el coche y exclamó:
            — ¡Dios mío, está destrozado!
            —Tranquila. Aparenta mucho, pero es solo cuestión de chapa y cristales, seguro que el motor no está afectado —le dijo Pilar.
            — ¿En serio? —preguntó la mujer.
            Pilar asintió. La mujer respiró aliviada.
            En ese momento apareció el guardia de seguridad. Había oído el estropicio y se acercaba a averiguar lo sucedido.
            —No puede salir, las puertas están atascadas —le explicó la mujer.
            —No se preocupe señora Orozco, enseguida la saco de ahí —dijo el guardia, dirigiéndose a Pilar.
            Se acercó al coche, examinó la situación y decidió abrir la puerta de la derecha. Tiró varias veces de ella, pero no pudo. Entonces le pidió a Pilar que pasara al asiento trasero, se metió dentro del coche por la ventanilla, se recostó de través sobre los asientos delanteros y pateó con ímpetu la puerta hasta que finalmente cedió. Bajó con rapidez y le tendió la mano a Pilar para ayudarla a salir.
            — ¿Se encuentra bien? —le preguntó.
            —Perfectamente.
            — ¿Qué ha sucedido?
            —Un ligero contratiempo —contestó Pilar con una falsa sonrisa.
            —Ha sido culpa mía —confesó la mujer—. Como salía por la derecha pensé que tenía preferencia y ella se detendría, pero no ha sido así.
            —Tiene usted un ceda el paso como una casa pintado en el suelo —la recriminó el vigilante, a la vez que lo señalaba con el dedo.
            —Me he dado cuenta cuando ya era demasiado tarde —se excusó ella.
            —Afortunadamente las dos estamos bien. Eso es lo importante, los coches pueden arreglarse —intervino Pilar.
            —Me alegra oír eso, estaba asustada solo de pensar en lo que habría pasado si llego a embestir el coche de un hombre: me habría llamado de todo. A propósito, ni siquiera me he presentado, me llamo Blanca y me dedico a la publicidad —añadió, tendiéndole una mano a Pilar.
            —Encantada. Yo soy Pilar Orozco y trabajo en SAR, una compañía de seguros que tiene la sede aquí arriba.
            Mientras el guardia de seguridad pedía una grúa desde su teléfono móvil, las dos mujeres rellenaron unos formularios en los que se describía el accidente: ambas estaban de acuerdo en cómo había sucedido y Blanca aceptaba su culpabilidad. En la casilla del nombre, Blanca escribió Eulalia Pardell y le explicó a Pilar que ese era su nombre auténtico y Blanca el artístico, pero que lo usaba desde hacía tanto tiempo que ya se sentía más Blanca que Eulalia.
            Cuando terminaron, Blanca se ofreció a llevar a Pilar a su casa.
            —No te preocupes, cogeré un taxi. Vivo en la calle Rosselló, cerca del Passeig de Sant Joan, y a estas horas no le va a costar ni diez minutos —dijo Pilar.
            —Ni hablar. Es lo menos que puedo hacer después de lo que ha pasado— argumentó Blanca sin dar muchas opciones a la réplica.

            Pilar no estaba muy convencida de que viajar con aquella mujer fuera un acto de sensatez, pero estaba muy cansada y le pareció lo más cómodo. Le rogó al vigilante que se encargara de todo, subió al todoterreno de Blanca, que estaba prácticamente intacto, y que fuera lo que Dios quisiera.

jueves, 21 de agosto de 2014

El legado de Jordi Pujol

Que Jordi Pujol y su familia se hayan apropiado de (abundante) dinero de forma ilegal, si es que lo han hecho (y la propia confesión del patriarca parece indicar que sí, especialmente porque está presentada para que adivinemos qué calla y no para que escuchemos qué dice), no es, en mi opinión, lo peor que el antiguo presidente ha hecho por el país al que tanto afirma querer.

Su peor legado es otro, y lo intento explicar en el un publicado en la revista Dignidad y Responsabilidad, al que se puede acceder a través del siguiente enlace:

El legado de Jordi Pujol

sábado, 2 de agosto de 2014

Cazadores urbanos. Capítulo 1.

1





           


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El reloj del salpicadero marcaba las veintiuna cincuenta, Blanca llevaba más de dos horas metida en el todoterreno que había alquilado aquella misma tarde y ya no aguantaba más. Durante los primeros minutos había mantenido el motor en marcha y el cuerpo en tensión, preparada para arrancar con rapidez cuando llegara el momento, pero conforme el tiempo transcurría la tensión había dado paso al nerviosismo y Blanca incluso había bajado del coche un par de veces para fumarse un cigarrillo.
            Estaba impaciente. No alcanzaba a comprender cuál podía ser el motivo de que alguien trabajara hasta tan tarde, especialmente si no era más que una secretaria, por importante que fuera su jefe. Eran casi las diez de la noche y Pilar Orozco estaba en la oficina desde primera hora de la mañana. Blanca no sabía si todos sus días eran iguales, pero sospechaba que sí: cinco días a la semana, once meses al año, tal vez durante treinta años consecutivos. Incluso aunque el sueldo mereciera la pena, incluso aunque tuviera un despacho precioso en aquel elegante edificio de la zona alta de la Diagonal de Barcelona, Blanca no sabía si ella sería capaz de soportarlo; estaba acostumbrada a otro tipo de vida, muy distinto.
            Tenía treinta y nueve años, había sido modelo de pasarela hasta los treinta y cuatro y en realidad se llamaba Eulalia, un nombre que a su primer agente no le había parecido bastante atractivo para el mundo de la moda y se lo había cambiado por el de Blanca, que también a ella le había gustado y  ahora usaba siempre. No era de las que lo habían dejado pronto, conocía a muchas que a los veinticinco ya tenían que andar buscándose otra cosa, porque su cuerpo se les sublevaba y ya no servían para los desfiles. Sin embargo ella conservaba una silueta que, a primera vista, no se apartaba mucho de la que tenía veinte años atrás y como nunca había sido de las de primera fila había podido aguantar unos cuantos años sin excesivas dificultades. Luego, cuando dejó las pasarelas, logró colarse en el mundo de la publicidad, donde las cosas también le marcharon bastante bien durante un tiempo: alguno de los anuncios que había rodado se había emitido tantas veces por televisión que hubo una época en que la gente la reconocía por la calle. Blanca era aquella madre que rociaba con insecticida la habitación de los niños, sin preocuparse por sus efectos sobre ellos porque sabía que su composición no afectaba a las personas. Y también era la mujer del escotado vestido de noche negro cuya silueta envidiaban todas las demás invitadas a la fiesta, gracias a su nuevo sujetador de revolucionario diseño.
            Había sido una buena temporada: ganaba bastante a cambio de hacer un trabajo agradable, más no se podía pedir.
            Sin embargo, últimamente la suerte se había torcido y las oportunidades escaseaban. A duras penas había conseguido formar parte del tropel de mujeres que se lanzaba sobre un producto en oferta en un supermercado y del público que devoraba con fruición una conocida marca de patatas fritas en un cine; poca cosa para una mujer acostumbrada a más altos vuelos y con escasa afición al ahorro. Empezaba un nuevo milenio, el mundo no se iba a acabar, pero los buenos tiempos en los que ella podía elegir habían terminado y no le quedaba más remedio que aceptar lo que llegara.

            Y lo que llegó fue una oferta extraña. Al principio creyó que se trataba de una forma encubierta de prostitución y pensó que todavía no estaba tan desesperada como para recurrir a eso, pero luego se convenció de que tras la proposición que le habían hecho no había segundas intenciones y aceptó.
            A través de la agencia que llevaba sus cada vez más escasos asuntos, Blanca contactó con Adolfo Guzmán, un hombre a quien gustaba que le llamaran Rudy, que le propuso trabajar para él. Rudy se dedicaba a vender productos informáticos y le explicó que la necesitaba para que los suyos resultaran más atractivos que los que pudiera vender cualquier otro. Quería que ella fuera la cara humana de la técnica, un elemento más de la publicidad, todo muy decoroso. Su trabajo consistiría básicamente en dejarse ver; si quería dejarse tocar era cosa suya, él no se lo iba a exigir. Eso le dijo.
            —Pero yo no sé nada de informática —advirtió Blanca.
            —Yo tampoco, pero tengo un par de chicos que la dominan. Formaremos un buen equipo —le contestó Rudy.
            Desde entonces trabajaba para él, hacía más de seis meses.
            No le había resultado difícil. Todo lo que tenía que hacer era vestir con elegancia y cruzar las piernas de vez en cuando, nada que le resultara ajeno a una modelo. Ciertamente no estaba ayudando a la liberación de la mujer, pero Blanca no había inventado las diferencias entre sexos y necesitaba ganar un poco de dinero. En definitiva tampoco hacía algo muy distinto a desfilar, solo había cambiado las pasarelas por los despachos y en lugar de vestidos ofrecía máquinas, pero la principal referencia seguía siendo su cuerpo.
            Los clientes que visitaba eran siempre hombres, en quienes sus largas y pintadas uñas causaban un efecto inmediato cuando ella les señalaba los productos del catálogo. Casi notaba cómo se estremecían cuando ella rascaba ligeramente el papel y ellos asociaban inmediatamente acontecimientos como el perro de Paulov. Luego se repantigaba un poco en el asiento y se arreglaba la falda con falso disimulo, atrayendo así la vista de ellos hacia sus piernas, que entonces cruzaba con soltura. El aroma de la seducción envolvía la escena y enseguida todo resultaba fácil. ¿Cómo habían podido sobrevivir tanto tiempo sin el potente ordenador que aquella fantástica mujer les ofrecía?, se preguntaban los hombres, a veces incluso en voz alta.
            —Hoy en día siempre se encuentra justificación para comprar material informático nuevo. Te resultará fácil vender, porque nadie tendrá que dar excesivas explicaciones a la empresa del porqué de su compra. Todo evoluciona con tanta rapidez que lo que ofrezcas siempre será más moderno que lo que ya tenían, y los gilipollas a los que visites pensarán que si te compran algo, luego te llevarán a la cama. Ese es el juego —le había dicho Rudy.
            Y Blanca lo había jugado bastante bien. Después de que los dos técnicos de la tienda le hicieran un cursillo acelerado sobre los fundamentos de la informática, Blanca había recorrido numerosas empresas ofreciendo sus productos. Había recibido más invitaciones para después del trabajo —de las que había aceptado un par, bastante decepcionantes— que pedidos, pero el resultado en conjunto era satisfactorio. Rudy lo había reconocido:
            —El negocio marcha bien, estás haciendo un buen trabajo.

            Un día Rudy le dijo que necesitaba que hiciera algo especial y Blanca pensó que por fin había llegado la hora en que iba a proponerle que se acostara con un cliente, pero una vez más se equivocó: Rudy se mantenía fiel a su promesa, ni siquiera le había insinuado nunca que se fuera a la cama con él.
            Todo lo que quería era que se hiciera amiga de una mujer.
            —Quiero que vayáis de compras, que cenéis juntas de vez en cuando, que os contéis vuestras cosas. Y espero que alguna de las que ella te diga sea una interesante dirección de Internet, o un número de teléfono que sirva para conectarse a un ordenador... en fin, tú ya me entiendes —le dijo.
            Blanca le entendía, ya llevaba el suficiente tiempo trabajando para aquel hombre como para saber que no solo vendía impresoras sino también información. Sin embargo, Rudy nunca le había pedido que colaborara en el otro aspecto del negocio, como él lo llamaba, no sabía muy bien cómo funcionaba, solo lo que había oído en la tienda en alguna ocasión, y se asustó ante la propuesta.
            —No quiero meterme en líos —protestó.
            Pero Rudy era un hombre que sabía convencer a la gente y le tendió dos sobres que Blanca, recelosa, cogió.
            —Estate tranquila, no te propondría algo que fuera peligroso, porque yo también peligraría. En este sobre hay un informe que deberás leer con calma, pero no hace falta que lo habrás ahora. En este otro hay una pequeña bonificación para ti, por tu nuevo compromiso con la empresa. Ábrelo, mira el contenido, te lo piensas y ya me darás una respuesta —le dijo Rudy, sonriendo.
            Blanca abrió el sobre que su jefe le indicó. Contenía quinientas mil pesetas en billetes de diez mil.
            —Es mucho dinero.
            —Por ahora. Gástalo pronto, porque en enero llegará el euro y todo se va a poner muy caro, ya verás —predijo Rudy.
            Blanca no las tenía todas consigo, pero renunciar a aquella cantidad de dinero le parecía una estupidez, dadas sus circunstancias. Además pensó que Rudy tenía razón: no iba a encargarle nada que lo comprometiera, porque ella no era una experta. Cuando llegó a su casa y abrió el otro sobre vio que el informe contenía la descripción de las costumbres de Pilar Orozco, una mujer divorciada y con un hijo a punto de entrar en la adolescencia, que trabajaba co
mo secretaria del Director General de SAR, una importante compañía de seguros de automóviles. Blanca era una mujer acostumbrada a rodar por el mundo y pensó que no le resultaría difícil causar buena impresión a una secretaria sin despertar sus sospechas, porque el plan que le habían trazado y que estaba detallado en el dossier le pareció lo suficientemente original y bien hilvanado. 
             Entre otras cosas sobre la vida de Pilar Orozco, el informe decía que la mujer nunca salía de la oficina antes de las ocho. Blanca había deducido que la frase significaba que salía poco después de las ocho, pero aquella noche se estaba dando cuenta de su error; después de las ocho significaba cualquier hora después de las ocho: y aquel día pasaban cinco minutos de las diez y el coche de la secretaria seguía estando en el otro extremo del aparcamiento.

viernes, 25 de julio de 2014

Israel y los neoliberales: la misma política de sometimiento.

Fuente: www.publico.es
Lo que Israel está haciendo con Palestina es el símbolo de lo que está pasando en el mundo en general donde quienes tienen el poder y el dinero, aprovechando que hay una crisis que su propia codicia ha producido, atacan, destruyen y humillan a quienes no lo tienen, que pagan así dos veces.
Israel utiliza la misma estrategia (no en vano los judíos son parte importante de quienes tienen el poder y el dinero): aprovecha cualquier tímida respuesta de Palestina a los innumerables atropellos a los que se ve sometida por el agresivo gobierno judío, para atacar de forma exagerada, sobredimensionada: no es el ojo por ojo sino el ciento por uno, algo que, sin duda, no debería ser del agrado de tantos judíos ortodoxos como hay en el gobierno de Israel, porque no debe ser propio de la religión que defienden.

De esta forma, como ocurre con la actual política neoliberal que gobierna el mundo, Israel, que ha provocado la situación de enfrentamiento, con el habitual trato vejatorio y de conquista al que someten a los palestinos, les hace pagar dos veces:
  • ·      la primera, con su política de asentamientos, de erosión del espacio propio de Palestina, con el racionamiento del agua, con su cierre de fronteras y con el maltrato al que someten a los palestinos, que trabajan por salarios ínfimos y encima son sometidos a insultantes cacheos y controles para acudir a su trabajo.
  • ·      la segunda, con su política agresiva, vengativa y propia de aquellos nazis a los que tanto, y con tanta razón, denigran: han construido su particular muro de la vergüenza, sus quasi campos de concentración y cualquier protesta de los palestinos es reprimida de forma brutal, sin importar sobre quién descargan su ira, da igual niños que empleados de la ONU, en una política que, si no es de exterminio, se le parece bastante.


¿Y por qué Israel tiene impunidad para actuar así?
Por la misma razón por la que los potentados, gobiernos y autoridades monetarias lo tienen para hacerlo con los ciudadanos del mundo entero: porque tienen el poder, tienen el dinero y saben que pueden cometer sus fechorías sin que nadie haga nada para evitarlo porque la desproporción de fuerzas es tal (y creciente) que a quien levanta la voz le cortan la lengua, dicho sea ello en sentido figurado, aunque no en todos los casos, solo hay que fijarse en nuestro propio país, donde dos personas han sido condenadas a más años de prisión por participar en una manifestación que otras por haber malversado fondos públicos, que es uno de los mayores delitos sociales que se pueden cometer.

Hace ya muchos años (el sometimiento del pueblo palestino no es de ahora), Juan Goytisolo escribió un artículo en El País (¡ay! aquel diario progresista) en el que hacía notar que cuando se entrevistaba a un israelí siempre era una persona culta, que hablaba un perfecto inglés con tranquilidad, mientras que los palestinos que salían en la tele siempre eran unos airados musulmanes que gritaban en árabe. Nadie decía que el israelí disponía de una importante renta per cápita, había estudiado en caras universidades privadas y era miembro de un ejército de sofisticado armamento, mientras que el palestino era un campesino indignado porque el que tan bien hablaba le había arrasado su casa y había matado algún familiar.
Todavía ahora esta es la clave de la cuestión: los israelíes son presentados al mundo (gracias al ingente poder judío en los medios de comunicación, como en tantos otros negocios) como una gente culta y preparada que parece haber tenido la mala suerte de que se le haya instalado al lado un vecino sucio y gruñón siempre y terrorista las más de las veces al que hay que eliminar para salvar su propia seguridad. Sin duda una de las mayores falacias de la historia, pero cuyo relato consigue llegar a todos los rincones del planeta, que parece que estará perpetuamente en deuda con los judíos por lo que en un momento determinado de la historia les hicieron los nazis.

Israel cuenta con dos elementos en su favor, uno histórico: la persecución de los judíos durante el nazismo (algo que ha provocado que los judíos se hayan convertido en intocables, cometan las barbaridades que cometan), el otro económico: el enorme poder que tiene el lobby judío por todo el mundo pero de forma especial en Estados Unidos. Para entendernos: son como la derecha: los dueños del capital, siempre unidos, formando un bloque compacto y sin disidencias, bien unidos por el interés y con los medios de su parte.
Palestina, en cambio, es un país pobre (en buena parte por el empobrecimiento al que lo ha sometido Israel), sus correligionarios musulmanes no disponen de buena prensa en el mundo y, además, son incapaces de unirse para defenderlos: unos porque son de otras facciones, otros porque no quieren enemistarse con el capital. Es decir, como la izquierda en general: siempre dividida por un quítame allá esas discusiones retóricas, ese afán de protagonismo y ese excesivo cuidado en no enfadar al capital, no sea que los líderes izquierdistas acaben sin conseguir un retiro dorado.

Mientras tanto, los palestinos mueren, los proletarios (sí, eso es la mayoría de la población mundial) pasan hambre y la clase dirigente, incluyendo a los judíos (sí, también a algunos musulmanes), dispone cada vez de mayores medios para someter a unos y otros, que a duras penas disponen ya del derecho a protestar, que se está convirtiendo, día a día, en un riesgo cada vez mayor que obliga a la gente ha plantearse seriamente ejercerlo.