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Pilar Orozco había tenido una
jornada agotadora, sin un momento de descanso desde que llegara a la oficina a
las nueve y cuarto de la mañana. Apagó el ordenador, cerró un momento los ojos
y se masajeó el puente de la nariz. Se levantó, recogió la chaqueta y el bolso,
se despidió del empleado de seguridad que custodiaba el despacho durante la
noche y enfiló un largo pasillo recubierto de una moqueta demasiado gruesa para
resultar cómoda. Cuando por fin entró en el ascensor que la conduciría hasta el
aparcamiento subterráneo miró el reloj y se asustó al ver la hora que marcaba:
las diez y media de la noche.
Otro día más dedicado por completo
al trabajo. Otro día más sin efectuar los ejercicios de estiramientos contra
sus cada vez más frecuentes lumbalgias. Otro día más sin poder dedicarle ni
unos minutos a Francis, su hijo.
Francis y Pilar vivían solos desde
que ella se había divorciado de Alfonso, su marido, hacía ya tres años. Pilar
entonces era una simple administrativa más, pero una rápida serie de cambios en
la empresa la habían llevado hasta el puesto de secretaria de un subdirector
que, poco después, llegó a ser el Director General. Todos opinaron que había
tenido mucha suerte, porque en unos pocos meses su salario había aumentado de
forma importante y su consideración en la empresa también. Sin embargo no todo
fueron ventajas. El ascenso perjudicó su posición durante el proceso de
divorcio, porque Alfonso se agarró a su aumento de sueldo para justificar la
ridícula pensión de manutención que su hábil abogado propuso pagar. El juez
aceptó sus argumentos y fijó una cantidad prácticamente simbólica que Pilar
aceptó sin rechistar, en aquel momento lo que menos quería era alargar, por una
cuestión de dinero, un proceso que suponía traumático para Francis, que acababa
de cumplir diez años.
Otro inconveniente de su nuevo
puesto fue que empezó a quedarse cada vez más horas en la oficina. Su anterior
horario, de nueve de la mañana a cinco y media de la tarde, pasó pronto a la
historia y las jornadas de doce horas se
convirtieron en algo frecuente. Y, por si fuera poco, SAR estaba preparando un
proceso de fusión con SEASA, otra compañía de seguros más pequeña, lo que para
ella no significaba otra cosa que más trabajo y una jornada más larga durante
una buena temporada, hasta que todo el proceso, que iba a durar algo más de
tres meses, llegara a su fin.
A cambio de no tener una hora fija
de marcharse a casa, por la mañana Pilar podía llegar un poco más tarde, nadie
iba a atreverse a reprochárselo y eso al menos le permitía desayunar con su
hijo, pero se pasaba el resto del día encerrada en aquel edificio, descuidando
su alimentación y su cuerpo, y la mayoría de los días llegaba a casa tan
cansada que lo único que hacía era ducharse con agua muy caliente, darle un
beso a un Francis ya dormido y meterse ella también en la cama.
Llegó al segundo sótano, salió del
ascensor y se encaminó hacia su coche. Se lo había comprado hacía apenas dos
meses y todavía olía a nuevo, era una berlina japonesa que había elegido
siguiendo el consejo de su propio hijo —Francis ya entendía más de coches que
ella misma— y tras haber consultado los baremos de siniestralidad de la
empresa, donde figuraba en los últimos lugares.
Al girar la llave de contacto, el
reproductor de cedés se puso en marcha y una engolada voz empezó a hablar en
inglés. Pilar apretó con furia el botón de extraer el disco: por las mañanas
aprovechaba el trayecto desde su casa hasta el trabajo para refrescar aquel
idioma que nunca había llegado a dominar, pero a las diez y media de la noche,
después de más de trece horas de duro trabajo, lo último que deseaba era
escuchar a aquel hombre que se empeñaba en que repitiera cuáles eran las
prendas apropiadas para pasar un día en la playa. Apretó otro de los botones
del radiocd y la función de búsqueda automática de emisoras fue recorriendo las
frecuencias memorizadas, hasta que Pilar acabó quedándose con la misma de
siempre: la que radiaba canciones de los años setenta y ochenta. Por lo menos aquellas
canciones le traían buenos recuerdos y la entretenían durante el viaje de
regreso a casa.
Puso primera y empezó a circular por
el aparcamiento. Entró en el largo pasillo principal que conducía hasta la
salida. Circulaba tranquila y ligera, no eran horas de mucho movimiento. Vio
las luces de un coche que se acercaba por uno de los pasillos laterales, pero
no aminoró la marcha porque sabía que, aunque se aproximara por su derecha,
tenía una señal de ceda el paso claramente marcada en el suelo. Además la
mayoría de usuarios del aparcamiento eran habituales y sabían perfectamente
cuáles eran los pasillos con preferencia.
Se equivocó. El coche, un enorme
todoterreno pardusco con defensas frontales, no se detuvo y embistió el suyo,
golpeando uno de sus laterales y empujándolo hasta que estrelló el otro lateral
contra una de las columnas que quedaban a su izquierda. A Pilar casi la asustó
más el ruido de chatarra y cristales rotos que el zarandeo que la llevó de un
lado a otro de su asiento. Cuando todo hubo terminado cerró los ojos, apoyó la
nuca en el reposacabezas, respiró hondo y maldijo aquel monstruoso coche que se
había abalanzado sobre ella. No por el accidente en sí —desde luego no iba a
tener ningún problema con la compañía aseguradora, ella, que era la secretaria
de su Director General—, sino porque sabía que aquello iba a retrasar su
llegada a casa por lo menos una hora: primero la discusión con el conductor del
otro vehículo —y ojalá que no fuera un gallito crecido ante la presencia de una
mujer, pensó—, luego el papeleo, esperar la llegada de una grúa que remolcase
su coche y después coger un taxi que la llevara. No estaría en casa antes de
las doce, lo veía venir.
Al volver a abrir los ojos se dio
cuenta de que había una mujer parada frente al parabrisas. La primera impresión
que tuvo de ella fue que era muy guapa y la miraba con inquietud, temiendo
quizá que Pilar estuviera herida. Intentó salir del coche para demostrarle que
no era así, pero el lado izquierdo había quedado empotrado en la columna y no
pudo abrir la puerta del conductor. Pasó entonces por encima del cambio de
marchas y trató de salir por su derecha, pero la otra puerta se había
desencajado y tampoco pudo abrirla. Al ver que Pilar estaba atrapada, la mujer
se acercó al coche y trató —también ella en vano— de abrir la puerta trabada.
— ¡No pasa nada, estoy bien! —gritó
Pilar, para hacerse oír desde el exterior.
Los cristales de ambas ventanillas
se habían roto y el grito salió retumbando del coche. La mujer soltó la puerta
como si la hubieran reñido y sonrió; Pilar, al darse cuenta de la situación,
también.
—Suba a la primera planta y avise al
guardia de seguridad, él me ayudará —le indicó Pilar, empleando ya un tono normal.
La mujer señaló el coche y exclamó:
— ¡Dios mío, está destrozado!
—Tranquila. Aparenta mucho, pero es solo
cuestión de chapa y cristales, seguro que el motor no está afectado —le dijo
Pilar.
— ¿En serio? —preguntó la mujer.
Pilar asintió. La mujer respiró
aliviada.
En ese momento apareció el guardia
de seguridad. Había oído el estropicio y se acercaba a averiguar lo sucedido.
—No puede salir, las puertas están
atascadas —le explicó la mujer.
—No se preocupe señora Orozco,
enseguida la saco de ahí —dijo el guardia, dirigiéndose a Pilar.
Se acercó al coche, examinó la
situación y decidió abrir la puerta de la derecha. Tiró varias veces de ella,
pero no pudo. Entonces le pidió a Pilar que pasara al asiento trasero, se metió
dentro del coche por la ventanilla, se recostó de través sobre los asientos
delanteros y pateó con ímpetu la puerta hasta que finalmente cedió. Bajó con
rapidez y le tendió la mano a Pilar para ayudarla a salir.
— ¿Se encuentra bien? —le preguntó.
—Perfectamente.
— ¿Qué ha sucedido?
—Un ligero contratiempo —contestó
Pilar con una falsa sonrisa.
—Ha sido culpa mía —confesó la
mujer—. Como salía por la derecha pensé que tenía preferencia y ella se
detendría, pero no ha sido así.
—Tiene usted un ceda el paso como
una casa pintado en el suelo —la recriminó el vigilante, a la vez que lo
señalaba con el dedo.
—Me he dado cuenta cuando ya era
demasiado tarde —se excusó ella.
—Afortunadamente las dos estamos
bien. Eso es lo importante, los coches pueden arreglarse —intervino Pilar.
—Me alegra oír eso, estaba asustada solo
de pensar en lo que habría pasado si llego a embestir el coche de un hombre: me
habría llamado de todo. A propósito, ni siquiera me he presentado, me llamo Blanca
y me dedico a la publicidad —añadió, tendiéndole una mano a Pilar.
—Encantada. Yo soy Pilar Orozco y
trabajo en SAR, una compañía de seguros que tiene la sede aquí arriba.
Mientras el guardia de seguridad
pedía una grúa desde su teléfono móvil, las dos mujeres rellenaron unos
formularios en los que se describía el accidente: ambas estaban de acuerdo en
cómo había sucedido y Blanca aceptaba su culpabilidad. En la casilla del
nombre, Blanca escribió Eulalia Pardell y le explicó a Pilar que ese era su
nombre auténtico y Blanca el artístico, pero que lo usaba desde hacía tanto
tiempo que ya se sentía más Blanca que Eulalia.
Cuando terminaron, Blanca se ofreció
a llevar a Pilar a su casa.
—No te preocupes, cogeré un taxi.
Vivo en la calle Rosselló, cerca del Passeig de Sant Joan, y a estas horas no
le va a costar ni diez minutos —dijo Pilar.
—Ni hablar. Es lo menos que puedo
hacer después de lo que ha pasado— argumentó Blanca sin dar muchas opciones a
la réplica.
Pilar no estaba muy convencida de
que viajar con aquella mujer fuera un acto de sensatez, pero estaba muy cansada
y le pareció lo más cómodo. Le rogó al vigilante que se encargara de todo,
subió al todoterreno de Blanca, que estaba prácticamente intacto, y que fuera
lo que Dios quisiera.