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Diego Falcó tenía treinta y dos años y pertenecía a una generación que él creía privilegiada: la de aquellos que habían podido disfrutar en su niñez con los flippers, pero a quienes la revolución informática no había pillado tan mayores como para que aquel mundo les resultara poco menos que diabólico. Frente a la casa de sus padres había un bar en el que Diego empezó golpeando una bola con el fin de obtener puntos suficientes para conseguir una partida gratis, luego disparó cientos de misiles para acabar con la invasión de naves enemigas que lo amenazaban y terminó pilotando un avión de guerra en un simulador de vuelo que —decían—, utilizaba el mismísimo ejército de los Estados Unidos para preparar a sus hombres. Aquella había sido su infancia: creciendo a la par que la tecnología de las máquinas recreativas.
De allí saltó a los ordenadores personales, cuando éstos todavía eran unos artefactos mágicos e inaccesibles para la gran mayoría de las personas, pero fácilmente controlables por los pocos entendidos del momento. Sin embargo, aquellas máquinas, al principio calificadas de infernales, se convirtieron pronto en juguetes y todo pasó a ser un formidable negocio. La velocidad a la que sus componentes quedaban obsoletos era casi tan grande como la que conseguían en sus cálculos, los sistemas operativos se complicaron, los periféricos se multiplicaron y el conocimiento se dispersó. Ya no quedaba nadie que pudiera comprender todos los secretos que aquellas máquinas guardaban en su interior; la piedra filosofal capaz de transformar los impulsos eléctricos en información inteligible escapó de las manos de los particulares y pasó a ser propiedad exclusiva de algunas grandes empresas, que empezaron a dictar unas leyes de obligado cumplimiento, ya que al margen de ellas nada funcionaba.
Pero era tal la complejidad creada por las compañías que hasta ellas tenían agujeros por los que se les escapaba el control de sus propios procesos. Y la existencia de aquellos resquicios había engendrado, a su vez, una nueva raza de informáticos que se dedicaba en cuerpo y alma a localizarlos y utilizarlos a su antojo, ya fuera para desprestigiar a las mismas empresas o para aprovecharse de los incautos que estaban convencidos de que el sistema que les habían vendido era invulnerable.
Diego Falcó formaba parte del grupo de nostálgicos y justicieros informáticos que ponía todo su talento al servicio de la delincuencia digital. Pero él, a diferencia de la mayoría, no era un filántropo de los que se apresuraban a poner en conocimiento de todo el mundo hasta los más nimios errores encontrados en los programas de los principales fabricantes. No. Alcanzar aquellos conocimientos le había costado largos años de aprendizaje y esfuerzos, y no estaba dispuesto a dilapidar su capital en forma de inútil vanidad. Noches en vela, fines de semana sin moverse de su habitación y el peso de unas gruesas gafas que le machacaban el puente de la nariz merecían sin duda una generosa recompensa.
Y desde hacía algún tiempo las cosas no le iban nada mal.
Un año atrás, en una feria de productos informáticos, Diego había coincidido con su pareja perfecta, aquella que muchos buscan en el matrimonio y que, a menudo, únicamente se encuentra al margen de los sentimientos y la vida en común. Él estaba sentado frente a un ordenador, simulando probar el nuevo juego que presentaba una de las empresas expositoras, aunque tratando en realidad de obtener una copia pirata. Uno de los empleados de la compañía sospechó algo y se le aproximó con sigilo por detrás. Estaba ya a punto de pillarle cuando ambos oyeron a sus espaldas un vozarrón que gritaba: "¡Eh, chico!". Empleado y pirata volvieron la cabeza y vieron a un hombre grande, gordo, rubio y sonrosado que, plantado unos metros más allá, le hacía señas al empleado para que se acercara a él. Diego se dio cuenta de que había faltado poco para que lo descubrieran, sacó el CD que había metido en el ordenador, se levantó y desapareció con rapidez.
Media hora después coincidió de nuevo con el hombre grande y sonrosado, esta vez en los lavabos del pabellón. Diego meaba y, cuando acabó, se encontró frente a frente con aquel inmenso representante de la raza humana. Parado junto al secador de manos, el hombre lo esperaba. Diego no se meó encima porque acababa de hacerlo en el urinario de la pared, pero las piernas le flojearon como si alguien le hubiera robado los huesos. Pensó que aquel individuo era un policía que iba a detenerlo o, peor aún, un guardia de seguridad que iba a darle una paliza. Sin embargo el hombre empezó a sonreír, acabó soltando una gran carcajada que sonó como un trueno y le tendió una enorme mano que Diego no supo rechazar.
—Ha faltado poco, ¿verdad? —le dijo, sin soltarle la mano.
Fue inútil que Diego fingiera no comprender, estaba claro que el hombre se había dado cuenta de todo, su actuación no había sido una mera casualidad: lo había salvado intencionadamente.
—Hay que reconocer que eres un valiente —añadió—, pocos son los que se hubieran atrevido a intentarlo.
Le soltó la mano, pasó su brazo por los hombros de Diego y salieron de los lavabos. Parecían un padre con su hijo de corta edad.
—Salgamos de la feria, aquí ya hemos visto todo lo que nos interesaba. Te invito a comer —propuso el hombre.
Diego receló. No era sociable por naturaleza y no se fiaba de la gente que lo era, pero estaba en deuda con aquel individuo y acabó aceptando la invitación. No lo lamentó: Rudy Guzmán le llevó a una prestigiosa marisquería, en la que Diego comió de maravilla, y le propuso formar una sociedad que, desde entonces, le había proporcionado unos importantes ingresos. A cambio, él tenía que dedicarse exclusivamente a lo que más le gustaba: meterse dentro de archivos ajenos y fisgar.
Aquella mañana Diego estaba esperando a Blanca. Ella tenía que pasar por su casa para informarle de cómo le había ido con la empleada de la compañía de seguros. Si Blanca había conseguido alguna dirección ip o algún número de teléfono a través del cual conectarse a la empresa, él empezaría a trabajar enseguida. En aquel negocio lo importante era la sorpresa, de lo contrario todo se volvía demasiado peligroso e inútil. Cada vez más a menudo las empresas procuraban blindar su información, pero todavía faltaba mucho para que sus archivos de datos se convirtieran en castillos inexpugnables, al menos para expertos como Diego Falcó.
Blanca se presentó a las once y media.
—Te esperaba más temprano —la saludó Diego.
—No conseguí nada —le dijo ella, a modo de explicación.
Diego puso cara de "ya lo sabía yo".
—Pero creo que hemos acertado. La mujer es bastante más accesible de lo que pensábamos, y tiene muchos puntos débiles por donde atacar —se defendió Blanca, emocionadamente metida en el nuevo papel que Rudy le había adjudicado.
—No sé, ya le dije a Rudy que este asunto me da mala espina, la empresa es muy grande y ella la secretaria de su Director General: o él acabará sospechando o alguien acabará descubriéndonos.
—De verdad que es una mujer candorosa de la que creo que no va a ser difícil obtener lo que queramos. Y además está libre, hace tres años que se divorció de su marido: tal vez acabemos consiguiéndote una pareja, no es un mal partido —bromeó Blanca mientras le daba un ligero codazo.
—¿Está conectada a Intenet? —preguntó Diego, ajeno al último comentario.
—Ni siquiera tiene ordenador en casa. Pero no te preocupes: tiene un hijo de doce años.
Diego la miró con expresión de no entender qué tenía que ver aquello con su negocio.
—Conseguiremos que le regale uno, hombre —tuvo que explicarle.
—Estamos en marzo, todavía faltan nueve meses para que lleguen los reyes —ironizó él.
—Su cumpleaños es en mayo, pero ni siquiera tendremos que esperar hasta entonces, ya lo verás.
—Dile a Rudy que lo de los suscriptores de la revista de equitación ha sido muy fácil —dijo Diego, cambiando una vez más de conversación—. Y dile también que es a cosas como esa a las que nos tendríamos que seguir dedicando y no a intentar conseguir secretos de estado.
—Diego, solo es una compañía de seguros.
Él, sin escucharla, le entregó un CD con una etiqueta en la que ponía "caballos", se sentó frente a uno de los monitores y empezó a teclear como si se hubiera olvidado del resto del mundo.
Él, sin escucharla, le entregó un CD con una etiqueta en la que ponía "caballos", se sentó frente a uno de los monitores y empezó a teclear como si se hubiera olvidado del resto del mundo.
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