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El
reloj del salpicadero marcaba las veintiuna cincuenta, Blanca llevaba más de
dos horas metida en el todoterreno que había alquilado aquella misma tarde y ya
no aguantaba más. Durante los primeros minutos había mantenido el motor en
marcha y el cuerpo en tensión, preparada para arrancar con rapidez cuando
llegara el momento, pero conforme el tiempo transcurría la tensión había dado
paso al nerviosismo y Blanca incluso había bajado del coche un par de veces
para fumarse un cigarrillo.
Estaba impaciente. No alcanzaba a
comprender cuál podía ser el motivo de que alguien trabajara hasta tan tarde,
especialmente si no era más que una secretaria, por importante que fuera su
jefe. Eran casi las diez de la noche y Pilar Orozco estaba en la oficina desde
primera hora de la mañana. Blanca no sabía si todos sus días eran iguales, pero
sospechaba que sí: cinco días a la semana, once meses al año, tal vez durante
treinta años consecutivos. Incluso aunque el sueldo mereciera la pena, incluso
aunque tuviera un despacho precioso en aquel elegante edificio de la zona alta
de la Diagonal de Barcelona, Blanca no sabía si ella sería capaz de soportarlo;
estaba acostumbrada a otro tipo de vida, muy distinto.
Tenía treinta y nueve años, había
sido modelo de pasarela hasta los treinta y cuatro y en realidad se llamaba
Eulalia, un nombre que a su primer agente no le había parecido bastante
atractivo para el mundo de la moda y se lo había cambiado por el de Blanca, que
también a ella le había gustado y ahora
usaba siempre. No era de las que lo habían dejado pronto, conocía a muchas que
a los veinticinco ya tenían que andar buscándose otra cosa, porque su cuerpo se
les sublevaba y ya no servían para los desfiles. Sin embargo ella conservaba
una silueta que, a primera vista, no se apartaba mucho de la que tenía veinte
años atrás y como nunca había sido de las de primera fila había podido aguantar
unos cuantos años sin excesivas dificultades. Luego, cuando dejó las pasarelas,
logró colarse en el mundo de la publicidad, donde las cosas también le marcharon
bastante bien durante un tiempo: alguno de los anuncios que había rodado se
había emitido tantas veces por televisión que hubo una época en que la gente la
reconocía por la calle. Blanca era aquella madre que rociaba con insecticida la
habitación de los niños, sin preocuparse por sus efectos sobre ellos porque
sabía que su composición no afectaba a las personas. Y también era la mujer del
escotado vestido de noche negro cuya silueta envidiaban todas las demás
invitadas a la fiesta, gracias a su nuevo sujetador de revolucionario diseño.
Había sido una buena temporada:
ganaba bastante a cambio de hacer un trabajo agradable, más no se podía pedir.
Sin embargo, últimamente la suerte
se había torcido y las oportunidades escaseaban. A duras penas había conseguido
formar parte del tropel de mujeres que se lanzaba sobre un producto en oferta
en un supermercado y del público que devoraba con fruición una conocida marca
de patatas fritas en un cine; poca cosa para una mujer acostumbrada a más altos
vuelos y con escasa afición al ahorro. Empezaba un nuevo milenio, el mundo no
se iba a acabar, pero los buenos tiempos en los que ella podía elegir habían
terminado y no le quedaba más remedio que aceptar lo que llegara.
Y lo que llegó fue una oferta
extraña. Al principio creyó que se trataba de una forma encubierta de
prostitución y pensó que todavía no estaba tan desesperada como para recurrir a
eso, pero luego se convenció de que tras la proposición que le habían hecho no
había segundas intenciones y aceptó.
A través de la agencia que llevaba
sus cada vez más escasos asuntos, Blanca contactó con Adolfo Guzmán, un hombre
a quien gustaba que le llamaran Rudy, que le propuso trabajar para él. Rudy se
dedicaba a vender productos informáticos y le explicó que la necesitaba para
que los suyos resultaran más atractivos que los que pudiera vender cualquier
otro. Quería que ella fuera la cara humana de la técnica, un elemento más de la
publicidad, todo muy decoroso. Su trabajo consistiría básicamente en dejarse
ver; si quería dejarse tocar era cosa suya, él no se lo iba a exigir. Eso le
dijo.
—Pero yo no sé nada de informática
—advirtió Blanca.
—Yo tampoco, pero tengo un par de
chicos que la dominan. Formaremos un buen equipo —le contestó Rudy.
Desde entonces trabajaba para él, hacía
más de seis meses.
No le había resultado difícil. Todo
lo que tenía que hacer era vestir con elegancia y cruzar las piernas de vez en
cuando, nada que le resultara ajeno a una modelo. Ciertamente no estaba
ayudando a la liberación de la mujer, pero Blanca no había inventado las
diferencias entre sexos y necesitaba ganar un poco de dinero. En definitiva
tampoco hacía algo muy distinto a desfilar, solo había cambiado las pasarelas
por los despachos y en lugar de vestidos ofrecía máquinas, pero la principal
referencia seguía siendo su cuerpo.
Los clientes que visitaba eran
siempre hombres, en quienes sus largas y pintadas uñas causaban un efecto
inmediato cuando ella les señalaba los productos del catálogo. Casi notaba cómo
se estremecían cuando ella rascaba ligeramente el papel y ellos asociaban
inmediatamente acontecimientos como el perro de Paulov. Luego se repantigaba un
poco en el asiento y se arreglaba la falda con falso disimulo, atrayendo así la
vista de ellos hacia sus piernas, que entonces cruzaba con soltura. El aroma de
la seducción envolvía la escena y enseguida todo resultaba fácil. ¿Cómo habían
podido sobrevivir tanto tiempo sin el potente ordenador que aquella fantástica
mujer les ofrecía?, se preguntaban los hombres, a veces incluso en voz alta.
—Hoy en día siempre se encuentra
justificación para comprar material informático nuevo. Te resultará fácil
vender, porque nadie tendrá que dar excesivas explicaciones a la empresa del porqué
de su compra. Todo evoluciona con tanta rapidez que lo que ofrezcas siempre
será más moderno que lo que ya tenían, y los gilipollas a los que visites
pensarán que si te compran algo, luego te llevarán a la cama. Ese es el juego
—le había dicho Rudy.
Y Blanca lo había jugado bastante
bien. Después de que los dos técnicos de la tienda le hicieran un cursillo
acelerado sobre los fundamentos de la informática, Blanca había recorrido
numerosas empresas ofreciendo sus productos. Había recibido más invitaciones
para después del trabajo —de las que había aceptado un par, bastante
decepcionantes— que pedidos, pero el resultado en conjunto era satisfactorio.
Rudy lo había reconocido:
—El negocio marcha bien, estás
haciendo un buen trabajo.
Un día Rudy le dijo que necesitaba
que hiciera algo especial y Blanca pensó que por fin había llegado la hora en
que iba a proponerle que se acostara con un cliente, pero una vez más se
equivocó: Rudy se mantenía fiel a su promesa, ni siquiera le había insinuado
nunca que se fuera a la cama con él.
Todo lo que quería era que se
hiciera amiga de una mujer.
—Quiero que vayáis de compras, que
cenéis juntas de vez en cuando, que os contéis vuestras cosas. Y espero que
alguna de las que ella te diga sea una interesante dirección de Internet, o un
número de teléfono que sirva para conectarse a un ordenador... en fin, tú ya me
entiendes —le dijo.
Blanca le entendía, ya llevaba el
suficiente tiempo trabajando para aquel hombre como para saber que no solo
vendía impresoras sino también información. Sin embargo, Rudy nunca le había
pedido que colaborara en el otro aspecto del negocio, como él lo llamaba, no
sabía muy bien cómo funcionaba, solo lo que había oído en la tienda en alguna
ocasión, y se asustó ante la propuesta.
—No quiero meterme en líos
—protestó.
Pero Rudy era un hombre que sabía
convencer a la gente y le tendió dos sobres que Blanca, recelosa, cogió.
—Estate tranquila, no te propondría
algo que fuera peligroso, porque yo también peligraría. En este sobre hay un
informe que deberás leer con calma, pero no hace falta que lo habrás ahora. En
este otro hay una pequeña bonificación para ti, por tu nuevo compromiso con la
empresa. Ábrelo, mira el contenido, te lo piensas y ya me darás una respuesta
—le dijo Rudy, sonriendo.
Blanca abrió el sobre que su jefe le
indicó. Contenía quinientas mil pesetas en billetes de diez mil.
—Es mucho dinero.
—Por ahora. Gástalo pronto, porque
en enero llegará el euro y todo se va a poner muy caro, ya verás —predijo Rudy.
Blanca no las tenía todas consigo,
pero renunciar a aquella cantidad de dinero le parecía una estupidez, dadas sus
circunstancias. Además pensó que Rudy tenía razón: no iba a encargarle nada que
lo comprometiera, porque ella no era una experta. Cuando llegó a su casa y
abrió el otro sobre vio que el informe contenía la descripción de las
costumbres de Pilar Orozco, una mujer divorciada y con un hijo a punto de
entrar en la adolescencia, que trabajaba co
Entre otras cosas sobre la vida de Pilar Orozco, el
informe decía que la mujer nunca salía de la oficina antes de las ocho. Blanca
había deducido que la frase significaba que salía poco después de las ocho,
pero aquella noche se estaba dando cuenta de su error; después de las ocho significaba
cualquier hora después de las ocho: y aquel día pasaban cinco minutos de las
diez y el coche de la secretaria seguía estando en el otro extremo del
aparcamiento.
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