lunes, 27 de octubre de 2014

Cazadores urbanos. Capítulo 3

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El lugar en el que vivía Diego Falcó, el tercer piso de un edificio de la calle Ausiàs Marc, céntrico pero mal conservado, parecía cualquier cosa menos una vivienda. Anteriormente había sido un despacho y, aunque tenía un cuarto de baño y una pequeña habitación con puerta, el resto era un amplio espacio a modo de loft en uno de cuyos rincones un metro de encimera, dos armarios de formica y un hornillo a gas constituían una básica cocina que, de todas formas, no usaba demasiado. Un sinnúmero de máquinas se amontonaban por doquier y el suelo estaba atestado de cables de todos los colores, que iban de un lado a otro y conferían a la estancia el inquietante aspecto de un nido de serpientes retorcidas. Tenía varios ordenadores —algunos conectados entre sí y otros aislados—, dos aparatos de fax, tres o cuatro módems, una impresora láser y dos de chorro de tinta, una fotocopiadora en blanco y negro, un escáner en color, tomas de teléfono por todas partes y hasta una máquina de jugar al millón, única representante de un tiempo que en aquella casa daba la impresión de estar tan superado que la convertía en una pieza arqueológica.
            Diego Falcó tenía treinta y dos años y pertenecía a una generación que él creía privilegiada: la de aquellos que habían podido disfrutar en su niñez con los flippers, pero a quienes la revolución informática no había pillado tan mayores como para que aquel mundo les resultara poco menos que diabólico. Frente a la casa de sus padres había un bar en el que Diego empezó golpeando una bola con el fin de obtener puntos suficientes para conseguir una partida gratis, luego disparó cientos de misiles para acabar con la invasión de naves enemigas que lo amenazaban y terminó pilotando un avión de guerra en un simulador de vuelo que —decían—, utilizaba el mismísimo ejército de los Estados Unidos para preparar a sus hombres. Aquella había sido su infancia: creciendo a la par que la tecnología de las máquinas recreativas.
            De allí saltó a los ordenadores personales, cuando éstos todavía eran unos artefactos mágicos e inaccesibles para la gran mayoría de las personas, pero fácilmente controlables por los pocos entendidos del momento. Sin embargo, aquellas máquinas, al principio calificadas de infernales, se convirtieron pronto en juguetes y todo pasó a ser un formidable negocio. La velocidad a la que sus componentes quedaban obsoletos era casi tan grande como la que conseguían en sus cálculos, los sistemas operativos se complicaron, los periféricos se multiplicaron y el conocimiento se dispersó. Ya no quedaba nadie que pudiera comprender todos los secretos que aquellas máquinas guardaban en su interior; la piedra filosofal capaz de transformar los impulsos eléctricos en información inteligible escapó de las manos de los particulares y pasó a ser propiedad exclusiva de algunas grandes empresas, que empezaron a dictar unas leyes de obligado cumplimiento, ya que al margen de ellas nada funcionaba.
            Pero era tal la complejidad creada por las compañías que hasta ellas tenían agujeros por los que se les escapaba el control de sus propios procesos. Y la existencia de aquellos resquicios había engendrado, a su vez, una nueva raza de informáticos que se dedicaba en cuerpo y alma a localizarlos y utilizarlos a su antojo, ya fuera para desprestigiar a las mismas empresas o para aprovecharse de los incautos que estaban convencidos de que el sistema que les habían vendido era invulnerable.

            Diego Falcó formaba parte del grupo de nostálgicos y justicieros informáticos que ponía todo su talento al servicio de la delincuencia digital. Pero él, a diferencia de la mayoría, no era un filántropo de los que se apresuraban a poner en conocimiento de todo el mundo hasta los más nimios errores encontrados en los programas de los principales fabricantes. No. Alcanzar aquellos conocimientos le había costado largos años de aprendizaje y esfuerzos, y no estaba dispuesto a dilapidar su capital en forma de inútil vanidad. Noches en vela, fines de semana sin moverse de su habitación y el peso de unas gruesas gafas que le machacaban el puente de la nariz merecían sin duda una generosa recompensa.
            Y desde hacía algún tiempo las cosas no le iban nada mal.
      Un año atrás, en una feria de productos informáticos, Diego había coincidido con su pareja perfecta, aquella que muchos buscan en el matrimonio y que, a menudo, únicamente se encuentra al margen de los sentimientos y la vida en común. Él estaba sentado frente a un ordenador, simulando probar el nuevo juego que presentaba una de las empresas expositoras, aunque tratando en realidad de obtener una copia pirata. Uno de los empleados de la compañía sospechó algo y se le aproximó con sigilo por detrás. Estaba ya a punto de pillarle cuando ambos oyeron a sus espaldas un vozarrón que gritaba: "¡Eh, chico!". Empleado y pirata volvieron la cabeza y vieron a un hombre grande, gordo, rubio y sonrosado que, plantado unos metros más allá, le hacía señas al empleado para que se acercara a él. Diego se dio cuenta de que había faltado poco para que lo descubrieran, sacó el CD que había metido en el ordenador, se levantó y desapareció con rapidez.
            Media hora después coincidió de nuevo con el hombre grande y sonrosado, esta vez en los lavabos del pabellón. Diego meaba y, cuando acabó, se encontró frente a frente con aquel inmenso representante de la raza humana. Parado junto al secador de manos, el hombre lo esperaba. Diego no se meó encima porque acababa de hacerlo en el urinario de la pared, pero las piernas le flojearon como si alguien le hubiera robado los huesos. Pensó que aquel individuo era un policía que iba a detenerlo o, peor aún, un guardia de seguridad que iba a darle una paliza. Sin embargo el hombre empezó a sonreír, acabó soltando una gran carcajada que sonó como un trueno y le tendió una enorme mano que Diego no supo rechazar.
          —Ha faltado poco, ¿verdad? —le dijo, sin soltarle la mano.
          Fue inútil que Diego fingiera no comprender, estaba claro que el hombre se había dado cuenta de todo, su actuación no había sido una mera casualidad: lo había salvado intencionadamente.
         —Hay que reconocer que eres un valiente —añadió—, pocos son los que se hubieran atrevido a intentarlo.
          Le soltó la mano, pasó su brazo por los hombros de Diego y salieron de los lavabos. Parecían un padre con su hijo de corta edad.
           —Salgamos de la feria, aquí ya hemos visto todo lo que nos interesaba. Te invito a comer —propuso el hombre.
          Diego receló. No era sociable por naturaleza y no se fiaba de la gente que lo era, pero estaba en deuda con aquel individuo y acabó aceptando la invitación. No lo lamentó: Rudy Guzmán le llevó a una prestigiosa marisquería, en la que Diego comió de maravilla, y le propuso formar una sociedad que, desde entonces, le había proporcionado unos importantes ingresos. A cambio, él tenía que dedicarse exclusivamente a lo que más le gustaba: meterse dentro de archivos ajenos y fisgar.

            Aquella mañana Diego estaba esperando a Blanca. Ella tenía que pasar por su casa para informarle de cómo le había ido con la empleada de la compañía de seguros. Si Blanca había conseguido alguna dirección ip o algún número de teléfono a través del cual conectarse a la empresa, él empezaría a trabajar enseguida. En aquel negocio lo importante era la sorpresa, de lo contrario todo se volvía demasiado peligroso e inútil. Cada vez más a menudo las empresas procuraban blindar su información, pero todavía faltaba mucho para que sus archivos de datos se convirtieran en castillos inexpugnables, al menos para expertos como Diego Falcó.

            Blanca se presentó a las once y media.
            —Te esperaba más temprano —la saludó Diego.
            —No conseguí nada —le dijo ella, a modo de explicación.
            Diego puso cara de "ya lo sabía yo".
           —Pero creo que hemos acertado. La mujer es bastante más accesible de lo que pensábamos, y tiene muchos puntos débiles por donde atacar —se defendió Blanca, emocionadamente metida en el nuevo papel que Rudy le había adjudicado.
        —No sé, ya le dije a Rudy que este asunto me da mala espina, la empresa es muy grande y ella la secretaria de su Director General: o él acabará sospechando o alguien acabará descubriéndonos.
           —De verdad que es una mujer candorosa de la que creo que no va a ser difícil obtener lo que queramos. Y además está libre, hace tres años que se divorció de su marido: tal vez acabemos consiguiéndote una pareja, no es un mal partido —bromeó Blanca mientras le daba un ligero codazo.
      —¿Está conectada a Intenet? —preguntó Diego, ajeno al último comentario.
            —Ni siquiera tiene ordenador en casa. Pero no te preocupes: tiene un hijo de doce años.
            Diego la miró con expresión de no entender qué tenía que ver aquello con su negocio.
            —Conseguiremos que le regale uno, hombre —tuvo que explicarle.
           —Estamos en marzo, todavía faltan nueve meses para que lleguen los reyes —ironizó él.
            —Su cumpleaños es en mayo, pero ni siquiera tendremos que esperar hasta entonces, ya lo verás.
            —Dile a Rudy que lo de los suscriptores de la revista de equitación ha sido muy fácil —dijo Diego, cambiando una vez más de conversación—. Y dile también que es a cosas como esa a las que nos tendríamos que seguir dedicando y no a intentar conseguir secretos de estado.
            —Diego, solo es una compañía de seguros.
          Él, sin escucharla, le entregó un CD con una etiqueta en la que ponía "caballos", se sentó frente a uno de los monitores y empezó a teclear como si se hubiera olvidado del resto del mundo.

jueves, 16 de octubre de 2014

Mas, Serbia y el Real Madrid-Barcelona

Hace unos días, en un partido de fútbol entre Serbia y Albania quedó claro cuál es el terreno en el que se acaban dirimiendo las disputas nacionalistas, que no fue precisamente el del propio deporte, sino el de la pelea entre los jugadores de ambos países: el partido acabó a golpes después de que alguien (al parecer el hermano del primer ministro albanés) hiciera volar sobre el terreno de juego un dron con la bandera de Albania y que un jugador serbio tirara de ella y la hiciera caer.

Las cabezas temerarias del independentismo catalán ya tienen una idea y un lugar donde llevarla a cabo: el madrileño estadio Santiago Bernabéu, donde la próxima semana se juega el Madrid-Barcelona de la liga de fútbol.
No sé si alguien será capaz de hacer volar un dron con la estelada, todo es posible, pero si pasara eso o si pasara cualquier otra cosa que provocara violencia, solo tendría un responsable: Artur Mas.
Da igual que quien hiciera tal cosa fuera seguidor de otro líder o pensara serlo él mismo, Mas ha sido el que ha encendido la mecha y todo lo que explote a continuación será responsabilidad suya.

Ya lo he dicho en varias ocasiones, pero quiero insistir: Artur Mas es un personaje mediocre, acomplejado por su incapacidad para el liderazgo, aplastado bajo el peso del inconmensurable Pujol, que es alguien capaz de hacer que Cataluña gire en torno a él siendo presidente o declarándose delincuente.
Mas quiere emular al padre pero, como en la realidad no puede, se entrega a un delirio que le hace pensar que lo conseguirá, cree que es el Moisés que nos hará cruzar las aguas de la independencia, papel que ya interpretó para el cartel con el que concurrió a las últimas elecciones autonómicas, aquellas en las que perdió tantos diputados que lo dejaron en manos de ERC.
Ese fue otro revés para su ego desatado que intentó superar con un más de lo mismo: ahora debía superar a quienes le llevaban ventaja en independentismo y organizó el sainete del 9N, con la engañosa colaboración de la ANC, ese ente integrista plagado de pseudointelectuales que tergiversan la realidad para promover el delirio también entre los ciudadanos, como Víctor Cucurull, un ex candidato de la UCD hoy reconvertido en inventor de un catalanismo omnímodo e intemporal, que pregona que Cataluña existe como nación democrática desde antes de Cristo y que fue la cuna de Cervantes o Santa Teresa, tal como explica en el siguiente vídeo.




Que alguien pueda seguir pensando que la independencia nos hará libres después de escuchar una conferencia como la de Víctor Cucurull demuestra que el delirio ha calado en la sociedad, y eso es peligroso, porque cuando se confunde la realidad con la ficción se tiende a actuar de acuerdo con la segunda y separarse de la primera, porque la ficción gusta más que la realidad. El único problema es que es irreal.

Creo que lo más sensato que podrían hacer los políticos catalanes sería relevar del cargo a Artur Mas, alegando incapacidad mental, no sé si transitoria o permanente, pero su persistencia en el delirio lo hace una persona peligrosa para la convivencia. Y, por supuesto, que no pongan a su clon Homs en su lugar.











viernes, 10 de octubre de 2014

La desfachatez es del Partido Popular, no (sólo) del Consejero de Sanidad

El Partido Popular se comporta con desfachatez, con insolencia. Su falta de respeto a los ciudadanos no se corresponde con lo que debería ser el comportamiento de un partido dentro de un sistema democrático. Sus dirigentes mienten, tergiversan, esconden, callan, manipulan, acusan, evaden responsabilidades y culpas cuando gobiernan y mienten, tergiversan, manipulan, acusan y chillan, sobre todo chillan, cuando están en la oposición. 

Esta es su forma de actuación, está en su esencia, no es un accidente: no esperemos otra cosa, siempre será así, porque el partido está plantado en la misma tierra que abonó la reconquista, la inquisición y el franquismo. 
Entiendo que haya mucha gente que, cansada de la torpeza del gobierno de Zapatero en materia económica, lo votara. Y lo entiendo porque tenemos una formación ciudadana casi nula, destrozada por cambiantes y malos planes de educación, por siglos de dominio católico, una religión que no reconoce derechos a quienes la profesan, solo provoca miedo y represión, no permite opinar ni cuestionar, se basa en dogmas. 
Como dogmas quieren que aceptemos lo que el Partido Popular nos dice. Se presentan como únicos poseedores de la verdad. Se expresan con soberbia, con chulería, con desprecio hacia los demás, un método que funciona bien en la sociedad española, tan aficionada a destruir opiniones ajenas
Nos creemos a cualquier vendedor de medicamentos mágicos que salga en una tribuna y repita una mentira una y otra vez, mientras su medios afines la amplifican también tantas veces como haga falta, hasta conseguir que pensemos que es verdad.
Este es el gobierno que tenemos.

Y en ese funcionamiento vil, aparece la crisis del ébola y, tras unos días de titubeos, los dirigentes del Partido Popular encuentran a los que han decidido que echarán la culpa de todo. Son dos: Teresa Romero, la propia trabajadora enferma y Francisco Javier Rodríguez, el Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid.

Culpando a la primera pretenden evadir sus propias responsabilidades en la gestión de la crisis. Culpando al segundo encuentran un chivo expiatorio de segundo nivel para proteger las cabezas de los de primer nivel.

Los medios de comunicación afines al Partido Popular ya han elaborado el relato "oficial": 
  • todo empieza desde el momento en que Teresa Romero se contagia, es decir olvidamos preguntarnos si fue adecuado repatriar a unas personas ("padre", llamó Ana Mato al segundo repatriado, con su lenguaje repipi de colegio de monjas) muy enfermas a un país que no estaba preparado para tratar su enfermedad y situamos el foco de la acción en la "torpeza" de Teresa Romero y en algunos fallos de gestión en su tratamiento.
  • Una vez situada la historia donde conviene, estos mismos medios se ceban en el Consejero de Sanidad, que se diría ha declarado ex profeso lo que ha declarado, para centrar los focos en él e inmolarse para proteger a su jefa, no en vano él mismo se ha encargado de presumir de que tiene la vida resuelta. Es decir, no va a sufrir ningún descalabro si lo echan de su cargo. Declaraciones, por cierto, que yo pienso que son constitutivas de delito (al menos ético): si ponemos la frase al revés, lo que nos viene a decir es que si necesitara el dinero no querría abandonar el cargo... por muy mal que lo hubiera hecho, ¿no?
  • Por cierto, que este hombre no es el primer escándalo en el que se ve involucrado, porque ya tuvo problemas cuando era el responsable del servicio de urgencias de un hospital y en el caos que creó murieron dos enfermos: Rodríguez