Suerte
La casa estaba lejos, más de lo
que había supuesto. La carretera, estrecha y sinuosa, al menos era llana y le
permitía alcanzar cierta velocidad, pero había pensado llegar en una hora y
llevaba casi treinta minutos más cuando al fin apareció el desvío que indicaba
la entrada al pueblo. Ya solo tenía que cruzarlo y continuar unos tres
kilómetros, según le había dicho Iván, el compañero de trabajo que le había
invitado a la inauguración de la casa de campo que se acababa de comprar.
A Toni no le apetecía nada ir a
aquella fiesta, porque ya le parecía lejos antes de saber que tardaría bastante
más de lo esperado, pero Iván le había dicho que acudiría su cuñada, una mujer
de veintiocho años como él, guapa, soltera y sin compromiso desde que hubiera
roto con su novio un par de meses antes. Una mujer y una situación que no podía
desaprovechar, le había dicho, y Toni, sin pareja él también, finalmente había
accedido.
Dejó atrás el pueblo y siguió la
carretera hasta que vio una casa engalanada con ristras de bombillas de
distintos colores. Justo enfrente, una flecha luminosa señalaba un solar vacío
que se había convertido en el aparcamiento de los invitados, en el que había
una veintena de coches. Todo muy propio de Iván, se dijo. Se metió en el recinto
y aparcó. Cogió el regalo que tenía en el asiento de atrás (un felpudo que al
pisarlo dirigía un haz de luz hacia arriba, ideado para iluminar la cerradura
de la puerta bajo la que se pusiera, muy apropiado también para su compañero,
había pensado Toni), cruzó la carretera y la verja de entrada al jardín. Echó
un vistazo a su alrededor, pero no vio a Iván ni ninguna otra cara conocida. De
hecho no conocía ni a su mujer ni, por supuesto, a su hermana, la cuñada que le
estaba destinada.
A un par de jóvenes de su edad
que estaban tomando una copa sentados en los escalones de acceso a la casa les
preguntó si habían visto a Iván. Uno de ellos le contestó que poco antes había
pasado por allí y había dicho que iba a la cocina a buscar algo. En una mesa
auxiliar tenían varios vasos con bourbon y le ofreció uno. Toni lo cogió, bebió
un sorbo, le dio las gracias, entró en la casa y se encaminó a la cocina, que
se veía desde la puerta. Iván estaba allí, con una mujer con la que parecía
pelearse, o al menos fue la sensación que le produjeron los desagradables tonos
de las voces que oyó. Dudó unos instantes si debía acercarse o no, pero Iván,
que estaba encarado hacia la puerta, le vio y enseguida le llamó por su nombre,
en voz alta, para alertar a la mujer con la que discutía, puesto que ella
estaba de espaldas y no podía verlo.
“Has venido, cuánto me alegro.
Mira, te presento a Elena, mi mujer. Elena, este es mi compañero Toni, del que
te he hablado”.
Elena, una mujer rubia, de unos
treinta años y su buen metro setenta de estatura, se acercó a Toni, rozó sus mejillas y lanzó
dos besos al aire.
“Mucho gusto”, dijo él, pero
ella no contestó.
“Precisamente le estaba diciendo
a Elena que te retrasabas, y que esperaba que no te hubieras perdido, ¿verdad,
Elena?”
Elena ni siquiera miró a su
marido y mucho menos se molestó en contestarle. Se acercó al frigorífico con
una cubitera en la mano y la llenó de cubitos de hielo.
“Voy a sacar esto, que nos lo
han pedido hace rato. Pásalo bien, Toni”, le dijo al recién llegado cuando pasó
por su lado.
“Mujeres. Siempre cabreadas. ¿Y
sabes por qué tontería?
“Pues no, acabo de llegar”, dijo
Toni con una sonrisa forzada, mientras pensaba que ojalá la hermana de Elena
fuera tan guapa como ella pero más simpática.
“Porque ha venido una pareja de
amigos míos de la universidad que mañana quieren hacer una excursión por los
alrededores, me han preguntado que si tenía alguna habitación disponible para
pasar la noche, les he dicho que sí y ahora Elena se ha cabreado, porque dice
que ella ya sabía que si organizábamos una fiesta tan lejos de la ciudad esto
acabaría convirtiéndose en un hotel. Anda, vamos a tomarnos una copa, que has
conducido un buen rato y te la mereces”.
“Ya tengo una en la mano”.
“Pues acábatela y te tomas otra conmigo.
Necesito relajarme”.
Toni obedeció y se bebió lo que
le quedaba en el vaso, que era casi todo. Iván se lo rellenó de nuevo con
bourbon y se sirvió él también una generosa ración. Cogió un puñado de hielo
del frigorífico y lo distribuyó entre los dos vasos, hasta que casi rebosaron.
“Bebe; tú también vas a
necesitarlo, porque tengo noticias, malas noticias”, le dijo Iván, mientras con
un gesto de la mano le indicaba que se llevara el vaso a la boca”.
“¿Tu cuñada también está
enfadada?”, preguntó Toni, antes de obedecer de nuevo.
“Mi cuñada no va a venir. Ha
dicho que ella es muy urbana, que una amiga suya la había invitado al estreno
de no sé qué función de teatro y que la disculpáramos, pero que se quedaba en
la ciudad, donde viven las personas”.
Toni habría estrellado el vaso
contra el suelo, pero en lugar de hacerlo acabó de beberse su contenido.
También él era urbano, vivía en la ciudad como las personas y el único motivo
de que estuviera en aquella casa de campo era la esperanza de ligar con la
famosa cuñada.
“Lo siento, todas las demás mujeres
de la fiesta están emparejadas”, añadió Iván.
Por toda respuesta, Toni le
tendió el regalo que todavía llevaba en la mano en la que no sujetaba el vaso.
Iván lo abrió como si fuera el único regalo que hubiera recibido en su vida y
cuando vio lo que era empezó a hacer aspavientos y se abrazó a su compañero, lo
que a este le hizo pensar que tampoco él era la primera copa que se tomaba y
que ya le estaban empezando a hacer efecto, como a él mismo, que se había
tomado dos en apenas cinco minutos.
Elena llamó a su marido desde la
otra parte de la casa.
“Ya voy, cariño. Toni, voy a
enseñarle el regalo a Elena. Le va a encantar. Date una vuelta por ahí. No
encontrarás mujeres solas, pero la gente es simpática y te acogerá bien.
Enseguida salgo yo y te presento a unos cuantos”.

“¿Has encontrado a Iván?”.
“Sí, pero se ha ido con su
mujer”.
“Muy propio de él”, comentó uno.
Y los tres rieron.
“¿Has venido solo?”
“Sí”.
“Mal asunto, aquí no hay mujeres
sueltas. Tendrás que sentarte con nosotros y beber”.
“Creo que ya he bebido mucho”.
“Nunca es bastante si no hay
mujeres con las que compartirlo”, dijo uno, impostando la voz.
“Voy a dar un paseo para
despejarme un poco, enseguida regreso”, contestó Toni, que se sentía un poco
mareado.
Definitivamente había bebido
demasiado y demasiado rápido. Aquellas palabras le había costado decirlas, él
mismo había sentido cómo había farfullado y cuando empezó a andar notó una
falta de estabilidad característica que hacía tiempo no experimentaba. Se dijo
que no podía seguir bebiendo toda la noche, que si pasaba media hora más allí
acabaría tan borracho que se caería al suelo y montaría un número del que se
avergonzaría toda su vida.
Decidió marcharse. Había llegado
solo a la fiesta, había bebido lo suyo pero no había conseguido compañía, de
modo que tenía que regresar solo y mamado: la peor de las combinaciones. Se
dirigió al aparcamiento, buscó su coche y lo encontró. No sin dificultades
atinó a meter la llave de contacto donde correspondía y arrancó. Había tenido
la precaución de aparcar de forma que no tuviera que maniobrar al irse, solía
hacerlo porque nunca había sido muy bueno con la marcha atrás. Entró en la carretera y enfiló su
carril con algún titubeo, pero a poca velocidad era capaz de mantenerse cercano
a la raya amarilla central sin traspasarla. Era una carretera secundaria y no
tenía líneas blancas a los lados, de modo que lo más seguro era mantenerse
cerca de la línea central, así no había peligro de salirse.
Cuando
llevaba conduciendo menos de un kilómetro, un coche lo adelantó a bastante
velocidad. O eso le pareció hasta que miró el velocímetro y vio que indicaba
cincuenta por hora. Aquello era muy poco, si alguien más lo adelantaba circulando
como una tortuga se burlaría de él, así que decidió acelerar. Subió a ochenta,
luego llegó a noventa, pero la velocidad a la que pasaban las amarillas líneas
discontinuas le mareaba y redujo de nuevo a ochenta.
Ochenta
estaba bien. Debían faltar unos dos kilómetros para llegar a la carretera
principal, por lo que conducir más rápido no iba a acortarle mucho el tiempo y
si alguien lo adelantaba a esa velocidad siempre podría pensar que conducía
tranquilo, disfrutando de la noche.
Al
enfilar una recta encontró una señal de
las que tienen un ciervo dibujado e indican que puede haber animales sueltos. Como
si no tuvieran nada mejor que hacer que cruzar carreteras, se dijo. Se rio de
su propia ocurrencia y aceleró un poco, mirando fijamente las líneas amarillas,
que le hipnotizaban.
No
miraba al frente y por eso notó un fuerte golpe sin saber qué lo había
producido. Frenó pegando un pisotón al pedal, los neumáticos rechinaron, el
coche hizo un trompo y se paró, atravesado fuera de la carretera, en un
sembrado. Lo primero que pensó fue que había tenido suerte de que no se hubiera
desplegado el airbag, luego bajó del coche para inspeccionar los daños, que
eran importantes: un faro estaba destrozado y el frontal derecho del coche
había retrocedido hasta clavarse en el neumático delantero, que había
resistido, pero que no podría girar. Luego, por un instante, se asustó ¿habría
atropellado a un animal? ¿Un ciervo de los de la señal? ¿Un jabalí? ¿Y si sólo
estaba herido y le atacaba?
Entonces
se dio cuenta de que estaba muy cerca de una casa, porque acababan de encender
una luz, y pensó que también en eso había tenido suerte, porque podrían
ayudarle. Al poco salió alguien, con una linterna y una escopeta, y se acercó a
él. Era un hombre, de unos cincuenta y tantos años, fuerte, campesino.
“¿Qué ha pasado, estás
bien?”, le preguntó.
“Sí,
creo que he atropellado a un animal”, contestó Toni.
El
hombre anduvo unos pasos y enfocó la linterna hacia un bulto que había a un
lado de la carretera, unos metros más atrás. Toni no se acercó.
“Pues
sí, has atropellado a un perro”, le dijo el hombre.
“Bueno, menos mal que solo era un perro”,
dijo Toni. Contento porque parecía haber recobrado la sobriedad repentinamente
y ya no farfullaba.
“Solo un perro, sí, pero
has tenido mala suerte, porque es el perro de Demetrio”.
“¿Y quién es Demetrio?”
“Demetrio soy yo”.
Abochornado,
Toni se deshizo en disculpas y ofreció pagar lo que fuera para resarcir a
Demetrio de la pérdida de su mascota.
“¿Mascota?, este perro
era uno más de la casa, y trabajaba como todos. Lo suyo era la vigilancia y la
caza, y esto, bien hecho, no se paga con dinero”.
“¿Quiere usted que le
compre un perro nuevo?”
“¿Es que piensas que era
un sofá viejo? Tenía un nombre, era un ser vivo y sabía hacer muy bien su
trabajo”.
Demetrio
se estaba alterando y movía nerviosamente la escopeta que tenía en la mano.
Toni se inquietó, no tenía la cabeza tan clara como pensaba y estaba manejando
aquello bastante mal.
“Puedo pagarle el
adiestramiento si quiere”, propuso.
“O sea, que me vas a
comprar un perro nuevo y me vas a pagar su adiestramiento”.
“Así es”. Toni pensó que
el asunto se estaba reconduciendo.
“Y, entre tanto, ¿qué
hago?”
“¿Puede alquilar uno?”
“¿Me tomas por imbécil
porque soy mayor y vivo en el campo?”
“No, pero es que no se me
ocurre nada más. Lo hecho, hecho está y ya no tiene remedio. Lo único que
podemos hacer, como personas civilizadas que somos, es buscar algún tipo de
acuerdo satisfactorio para ambas partes”.
Aquello
pudo con Demetrio, que encañonó a Toni.
“Tienes razón. Y ya sé
cuál es el tipo de acuerdo que me satisfará”, dijo el campesino, moviendo su
escopeta a un lado y a otro.
“Oiga, no irá a matarme.
Solo era un perro”, protestó Toni, asustado.
“¿Otra vez con lo de que
solo era un perro?”
“Bueno, me refería a que
no es lo mismo matar a un perro que a una persona”.
“No, a veces es
preferible lo segundo”.
En
aquel momento las piernas de Toni empezaron a temblar sin que pudiera hacer nada
por evitarlo ni que Demetrio se diera cuenta.
“Ahora encima me vas a resultar
un cagado. No te asustes, gilipollas, que no voy a matarte. A menos que
te lo ganes. Venga, ven conmigo”.
Los
dos hombres empezaron a andar hacia la casa, en silencio. Toni seguía
temblando: de miedo y de frío, porque era tarde, había refrescado bastante y se
le helaba el sudor encima.
Junto
a la casa había una caseta para perro y en el suelo un collar de piel roto.
“Este collar estaba viejo
y Manolo lo rompió. El muy jodido”.
“¿Quién es Manolo?”, se
atrevió a preguntar Toni, más que nada por decir algo que los tranquilizara a
ambos, pero no acertó:
“Manolo era nuestro perro”.
“Ah, perdone, como tenía
nombre de persona”.
“Ya te he dicho que era
uno más de los nuestros”.
Demetrio
se agachó, recogió la cadena y examinó el mosquetón que había sujetado el
collar.
“El mosquetón está bien. Servirá.
Arrodíllate”.
Toni
lo miró con cara de incredulidad, pero obedeció al instante cuando Demetrio lo
encañonó de nuevo. Una vez de rodillas, Demetrio rodeó el cuello de Toni con la
cadena y se la ajustó con el mosquetón.
“Descansa un poco, que en
cuanto amanezca nos vamos a cazar. Cuando volvamos te dejaré hacer las llamadas
que necesites para que me compres un perro nuevo y lo adiestren. Hasta entonces
tú sustituirás a Manolo. Te llamaré Paco”.
Demetrio
no dijo nada más, se dio la vuelta y caminó hacia la casa. Toni no se lo podía
creer. Estaba allí, sentado, como un perro y casi agradecido por seguir con
vida. No sabía qué hacer. Sin duda aquel hombre le estaba tomando el pelo y en
un par de minutos regresaría, le soltaría, le invitaría a una copa (¿otra
más?), llamaría a una grúa para el coche y juntos reirían un rato mientras
esperaran a que llegara. Pero el tiempo pasaba y el hombre no regresaba. Toni
miró el reloj, eran casi las doce de la noche. Se estaba mareando; del susto,
del frío y de todo lo que había bebido. Vomitó. Se alejó tanto como la cadena
se lo permitía, que no era mucho, al menos no lo suficiente para evitar el olor
a agrio que tenía lo regurgitado y que le producía más arcadas, pero ya no
tenía nada más en su interior y las sacudidas le hacían sentir que iba a sacar
el estómago por la boca.
Consiguió detener las convulsiones y recuperó un
respirar pausado. Cogió tanto aire como pudo.
“Iván.
Iván”, gritó, con todas sus fuerzas.
“Iván”.
“Iván”.
Las
luces de la casa, que se habían apagado, volvieron a encenderse y Demetrio
salió de nuevo, esta vez sin su escopeta, pero con una vara fina de avellano
con la que le pegó dos zurriagazos en la espalda a Toni.
“Calla,
perro, que vas a despertar a los vecinos”.
Toni,
ya fuera de sí, saltó hacia Demetrio, pero la cadena lo frenó en seco y casi se
rompe el cuello con la sacudida. Cayó al suelo, tosiendo, con nuevos espasmos,
al borde de la asfixia.
Demetrio
amenazó con pegarle de nuevo, pero no lo hizo.
“Maldito
perro, como te vuelvas a levantar contra tu amo te rompo el lomo”.
Cogió
una manguera y regó el suelo, para limpiar los vómitos. Toni no tuvo más
remedio que refugiarse en la caseta del perro, para que no lo mojara. Olía mal,
pero no tanto como lo que había sacado de su propio cuerpo.
“Ya
es casi la una y a las cinco y media nos iremos a cazar, más vale que descanses
o reventarás por el camino”, le dijo Demetrio, regresando hacia la casa.
Toni
permaneció unos minutos en la caseta, tratando de recobrar el aliento. Sentía
la garganta y la espalda doloridas, pero lo peor era su cabeza, a punto de
explotar tratando de racionalizar una situación como aquella, que no tenía nada
de racional.
El
suelo estaba mojado, pero salió con cuidado, poniendo las palmas de las manos
en el suelo hasta que estuvo fuera, a gatas. Entonces se levantó, la cadena era
lo suficientemente larga para permitírselo. Estar de pie le hizo sentir bien,
como si fuera el primer humano en conseguirlo, el eslabón necesario en la
evolución de la humanidad. Caminó un poco, en círculo, para activar su
pensamiento de humano ahora que había abandonado las cuatro patas de la bestia.
Funcionó. Qué estúpido soy, se dijo. Levantó las manos y desabrochó el
mosquetón que le sujetaba la cadena al cuello. Miró a su alrededor. No había
nadie. Las luces de la casa estaban apagadas. Todo estaba en silencio. Dejó la
cadena en el suelo con mucho cuidado. Se miró. Estaba libre.
Echó
a correr, tanto como sus muy mermadas fuerzas le permitían. A lo lejos vio unas
luces que se movían. Era un coche. Tenía que detenerlo. Siguió corriendo, agitó
los brazos y entró en la carretera. Tarde. Iván, que conducía el coche, no tuvo
tiempo de frenar y lo arrolló, sin haberlo visto.
El
coche se salió de la carretera, unos metros más atrás del de Toni. Lo primero
que pensó fue que había tenido suerte de que no se hubiera desplegado el
airbag, luego bajó del coche para inspeccionar los daños, que eran importantes:
un faro estaba destrozado y el frontal derecho del coche había retrocedido
hasta clavarse en el neumático delantero, que había resistido, pero que no
podría girar. Luego, por un instante, se asustó ¿habría atropellado a un
animal? ¿Un ciervo de los de la señal? ¿Un jabalí? ¿Y si sólo estaba herido y
le atacaba?
Entonces
se dio cuenta de que estaba muy cerca de una casa, porque acababan de encender
una luz, y pensó que también en eso había tenido suerte, porque podrían
ayudarle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario