El pasado viernes doce de febrero me crucé con Artur Mas en
la calle, concretamente en el tramo central de la Diagonal de Barcelona, entre
Tuset y Balmes. Eran alrededor de las cinco de la tarde de un día festivo,
porque se celebraba Santa Eulalia, una de las patronas de la ciudad (sí, los
santos siguen marcando el calendario festivo), y el ex presidente caminaba
solo: sin compañía ni guardaespaldas que anduvieran tras él. No los necesitaba,
porque, a excepción de mi mujer, que fue quien me advirtió de su presencia,
nadie reparaba en él.
Mas iba vestido con una americana azul marino, una camisa
clara sin corbata y unos vaqueros oscuros. Llevaba en la mano una bolsa como
las que te dan en las tiendas de ropa de buen nivel: de papel recio, con asas;
blanca. Sin embargo, aquel día las tiendas estaban cerradas, de modo que no
venía de comprar. Aquella mañana había acudido a la inauguración de la línea 9
del metro, cuyas obras él había tenido tanto tiempo paradas. No sé en calidad
de qué había asistido, porque ya no tiene ningún cargo oficial. Es posible, por
lo tanto, que en la bolsa llevara un folleto publicitario de la nueva línea, o puede
que, aprovechando este invierno primaveral que tenemos, hubiera ido a comer a
un parque y transportara la fiambrera, ya vacía.
Los 7 magníficos inaugurando la L9. Artur más, a la derecha, el único de los siete sin cargo público |
Nunca lo había
visto al natural y me pareció desmejorado con respecto a la imagen que da en
televisión: algo despeinado, envejecido, con la piel cetrina, falta de brillo y
color. Tal vez eso se debiera a la ausencia de maquillaje, pero lo que no
engañaba era su expresión: de enfado, con las ventanas de la nariz abiertas,
como un dragón a punto de expulsar fuego o como si el aire oliera mal. Nos
miramos mutuamente, él tal vez algo aliviado porque alguien lo había
reconocido. Su semblante me recordó al de un solterón cabreado con un mundo que
no comprende sus manías y lo condena a la soledad. Quizá era eso lo que sentía:
la soledad de quien hasta hacía muy poco tiempo había pretendido ser una
especie de Moisés que debía conducir al pueblo catalán hacia la tierra
prometida y que en apenas un mes se había convertido en un paseante anónimo por
una zona burguesa de su propia ciudad.
Después de pasar
junto a su lado me di la vuelta, para ver si el resto de la gente con la que se
cruzaba lo reconocía y se fijaba en él. No me dio la impresión de que nadie lo
hiciera. Al menos nadie volvía la cabeza como yo lo había hecho. Visto de
espaldas, Mas ofrecía también una imagen triste, de derrota. Llevaba sus
hombros rígidos, muy elevados, como si unos hilos invisibles tiraran hacia
arriba de las hombreras de su americana, dejándolo cuellicorto. El psicólogo
Alexande Lowen habría dicho que estaba como colgado de una percha, debido al
miedo, porque según él los hombros se levantan con el miedo. Al llegar al
semáforo de la calle Balmes se detuvo, porque estaba en rojo: los tiempos en
los que esto no era un obstáculo para Artur Mas habían quedado atrás,
probablemente de forma definitiva. En este mundo frenético, cuando alguien
desaparece del foco durante una temporada es casi imposible que pueda volver a
él. Olvidamos mucho y muy rápido.
Somos
eventuales, dependemos del aleteo de una mariposa. En el caso de Mas, su
mariposa tiene nombre y se llama CUP. Un día (no muy lejano) sus militantes
hicieron una asamblea para decidir si aceptaban o echaban al entonces
presidente en funciones, y la votación acabó en empate. Según me dijo uno de
quienes participaron, el empate fue real y solo con que hubiera habido un voto
de más en alguna de las dos opciones, la decisión final habría sido respetada.
Es posible que si uno de los asistentes a aquella asamblea hubiera tenido una
vejiga con más capacidad y no hubiera estado orinando durante la votación, el
día de Santa Eulalia no me hubiera cruzado con Artur Mas en la Diagonal de
Barcelona, o mi mujer y yo hubiéramos tenido que esperarnos a que su coche
oficial la cruzara con el semáforo en rojo. Y es que lo del aleteo de la
mariposa queda muy poético, pero la realidad suele estar más próxima a la incontinencia
y, cuanto antes la aliviemos, mejor.
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