Estos días han aparecido en la prensa algunas fotografías de miembros de la trama Gürtel en las que se aprecia el nivel de vida que les permitía llevar su trama de negocios. No resulta extraño que tanto dinero como movían diera para llevar una vida de lujo, como tampoco lo resulta que lo que ellos entendieran como lujo fueran esos lugares comunes propios de los telefilms: pasear en yate, conducir coches caros o sentarse en opulentos sofás en casas frente al mar: es lo típico de los nuevos ricos, cuya codicia no tiene límites una vez que han encontrado la manera de hacer dinero. Seguramente, si hubieran sido más prudentes y se hubieran conformado con menos, el caso Gürtel nunca habría existido.
También estos días se ha estrenado la película The Counselor, de Ridley Scott, traducida aquí como El Consejero (con lo que se pierde la ambigüedad del título original, que significa ambas cosas). No es sobre la trama Gürtel ni sobre el caso Roca (el de Marbella ¿se acuerdan de él?), pero sí sobre la codicia llevada a unos extremos que acaba provocando la destrucción de unos codiciosos, en manos de otros que lo son tanto como ellos, pero que además son más poderosos.
Puedo contar, sin desvelar mucho la trama (que en el fondo es bastante anecdótica o McGuffin), que el personaje que despierta a la codicia durante la película (los otros ya están instalados en ella) no es que esté pasando estrecheces económicas precisamente, porque conduce un Bentley y le compra un diamante de 3,9 quilates a su novia, pero estos gastos seguramente sean excesivos y necesite más dinero para satisfacer a esa mujer, a la que llega a decirle, aproximadamente, que: la vida es estar contigo en la cama, lo demás es esperar ese momento.
Es decir, necesita el dinero para satisfacer una obsesión, que siempre es una mala consejera.
Javier Bardem y Cameron Diaz, sus estrafalarios socios, tienen aficiones semejantes a los de la trama Gürtel, o sea, ostentosas y de mal gusto: poseen dos guepardos por mascotas (parecidos asombrosos: Roca tenía un tigre), a los que llevan a cazar conejos al desierto mientras ellos toman martinis, lucen un moreno completamente artificial, visten lo más chillón que pueden, montan suntuosas fiestas en su casa y desconfían el uno de la otra y la otra del uno.
La tercera pata de la sociedad, Brad Pitt, con aires de estar de vuelta de todo, cree tener la fórmula para desaparecer y poner todo su dinero a salvo en veinticuatro horas si las cosas se ponen feas.
Y las cosas, claro, cuando no se pone freno a la codicia, se ponen feas de verdad, hay errores, todo se tuerce y, como le dicen a uno de los protagonistas: quieres enmendar tus errores pero no te das cuenta de que no es posible, porque los cometiste en una vida y quieres enmendarlos en otra: no hay solución, ya no hay decisiones que tomar, solo esperar.
Yo, español sufridor de sus leyes y políticos, hace tiempo que espero que se haga justicia con los codiciosos, no al modo en el que se hace en The Counselor, sino al modo en el que los tribunales deben hacerla: espero que los ladrones devuelvan el dinero y vayan a la cárcel, o que vayan a la cárcel y devuelvan el dinero, da igual el orden. Y luego espero que aquellos políticos (si los hubiere, que mucho me parece que sí) que se beneficiaron de lo que los sobornadores pagaban, sean considerados también delincuentes, devuelvan el dinero y vayan a la cárcel, también da igual en que orden.
No quiero oír hablar de responsabilidades políticas que, en el mejor de los casos, acaban en una dimisión del cargo para luego ser fichado por una empresa del Ibex, no quiero que los políticos tengan red, quiero que sean como yo (son como yo, deben ser como yo) y que si delinquen tengan el castigo que les corresponde como ciudadanos.
La diferencia con la película es que aquí, los errores de unos los tapan los otros en la misma vida y las decisiones solo las toman ellos. Y así no vamos bien.
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