Hay personas que hablan como si todo lo que dijeran fuera importante. Tienen una voz potente y hablan en voz alta para que quienes estén a su alrededor las oigan y así se den cuenta de los serios asuntos que están manejando. Porque esa es la impresión que quieren dar, la de que son ellas las que dirigen la cosa, y que la cosa es de primer orden.
Cualquiera de esas personas habla de una chorrada con una voz y una firmeza tales que parece que estén a punto de solucionar el principal problema del mundo. Cuando una de ellas dice, con voz engolada: “dile a fulanito que debe asegurarse de que hayan puesto una hoja de papel en blanco encima de la mesa de zutanito antes de mañana a las once”, quien a su alrededor la escucha tiene la impresión de que de ello depende el calentamiento global, por poner un ejemplo, y se pasa la noche rezando para que al día siguiente la hoja en blanco esté donde deba estar, por si acaso.
Hasta hace unos años, el auditorio del que esta gente disponía no era muy amplio: una barra de bar en la que se bebiera whisky como aperitivo, un cine en silencio justo antes de que empezara la película, una fila de asientos de clase turista en un vuelo interior y poco más. Además, si no querían que los tomaran por locos, estos personajes necesitaban compañía, alguien con quien comentar sus delirios de grandeza o su necesidad de aparentar algo distinto de la nadería que eran.
Sin embargo, con la proliferación de los teléfonos móviles, la afición a hacer partícipes a los demás de las conversaciones privadas se ha multiplicado de forma tal que quien no lo hace es mirado como un pobre infeliz que no tiene nada que contarle a nadie. No hay más que subirse a un tren, un avión o incluso un autobús urbano para encontrarse docenas de lo que parecen presidentes/as de consejos de administración de grandes empresas y que en realidad no son sino burócratas engreídos/as que utilizan un lenguaje pobre y mal empleado, compuesto por lugares comunes y latiguillos de argot empresarial con el que intentan convencer a los que están a su alrededor de que ellos/as son tan importantes que no les queda más remedio que aprovechar hasta los desplazamientos para seguir dirigiendo la cosa, esa que es de primer orden y no puede esperar.
Además, siempre tienen razón frente a un tercero que, por descontado, no puede oírles: “se lo he dejado bien claro, si el papel no está donde debe mañana a las once, que se atenga a las consecuencias, yo gestiono y él/ella mueve papeles, es su responsabilidad”, les dicen a su paciente oidor… si es que lo tienen, porque es posible que no siempre lo tengan, ¿cómo vamos a saberlo? Cualquiera puede coger un teléfono y soltar un discurso importante sin que haya nadie escuchándolo al otro lado, lo único que importa es que lo oiga la gente de alrededor.
¿Y esa feroz competición que se inicia en el patio de la clase económica cuando un avión del puente aéreo aterriza y que consiste en ser el/la primero/a en conectar el teléfono móvil, ponérselo en la oreja y escuchar si tienen algún mensaje o hacer una llamada para avisar de que ya han llegado? ¿Adónde? Porque hasta que lleguen a su oficina o adonde quiera que vayan les queda todavía al menos una hora. ¿Es que tienen que avisar de que no han sido secuestrados, que por lo tanto no hay que tomar represalias y que no hace falta que nadie active el botón de la bomba nuclear? ¿O es que piensan que el simple anuncio de su llegada a una hora vista va a hacer que todos trabajen como esclavos porque pronto llegará el amo?
Dicen, todos, siempre: “acabo de aterrizar. En una hora estaré allí. ¿Ha pasado algo mientras volaba?”. Nunca ha pasado nada, claro, al menos nada que no pueda esperar una hora o un mes. O por los siglos de los siglos, porque si lo que le dijeran en este momento fuera “ha pasado que te han despedido”, estoy por garantizar ante notario que cualquier empresa podría seguir adelante tan ricamente sin la participación del imprescindible prescindido de turno.
Yo estoy a favor de que se inhiba la señal de telefonía móvil dentro de los vehículos de transporte colectivo, o sea: que no los puedan usar y dejen de dar la vara, ya sea en aviones, trenes, autobuses o taxis compartidos. Todos disfrutaríamos de viajes más cómodos, quienes no somos importantes podríamos leer novelas en paz, quienes lo sean podrían subrayar informes vitales para la marcha del mundo, todos seríamos más productivos porque llegaríamos más relajados a nuestras empresas y, sobre todo, quizá una norma básica de educación que parece caída en desgracia se convirtiera poco a poco en hábito: no molestar a los demás.
Que así sea.
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