La televisión ha abdicado de la ficción, la mayor parte de la programación se dedica a la realidad y, en muchos casos, a la hiperrealidad. Programas de cotilleo, deportes, concursos, teletiendas y reportajes más o menos sensacionalistas sobre gente marginada o exótica tienen una presencia casi constante. Contra lo que podría parecer, esta programación no supone una mejora frente a las películas o series violentas que no hace mucho eran las denostadas estrellas de la programación, ya que no promueve un análisis de la realidad, de las causas de lo que sucede o de qué podemos hacer para cambiar las cosas, sino que simplemente se dedica a mostrar hechos, a exhibir personas sin profundizar nunca en nada, lo único que importa es el impacto del momento y generan en el espectador una afición por el voyerismo superficial de resultado idiotizante.
Esta degradación es más aparente en unas cadenas que en otras, porque sus formatos son más transparentes, pero existen también algunos programas que bajo un barniz sociológico esconden una nivelación por el nivel más bajo que resulta preocupante.
Me refiero a dos tipos de programas:
Los de participación ciudadana. TV3 los utiliza con frecuencia y un buen ejemplo es el actual Banda ampla (Banda ancha), pero suele tener siempre al menos uno en su parrilla. En él, un centenar de personas “de la calle”, más o menos conocedoras de un tema, debaten sobre él. Su opinión adquiere tanto valor como la que podría tener la del mayor experto, puesto que ocupa un espacio único e irrepetible cuando es emitida: quien les escuche puede concluir que se ha tratado un tema a fondo, que el marco del debate no es más extenso ni borroso, que las opiniones vertidas son las definitivas sobre el tema cuando, en realidad, no es más que filosofía de vecindario, con todos los condicionantes, prejuicios y subjetividades que ello comporta.
En este sentido, y como contrapunto, TV3 emite también otro programa, llamado Singulars (Singulares) en el que a un auténtico experto en un tema se le deja tiempo (casi) suficiente para hablar de él y hacer una presentación a su gusto. Ello, unido a la excelente elección de los invitados y los temas, hace que, en mi opinión, sea uno de los mejores programas que se emiten actualmente.
En este sentido, y como contrapunto, TV3 emite también otro programa, llamado Singulars (Singulares) en el que a un auténtico experto en un tema se le deja tiempo (casi) suficiente para hablar de él y hacer una presentación a su gusto. Ello, unido a la excelente elección de los invitados y los temas, hace que, en mi opinión, sea uno de los mejores programas que se emiten actualmente.
Las tertulias. Herederas del formato radiofónico que instauró fundamentalmente la COPE, consisten en un griterío de unos cuantos participantes, significados políticamente en el mismo bando (con alguna excepción minoritaria, para dar color), con cuyas discusiones y atropellos se quiere dar la impresión de que se están debatiendo ideas contrapuestas cuando en realidad todos dicen lo mismo y lo único que pretenden es transmitir un mensaje por la vía de la insistente repetición, independientemente de cuál sea la realidad: machaca, que algo queda. Son programas que buscan crear opinión o, mejor dicho, reafirmar a los ya convencidos para que no abandonen el barco, pero no ofrecen ningún estímulo intelectual a los televidentes sino que apuntan, zafiamente, al instinto darwiniano.
Claro ejemplo de este tipo de programas son los de Intereconomía o Veo TV que tratan a toda costa de magnificar hechos poco o nada trascendentes para equipararlos o ponerlos por encima de asuntos de mucho mayor calado protagonizados por miembros de sus propias filas ideológicas, despistando así la atención por lo importante o poniendo todo a la misma altura. Pongamos por caso los trajes de Teresa de la Vega frente a los de Camps: la afición a vestir bien se equipara a una presunta red de corrupción de amplio espectro con el único interés de meter todo en el mismo saco y rebajar así la sensación de corruptela de los suyos.
Cuando se considera que estos programas son los serios, ¿qué se puede esperar de aquellos que los propios dirigentes de las cadenas consideran de entretenimiento?
Pues que aparezca una figura como Belén Esteban, capaz ella sola de llenar horas de programación diaria con el simple relato de sus desgracias y conseguir que la gente esté frente al televisor escuchándolas.
En su magnífico libro Belén Esteban y la fábrica de porcelana (editorial Península, 2010), Miguel Roig explica cómo hemos pasado del folletín a la hiperrealidad, de las historias de ficción que siempre tenían un final a las historias reales que nunca pueden terminar.
Antes, en una película o en un serial, los personajes evolucionaban de forma que ya no podían volver atrás y se encaminaban hacia un final, que no podía ser otro. Ahora, en cambio, las series se eternizan y, si en algún momento llegan a terminar, lo hacen con un final tan discutido y discutible que indica el muy bajo nivel de sus guionistas, que no han sido capaces de contar un cuento como es debido y han recurrido al final abierto (que la mayoría de las veces es más bien confuso) porque no han querido o no han sabido elaborar ellos una conclusión. Perdidos es un claro ejemplo: todo el mundo discute su final y nadie lo entiende, ¿alguien podría discutir el final de Cenicienta? ¿Alguien no lo entiende?
Muchas películas tienen segundas, terceras y hasta cuartas partes porque la historia nunca se cierra, por si hay demanda y es necesaria una nueva entrega. En algunas series (Anatomía de Grey, Vent del pla), de recursos guionísticos limitados pero que se ven estiradas mientras su audiencia es alta, sus personajes, a falta de evolución, van saltando de una relación a otra entre ellos mismos y sus capítulos podrían intercambiarse sin que el espectador se diera cuenta ya que el orden de las relaciones no importa, ni deja huella.
¿Cómo ha de ser pues un programa como Sálvame cuyo principal tema es la vida de uno de sus participantes? Evidentemente, eterno. A su protagonista, Belén Esteban, tal como dice Miguel Roig, no se le pueden terminar nunca los problemas ni el sufrimiento porque eso sería matar al personaje y por lo tanto matar al programa, que existe porque su protagonista tiene problemas y los cuenta a la cámara: si dejara de hacerlo, ¿qué contenido tendría? Bueno, no le quedaría más remedio que buscar a otra Belén Esteban.
Pero, ¿es Belén Esteban la chica de barrio inocente y maltratada por la vida que nos quieren hacer creer? Tal vez lo fuera cuando todo empezó, pero el medio le ha dado poder y ella se ha dado cuenta de la capacidad de influencia que ha adquirido y no sólo coquetea con la posibilidad de saltar a la política o rivalizar con Leticia Ortiz en el papel de princesa del pueblo, sino que es capaz de usar ese poder para amenazar sin tapujos a su ex marido Jesulín de Ubrique: “si vienes por la niña llamó a la Guardia Civil [sostiene Esteban que la amenazó su ex compañero sentimental] y yo le dije, si tú llamas a la Guardia Civil, yo pulso el timbre de Ambiciones y llamo a toda la prensa de España. Al día siguiente me llevó la niña al AVE” (Belén Esteban y la fábrica de porcelana, página 90). Es decir, el poder del Estado (la Guardia Civil) queda claramente derrotado frente al poder de los medios de comunicación, lo que no deja de ser ciertamente peligroso porque pone en evidencia la fragilidad de un estado democrático ante el poder de los medios. Aparte de que se trata, claramente, de un chantaje en el que ella hace uso de su poder mediático para condicionar el comportamiento del torero.
Y, para inquietante, el desafío de Belén Esteban en el programa Mira quien baila, enfrentándose al jurado utilizando argumentos ajenos por completo al concurso que, no lo olvidemos, es de baile, y manipulando y condicionando al público con sus soflamas populistas. Varios miembros del jurado, profesionales del baile, tratan de explicarle que no está bailando bien mientras ella alega que otras virtudes tendrá. De nada sirven los razonamientos del jurado, que le dice que allí sólo ha ido a concursar como bailarina, Belén Esteban sigue con su rol de víctima perseguida. Sólo otro miembro del jurado que también ha hecho de su persona un personaje (Boris Izaguirre) le sigue el juego, se levanta, se acerca a ella y le dice que les ha dado uno de los mejores momentos televisivos.
Puede verse toda la escena en:
Al final, pese a que todo el jurado estaba de acuerdo en lo mal que bailaba, Belén Esteban ganó el concurso por votación popular.
Sé que no resulta políticamente correcto decirlo pero esta gente capaz de darle el voto a Belén Esteban y hacerle ganar un concurso en una disciplina cuya habilidad ella misma sabe y dice que no posee es la que también vota en las elecciones políticas en las que, parece claro, no guiará su decisión por el contenido del programa electoral del partido al que vote sino por razones que seguro que la razón no entiende.
En este batiburrillo de vidas privadas destapadas, de miserias cotidianas utilizadas como material público, de víctimas de sucesos que exponen su desgracia ante la cámara, de gente anodina cuyo mayor mérito es su relación con alguien famoso (los famosos por relación, que dice Miguel Roig), de expresidiarios por delitos económicos utilizados como creadores de opinión (Mario Conde en Intereconomía, por poner un ejemplo. ¿Alguien se imagina lo que dirían en esta cadena si Luis Roldán participara asiduamente en una tertulia de CNN+?), se mueve la televisión actual, aquella que, gracias a la proliferación de canales nos iba a permitir disfrutar de una amplia gama de programas entre los que escoger.
¿Escoger?